lunes, 8 de septiembre de 2008

“Y en la hora de nuestra muerte”



"Y en la hora de nuestra muerte"
Nadie puede escapar de la muerte. Podemos apartar su pensamiento como molesto, inoportuno e incluso insoportable; pero de hecho la muerte es inevitable para cada uno de nosotros.
No vamos a extendernos sobre lo que es la muerte y lo que ella significa para cada uno de nosotros. Sabemos con certeza solamente esto: que un día moriremos. Cuándo y en qué circunstancias nos encontrará la muerte, es para nosotros un secreto impenetrable. Sabemos también que la muerte, ordinariamente, es una hora de debilidad y de impotencia, de sufrimientos amarguísimos en el cuerpo y en el alma, y una hora de soledad y de tinieblas, de abatimiento y de temor. Y justamente esa hora es la más importante de nuestra vida: ¡de ella, y de ella sola en definitiva, depende toda nuestra eternidad!
Hay santos —¡y se comprende!— que temblaron de espanto al pensar en esta hora. ¿Cómo podríamos nosotros, entonces, encararla sin temor y cruzarla sin pavor? ¿Cómo podemos incluso saborear un solo instante de gozo y felicidad en la tierra, sabiendo que un día tendremos que pasar por esta hora temible y decisiva?
«Ecce Maria»… Una vez más Nuestra Señora será nuestro recurso. Si queremos ser verdaderos hijos y esclavos de amor de la Santísima Virgen, podremos repetir y cantar con el Salmista, aplicando estas palabras a Aquella a quien la Iglesia llama «la Puerta del cielo»: «Aunque pase por en medio de las sombras de la muerte, ningún mal temeré, porque Tú vas conmigo» .
En una Carta notable, del 22 de marzo de 1918, el Papa Benedicto XV exponía magistralmente los fundamentos de esta confianza «in hora mortis». Damos aquí amplios extractos.
«Concuerda maravillosamente con la doctrina católica y responde a los sentimientos piadosos de la Iglesia, y además se apoya en una esperanza bien fundada y ordenada, elegir a la Madre Dolorosa como Patrona de la buena muerte e invocarla como tal.
En efecto, los Doctores de la Iglesia enseñan comúnmente que la Santísima Virgen María, que parecía ausente de la vida pública de Jesucristo, por divina disposición estuvo junto a su lado cuando, clavado en la Cruz, iba a sufrir la muerte. De este modo Ella sufrió y casi murió en unión con su Hijo doliente y agonizante; abdicó los derechos de Madre sobre su Hijo para conseguir la salvación de los hombres y para aplacar la justicia divina, y en cuanto dependía de Ella inmoló a su Hijo, de suerte que se puede afirmar con razón que redimió al linaje humano juntamente con Cristo. Y si por esta razón todas las gracias que sacamos del tesoro de la redención nos vienen, por decirlo así, de las manos de la Virgen Dolorosa, todos comprenderán que los hombres hayan de esperar también de Ella la gracia de una santa muerte; ya que por este soberano beneficio se consuma en cada alma eficazmente y para siempre la obra de la Redención.
Es evidente asimismo que la Virgen Dolorosísima, que fue constituida por Jesucristo como Madre de todos los hombres y los aceptó como estándole confiados por testamento de infinita caridad, para cumplir con bondad materna el deber de defender su vida espiritual, no puede dejar de auxiliar con mayor celo a sus queridísimos hijos adoptivos en el momento en que se decide para siempre su salvación y santidad. Por eso la Iglesia misma en muchas oraciones litúrgicas pide a la bienaventurada Virgen María que asista con su misericordiosa protección a los hombres que están en la agonía; y por eso también es muy constante entre los fieles la opinión, comprobada por una larga experiencia, de que no perecerán eternamente los que tengan a la misma Virgen por Patrona».
Estas consideraciones de Benedicto XV, que fue un gran Papa mariano, son claras, lógicas, convincentes y muy consoladoras.
La Santísima Virgen concederá una asistencia especial en la hora de la muerte a los cristianos que ponen su confianza en Ella.
Y es que María es la Corredentora del género humano. Ahora bien, en el momento de la muerte es cuando esta redención se aplica definitivamente a cada hombre, o si no queda vana para él.
Por ser Corredentora, María es también la Mediadora de todas las gracias. Ahora bien, sin la perseverancia final, todas las demás gracias habrían sido inútiles.
Asimismo María, por lo que a la vida de la gracia se refiere, es realmente nuestra Madre. ¿Acaso una madre puede estar ausente del lecho de agonía de su hijo? No puede ser que Nuestra Señora no sostenga a sus hijos con todas sus fuerzas y energías en el mismo momento en que se decide la confirmación eterna o la pérdida eterna de la vida de la gracia en un alma.
La Iglesia cree en esta protección especial de María en la hora de la muerte, y por eso es convicción universal que quienes la aman y honran de veras, no pueden perderse para siempre: ¡Un hijo de María es hijo del Paraíso!
La experiencia de cada día —como lo hacen notar los Papas— confirma esta convicción. Por eso es digno de mención que cuando se nos comunica la muerte de quienes estuvieron especialmente consagrados y dedicados a Nuestra Señora, esta comunicación vaya acompañada casi siempre del relato de hechos o de circunstancias, a veces mínimos en apariencia, que muestran de manera evidente que la Santísima Virgen sostuvo a sus hijos y esclavos agonizantes con una asistencia cierta, y muy a menudo palpable y sensible.
Pensamos, por ejemplo, en la muerte tan consoladora de nuestro gran e inolvidable Cardenal Mercier, hijo amante y apóstol ardiente de María y de su devoción más excelente. El Cardenal murió un sábado, que al mismo tiempo era un día de fiesta de la Santísima Virgen, la de sus Desposorios con San José; asimismo era el aniversario del día en que había publicado su oración tan conocida para pedir la proclamación dogmática de la Mediación universal de María y la canonización del Beato de Montfort. Murió tan sólo algunas horas después de haber asistido y participado a la santa Misa, ofrecida en honor de la Mediadora de todas las gracias. ¿Son, sí o no, indicios clarísimos de una intervención de Nuestra Señora en la hora suprema de su glorioso Servidor?
Querido lector, ¡qué felicidad y seguridad para nuestra última hora, haber pedido tan a menudo a nuestra Corredentora, Mediadora y Madre: «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte»!
Si seguimos repitiendo estas palabras decenas de veces por día con entera atención y plena confianza, tenemos el derecho de apartar de nosotros todo temor y toda inquietud voluntaria. ¿Acaso no dice San Juan que «el amor perfecto expulsa el temor», y que «en esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio»? .
Esforcémonos, pues, en vivir virtuosa y santamente en unión con Ella, y depongamos entre sus manos y encerremos en su Corazón materno nuestra última hora con todos sus terrores y sufrimientos. Y si en ciertas horas la angustia quisiese invadir nuestra alma al pensamiento de lo que inevitablemente debe suceder un día, repitamos con confianza: «In te, Domina, speravi; non confundar in æternum!: ¡En Ti, Soberana mía, he puesto mi esperanza; no quedaré eternamente confundido!».
«
Toda nuestra vida ha de ser, según la recomendación de la Iglesia, un recurso incesante y confiado a la Madre de nuestras almas y a la Mediadora de todas las gracias.
También para la hora grave, dolorosa y decisiva de nuestra muerte, ponemos en Ella una confianza total y serena.
Cuando hayamos establecido y consolidado nuestra alma en esta confianza serena y preciosa, nos será también más fácil cultivar los sentimientos que deben animar a todo esclavo de amor de Nuestra Señora frente a la muerte.
La aceptación de la muerte, con todas las circunstancias de que venga acompañada y rodeada, es el acto más elevado y hermoso de la dependencia total que hemos consagrado a María por medio de la santa esclavitud. El dueño tiene un derecho de vida y muerte sobre su esclavo. Con amor queremos reconocer gustosamente a Jesús y a María todos los derechos sobre nosotros, entre ellos el derecho de disponer de nuestra vida por la muerte. Se lo hemos repetido mil veces: «Dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según vuestro beneplácito, para la mayor gloria de Dios en el tiempo y en la eternidad».
Cuando sintamos llegar nuestra hora suprema —¿y por qué no a menudo, cada día anticipadamente?—, recemos así: «Señor adorado, Reina amadísima, acepto la muerte de vuestras manos, por amor y sin temor, como mensajera de vuestra voluntad y como la manifestación más grave de vuestro dominio sobre vuestro esclavo de amor». La aceptación humilde y valiente de nuestra muerte en la hora en que debe consumarse el sacrificio, y centenares de veces antes, es el cumplimiento más penoso, pero también el más hermoso y precioso, del gran acto que hemos realizado para con Cristo y su divina Madre.
Esforcémonos igualmente por mirar la muerte con los ojos de nuestra Madre, y establecernos frente al adiós al mundo en las disposiciones perfectísimas de su Corazón Inmaculado. En unión con la muerte redentora de Jesús, Ella aceptó libremente su propia muerte por la glorificación de Dios, y por la salvación y santificación de las almas. En la muerte Ella vio la ruptura de los lazos que la retenían lejos de su Hijo; era ver disiparse la nube que le escondía el rostro del Amado; era el derrumbamiento del muro que la separaba de Jesús. En la muerte Ella vio y buscó la liberación y la ascensión hacia la Luz y la Vida, hacia Dios y la unión eterna y soberanamente íntima con su solo Amor.
Aprendamos a repetir con Ella: «Para mí, vivir es Cristo, y morir una ganancia… ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?… Deseo soltarme de este cuerpo, a fin de vivir con Cristo… ¿Quién me diera alas como la paloma, para volar y reposarme en el Corazón de Dios?… ¡Qué amables son tus tabernáculos, Dios de los Ejércitos! Mi alma desfallece de deseos por los atrios del Señor» .
¡Nosotros deseamos también la muerte, Madre amadísima, para poder contemplar tu belleza, gustar tu amor, cantar tu grandeza, aumentar tu gloria, reconocer tus beneficios, reposar en tu Corazón, perdernos en tu alma y adentrarnos en los abismos de tu interior!
Sí, también para nosotros morir es una ganancia. Pero debemos hacer de manera que esta muerte sea igualmente una ganancia y, si fuera posible, un progreso inmenso para su Reino, para la extensión de su dominación de amor sobre las almas y sobre el mundo. Por este ideal hemos de ofrecer todos los sufrimientos de nuestra última enfermedad, todas las angustias y dolores de la hora suprema: «Per adventum Ipsius et regnum Eius!: ¡Por el advenimiento real de Cristo y el reino de su divina Madre!». Nuestra muerte no ha de ser tan sólo buena y santa, sino asimismo espléndidamente fecunda: por ella, cayendo como un grano de trigo en la tierra selecta del seno de nuestra divina Madre, hemos de germinar y crecer en ella en una riquísima y abundantísima cosecha de almas conquistadas para su reino y para la práctica de su perfectísima Devoción. Querríamos que nuestra muerte sea un acontecimiento, un gran acontecimiento en la historia del reino de Cristo Rey por la dominación de amor de Nuestra Señora. Esta ha de ser nuestra preocupación dominante en los últimos días y en las últimas horas de nuestra vida, hasta nuestro último suspiro. Y para que nuestros últimos momentos no se vean privados de esta consagración suprema y de este valor preciosísimo, ofrezcamos cada día nuestra vida entera, especialmente nuestra agonía y nuestra muerte, y sobre todo uniéndonos al santo Sacrificio, por nuestro único ideal: ¡el reino de Cristo por María!
Así, pues, cuando sintamos declinar nuestras fuerzas, caer las sombras sobre nosotros y aproximarse el fin, entonces… que nuestros ojos que se apagan ya no se aparten de su imagen bendita; que nuestra boca no se canse de repetir su nombre juntamente con el dulcísimo nombre de Jesús, y de reiterarle nuestra pertenencia total; que nuestros labios se queden pegados a su rostro; que nuestra mano se encuentre en la suya, y que nosotros mismos nos encerremos en su Corazón y nos perdamos en su seno… Que nuestras manos aprieten hasta la muerte su Rosario, y que luego, con el Crucifijo, una imagen de María vele sobre nuestros despojos mortales… Que nuestro recuerdo mortuorio hable de nuestra pertenencia a María, y que estas sencillas palabras: Ave Maria, grabadas sobre la lápida, o mejor aún, inscritas en una sencilla cruz de madera, continúen conduciendo las almas hacia María y predicándoles el amor, la confianza y la pertenencia hacia Ella…
¡Mientras tanto, al salir de las miserias de este mundo, o más probablemente de las llamas purificadoras del Purgatorio, nuestra Madre nos habrá llevado, para nuestro eterno descanso y la bienaventuranza sin fin y sin límites, al Corazón y al seno mismo de Dios!