lunes, 8 de septiembre de 2008

En las horas graves



En las horas graves
Debemos estar animados sin cesar por una confianza de niño para con la Santísima Virgen, nuestra Providencia creada y materna. Este recurso confiado a nuestra divina Madre no está fuera de lugar, como hemos visto, en las dificultades más humildes de la vida, de modo semejante a como el niño recurre a su mamá en los más mínimos detalles de cada día.
Pero cuando el niño se siente en peligro, cuando una prueba dolorosa lo atenaza, en la enfermedad, en la angustia suprema, su madre es más que nunca su consuelo y su sostén. Que nuestra Madre del cielo deba ser para nosotros, sus hijos, el recurso seguro en las horas graves de lucha y de sufrimiento, se deduce claramente de las denominaciones consoladoras que la Iglesia ha dado a Nuestra Señora: Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos.
Y nuestra experiencia cotidiana nos enseña que en la vida de todos nosotros hay horas graves, y sombras de luchas y pruebas. Tarde o temprano nos damos cuenta de que la tierra en que vivimos es un «valle de lágrimas, vallis lacrymarum».
El Paraíso terrestre quedó cerrado, y nosotros perdimos el camino que a él conduce. Nuestra tierra no produce de sí misma más que cardos y espinas, y, como castigo del pecado, no comemos nuestro pan más que con el sudor de nuestra frente. La preocupación del pan cotidiano para nosotros y para los nuestros puede a veces pesar muchísimo sobre nuestros pobres hombros. La llamada «lucha por la vida» se lleva a cabo a menudo con armas muy desiguales. Prevemos a veces el futuro con angustia. Cuando en el hogar se llena un lugar tras otro, te preguntas a veces si tendrás siempre con qué alimentar estas pequeñas bocas hambrientas. Te echas atrás, te debilitas en la vida, te sientes amenazado de hundirte en la ruina. Te llega una desgracia tras otra; se suceden sin parar las pérdidas graves y los gastos extraordinarios. Tu situación no tiene salida… La deshonra te espía, la quiebra está a tus puertas…
María, tu dulce Madre, aportará la solución a estas dificultades inextricables, si se lo pides con fe firme y viva. Como esclavo de amor la has hecho Propietaria y Gerente de tus bienes temporales. ¡Quédate sin miedo! ¡En la hora querida Ella te tenderá una mano caritativa y se encargará de ti y de los tuyos con una bondad materna encantadora!
Sin embargo, se impone aquí una observación, que también se aplica a muchas otras cosas fuera de la preocupación del pan cotidiano. Se trata en este caso de bienes temporales, y no debemos desear ni pedir bienes temporales sino en función de nuestros intereses espirituales y eternos. Pobreza no es ni vergüenza ni vicio. Al contrario, para quien sabe llevarla, es riqueza y honor, puesto que Jesús mismo la beatificó y practicó. Además, el sufrimiento es inevitable; es incluso un tesoro preciosísimo: «Bienaventurados vosotros que lloráis, porque seréis consolados». Y Nuestra Señora debe hacernos conformes a su Jesús, a su Jesús crucificado. Hay que acordarse de todo esto, como también del hecho incontestable de que nos es provechoso que nuestras oraciones no sean inmediatamente oídas. Entonces es cuando aprendemos realmente a rezar. El tiempo de la prueba es a menudo un tiempo de fervor y de generosidad cristiana. Pero, por otra parte, es absolutamente cierto que, en la medida en que sea necesario para nuestra salvación y santificación, la Santísima Virgen solucionará las dificultades materiales más inextricables en apariencia, y que, si se lo pedimos con confianza e insistencia filiales, Ella satisfará maternalmente nuestras necesidades temporales.
¿Qué esclavo de amor no ha experimentado repetidas veces en su vida esta solicitud materna de María, incluso por lo que mira a sus intereses materiales? Yo mismo me acuerdo con alegría de sus maravillosas intervenciones maternas en este orden, por ejemplo, para proporcionar un sustento absolutamente inesperado a un joven matrimonio que le estaba consagrado, y en el que se empezaban a dejar sentir los apuros económicos, o para aportar la más sorprendente de las soluciones a otra familia, amenazada por la ruina y la miseria.
O tal vez sea la enfermedad, que te persigue y te hace difícil el cumplimiento de tu deber, o que hace imposible la realización del sueño de tu vida… O, al contrario, tal vez se trate de un ser querido, que se ve clavado en el lecho del sufrimiento. Pareciera incluso que tú mismo sufres más sus dolores, que si te tocara a ti ser el enfermo. Todo el hogar queda en el desconcierto por esta prueba dolorosa. El padre, a quien toca ganar el sustento, se encuentra derribado por la dolencia, o tal vez la madre, cuya ternura y solicitud son indispensables a varios niños aún pequeños. ¿De dónde vendrá la salvación?
María es la «Salus infirmorum», la Salud de los enfermos, y nuestras oraciones suplicantes subirán hacia Ella. ¡Cuántos miles y cientos de miles de cristianos experimentaron el poder y la ternura de la gran Taumaturga de Dios en Lourdes y en tantos otros santuarios venerados! Pero las curaciones no se operan solamente en estos lugares benditos de oración; sino que se las encuentra por todas partes, dondequiera que haya hombres que creen y rezan. Sin duda que una curación necesaria en apariencia no es siempre lo más provechoso para el enfermo y para los suyos. Los designios de Dios siguen siendo impenetrables para nosotros, y sólo nos serán revelados plenamente en la luz de la eternidad. Pero si, al contrario, la curación deseada entra en el plan de Dios, aunque exigiese uno o diez milagros, se realizará por la oración de Aquella a la que se lo has confiado todo. Tus fuerzas agotadas, después de varios meses de impotencia, se rehacen inopinadamente, y te hacen capaz de una suma de trabajo inesperada… Y si un mal tuviese que continuar afligiéndote, por los adorables designios de Dios y por motivos insondables para ti, experimentarás ciertamente que la Santísima Virgen dispondrá las cosas de tal modo que sientas su presencia materna y su preciosísima asistencia. Sus delicadezas maternas te ayudarán a llevar tu cruz con valentía y alegría, y a santificar esta prueba tan preciosa para tu alma.
Tarde o temprano, es absolutamente inevitable, nos encontraremos con la muerte en nuestro camino. Ahora te arrebata repentinamente a un padre o a una madre amadísimos, después de años de cuidados incesantes y afectuosos por parte tuya. O arranca a tu ternura a uno de tus hijos en la flor de su edad. O se lleva de tu lado a un esposo, a una esposa, después de largos años de fidelidad y de caridad mutuas. ¡La muerte causa frecuentemente heridas tan profundas, realmente incurables, a nuestro pobre corazón humano!
¡Cómo se las ingenia nuestra divina Madre para suavizarnos todos estos sacrificios! Ella no impone esta pesada cruz sobre tus hombros sino con mil precauciones. Ordinariamente serán las circunstancias mismas de esta muerte, iluminada, por decirlo así, con la sonrisa de María. O será la presencia inopinada de un sacerdote venerado y amado junto al lecho de la agonía. O tal vez sea el hecho de que la partida del ser querido tiene lugar en un sábado o en un día de fiesta de Nuestra Señora. O será un sentimiento indefinible de paz, casi de felicidad, de que te llenará la partida del ser llorado. ¿Qué sé yo? Ella tiene mil modos de endulzarnos el desgarramiento de estas separaciones, de hacernos sentir su presencia, y de mostrarse especialmente entonces como la Consoladora de los afligidos.
Una decisión de por vida
A veces tenemos que atravesar y soportar dificultades graves de otro tipo; por ejemplo, para los padres y sobre todo para el hijo mismo, la elección de un estado de vida. ¿Qué debo elegir: la vida en el mundo o la vida exclusivamente al servicio de Dios como sacerdote, como misionero, como religioso o religiosa?… Y cuando este problema haya quedado resuelto de manera general, se planteará esta otra pregunta: ¿A quién tender la mano para compartir mi vida? ¿Qué Orden o Congregación debo elegir? O también: ¿A qué trabajo he de dedicar mis fuerzas en la sociedad? Y de manera general: ¿Qué camino debo seguir para no poner en juego mi destino eterno, y cómo conseguirlo de manera más perfecta? Otras tantas preguntas a las que a veces es muy difícil contestar incluso para un sacerdote, un director de alma u otros consejeros designados para el caso. Y, sin embargo, es importantísimo, absolutamente necesario, tener una respuesta clara a estos interrogantes: de ella dependerá en gran parte nuestra felicidad en este mundo y en el otro.
Pues bien, para ti mismo o para tus hijos, dirígete con la fe más completa a Nuestra Señora del Buen Consejo. El medio infalible para recibir la luz y claridad que te permita discernir tu camino, y la fortaleza y el ánimo para seguirlo, será este: encomendar cada día con gran fervor a tu Madre del cielo este asunto de tanta importancia. Por los medios más diversos, una palabra del confesor, una página que cae ante tus ojos, un atractivo muy neto hacia lo que debe hacerte feliz, un concurso providencial de circunstancias, un incidente mínimo en apariencia, tu divina Directora te señalará lo que se espera de ti. Y aunque se crucen en tu camino mil obstáculos aparentemente insuperables, llegarás a término: pues los obstáculos irán cayendo, o tendrás tú la energía necesaria para superarlos, a fin de poder realizar tu ideal. Cientos de veces en mi vida he visto cómo sucedían así las cosas en muchas almas cuyo porvenir me interesaba especialmente. He conocido jóvenes que, de buena fe y en su inexperiencia de la vida, habían elegido un camino equivocado, y que a causa de su confianza en Nuestra Señora y de su pertenencia a esta divina Madre, pudieron finalmente reconocer su error, volver sobre sus pasos y encontrar el camino que debía conducirlos a la verdadera felicidad. ¡Cuántas vocaciones religiosas hemos visto realizarse de la manera más inverosímil, cuando faltaba la salud necesaria, o los padres se negaban obstinadamente a dar su consentimiento, u otras dificultades graves parecían impedir definitivamente la entrada en religión; y todas esas dificultades se desvanecieron con la intervención de Nuestra Señora!
Tentación y pecado
Lo que muchas veces ensombrece nuestra vida es la lucha que debemos librar contra la tentación y la seducción, o contra la mala conducta de quienes nos son queridos. En esos casos no hay que olvidar que la Santísima Virgen es el Auxilio de los Cristianos y el Refugio de los pecadores.
La tentación no es pecado. Bien soportada es incluso una fuente de mérito y progreso. Quien vence sosegadamente una tentación contra la castidad es más puro que antes, y por eso mismo ha progresado en la bella virtud. Los mismos Santos fueron el blanco de gravísimas tentaciones.
Sin embargo, la lucha puede hacerse temible y desesperada en ciertos momentos. Las olas de la seducción pueden elevarse y agitarse de tal modo, que amenazan con tragarse la navecilla de tu alma y enviarla a los abismos. El desencadenamiento de las pasiones y de los instintos inferiores obnubila el espíritu, paraliza la voluntad y te quita la clara visión y la neta conciencia de lo que está bien o mal, de lo que es noble o degradante, honor o vergüenza… Hay horas en que parece que ninguna consideración humana ni energía natural pueda detener, sobre todo a la juventud, de caer en el abismo, hacia el que lo atraen seductoras sirenas…
Entonces es difícil rezar, casi imposible en apariencia… ¡Y sin embargo hay que hacerlo! Debes aferrarte desesperadamente a tu Madre divina y gritarle tu estado de miseria y de peligro: «¡Madre, sálvame, que me pierdo!… ¡Muestra que eres mi Madre!… ¡Rápido, ven en mi socorro, o estoy perdido!». ¡Cuántas veces ha venido ya en tu ayuda! ¡Cuántas veces le has debido a Ella el haber conservado el más precioso de los tesoros! ¡Cuántas veces Ella ha imperado a la borrasca de la seducción: Silencio, y a las olas de la tentación: Calma! ¡Cuántas veces Ella te ha sugerido el pensamiento liberador, o ha fortalecido tu voluntad y blindado tu corazón! ¡Cuántas veces te ha enviado socorro por medio de circunstancias exteriores, cerrado tus ojos tal vez a una tentación cuya gravedad excepcional no sospechaste sino más tarde, mucho más tarde!
Y si alguna vez el esclavo de amor de Nuestra Señora —porque también él es hombre, y por lo tanto débil y pecador—, tal vez después de una larga lucha, hiciese mal uso de su voluntad consagrada a María, dando el sí tanto tiempo negado, y tendiendo la mano hacia el fruto prohibido, vaya inmediatamente y sin tardar a su Madre y Señora, humilde y sencillamente, con toda confianza, sin dejarse llevar por el desaliento; que la dulce Reina del cielo no lo rechazará, no lo despedirá. Ella hará oír tal vez en el fondo del corazón palabras dulces de reproche, mas no desdeñará a su hijo culpable pero arrepentido, y no le negará el beso del perdón… Ella conducirá a Jesús esta alma contrita y humillada; Ella le hará recuperar la amistad del Salvador y ayudará a esta alma a empeñarse con nuevo ardor en el trabajo de su santificación, tan tristemente interrumpido. Por Ella el pecado mismo se le convertirá en ocasión de progreso. Con sus manos maternas e industriosas Ella limpiará y reparará la túnica nupcial de su hijo, tan bien que ninguna mirada será capaz de descubrir en ella ninguna mancha ni la menor desgarradura.
O tal vez estás cargando con la pesada cruz de que uno de tus parientes abandonó el buen camino, ofende a Dios y contrista indeciblemente a los suyos, se entrega a la bebida o al vicio, descuida sus deberes más sagrados y pisotea la fe y la religión de su infancia. Has rezado y suplicado instantemente y con lágrimas; has exhortado, amenazado, castigado. ¡De nada sirvió! ¿No habrá ninguna salida, ninguna esperanza?
A todos los que lloran la mala conducta de seres queridos, querríamos gritarles: ¡Animo, confianza! ¡Sigan rezando a María, que es también la Madre de los pecadores; sigan confiándole esta alma desviada y culpable! Sigue santificando tu alma y tu vida por la piedad y las buenas obras, doblemente: por ti mismo y para expiar los pecados de aquellos a quienes amas. Dejamos aquí deliberadamente de lado toda consideración especulativa sobre la infalibilidad de las oraciones ofrecidas por los demás, y decimos: ¡Tarde o temprano serás escuchado! Es posible que Dios retrase la conversión, tal vez durante mucho tiempo, para que tu propia vida sea más pura y fervorosa. Esta alma volverá al bien, a Dios, aunque fuese en el último minuto. Un día la Madre del Buen Pastor volverá a traer la oveja perdida al Corazón de Dios y al tuyo.
No hay un solo sacerdote con experiencia de las almas, que no pueda contar algún rasgo conmovedor de la incomparable bondad y del poder irresistible de la Madre de misericordia.
Sufrimiento de alma
Hay otros sufrimientos y pruebas que son mucho más dolorosos que las que acabamos de recordar. Al lado de las enfermedades del cuerpo, hay otras espirituales, que hacen sufrir mucho más que las primeras. Una de estas enfermedades es el escrúpulo, en que no se distingue ya netamente la voz de la conciencia, de la verdadera conciencia, de un temor vago e instintivo, sin fundamento serio, de haber pecado. Esta conciencia desequilibrada considera como crímenes abominables faltas ligeras o incluso acciones perfectamente inofensivas. Es evidente que puede tratarse de verdaderos tormentos, tanto más graves cuando que otras personas son incapaces de comprender semejante estado de alma.
También aquí la devoción a la Santísima Virgen, y sobre todo la santa esclavitud de amor, será a menudo un remedio radical, según la promesa formal de Montfort . Más de una vez hemos visto realizarse por este medio curaciones completas y rápidas, o al menos producirse tal mejoramiento que el mal se hacía soportable y no constituía ya como antes un obstáculo insuperable para el progreso espiritual.
Las almas que, por voluntad de Dios, se sienten llamadas a un grado especial de perfección, y que, por consiguiente, le son más queridas, mucho más queridas que las demás, a menudo son probadas, purificadas y realmente torturadas por El de manera misteriosa y terrible. Estas almas se sienten abandonadas de Dios. Les parece que el Señor no muestra ya por ellas más que horror y aversión, y que las rechaza lejos de Sí con odio y desprecio; que no pueden esperar en esta tierra otra cosa más que la maldición divina, y después de esta vida el tormento eterno del infierno. Esta tortura puede ser una prueba pasajera; pero bastante a menudo constituye un martirio que dura años, y a veces la vida entera.
La Madre de los hombres, la tierna Madre de las almas, ha sido establecida por Dios, como lo asegura Montfort , para suavizar la espantosa amargura de esta prueba, para asegurar a las almas contra el desaliento y la desesperación, o incluso para liberarlas totalmente de esta espantosa obsesión. San Francisco de Sales sufrió este tormento a la edad de 17 años. Todo se le presentaba sombrío, y se consideraba perdido para siempre. Un día acude al altar de Nuestra Señora, se echa a sus pies, y sollozando implora su misericordia. De repente se siente liberado. Sus dudas han desaparecido. Una paz muy dulce se difunde en su alma. Ha quedado curado para siempre del terrible mal.
«
Queridos lectores, también nosotros podemos ser, tarde o temprano, víctimas de alguna de las pruebas que acabamos de describir. Incluso es posible que, si estamos llamados a un cierto grado de santidad y a una cierta riqueza de apostolado, tengamos que sufrirlas todas a la vez.
El camino de la vida se convierte a veces en un vía crucis, a lo largo del cual, quebrantados en cuanto al cuerpo, hemos de arrastrar la cruz de nuestros sufrimientos morales hasta el momento y el lugar que verá consumarse nuestro sacrificio. ¡Por amor de Dios!, tengamos el cuidado de que a nuestro vía crucis no le falte la cuarta estación: el encuentro, en la confianza y el amor, con María, la santísima Madre de Jesús. El beso de su afección materna nos dará, como al mismo Jesús, nuevas fuerzas para llevar valientemente nuestra cruz hasta la cumbre del Calvario.
Y si nuestra vida se asemejase algún día a las últimas horas de Cristo en la Cruz, cuando desgarrado, torturado, lleno de fiebre, sediento, aborrecido y maldecido por sus enemigos, traicionado y abandonado por los suyos, se siente rechazado incluso por su Padre y deja escapar la desgarradora queja: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?»; acordémonos entonces de que el Padre, que había privado a la divina Víctima de todo consuelo, le dejó la lenitiva presencia de su Madre amante, fiel y tan plenamente comprensiva del gran misterio… A nuestra humilde y ardiente oración la santísima Madre de Jesús, que es la nuestra, con incomparable afecto montará también una guardia fiel al pie de nuestra cruz, para que hasta el fin nos entreguemos con entero abandono a la crucificante pero amorosa voluntad del Padre, para nuestra perfección y santificación personal, y también para la irresistible conquista de las almas para el reino de amor de Cristo y de María.