lunes, 8 de septiembre de 2008

Marta y María también en el cielo



Marta y María también en el cielo
Acabamos de mostrar cómo Nuestra Señora, en la tierra, unió la vida activa a la vida contemplativa, siendo a la vez Marta y María.
¿Será Ella a la vez Marta y María también en el cielo?
María
Por sentado que Ella es María. Ya se han levantado los velos, se han disipado las nieblas, se han dispersado las nubes: Ella contempla en plena gloria al Sol de justicia, la faz adorable y amable de la Divinidad, como ninguna otra creatura, y con una mirada que nunca desfallece. Y porque su vida fue inefablemente más santa, su gracia inmensamente más rica y sus méritos incomparablemente más preciosos, su contemplación supera de lejos en claridad, profundidad e intensidad la mirada de los santos y de los ángeles. No intentaremos describir lo que es esta mirada, y por lo mismo lo que es este amor, esta posesión, este bienaventurado gozo de Dios. Si es cierto que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que le aman» , ¿qué habrá preparado para su Madre, su Hija, su Esposa, su Inmaculada, su Perfecta, su Amada, su Unica?… .
Y en el gran silencio imperturbado de la eternidad Ella escucha con encanto el Verbo único del Padre, que contiene toda riqueza de lenguaje y todo esplendor de armonía; Ella escucha los coloquios sublimes de las Personas divinas y los himnos de amor que se cantan mutuamente.
¿Marta también?
¿Podría Ella seguir siendo Marta allá arriba? Incontestablemente que sí, hasta el último día, del modo que vamos a decir. Todavía no ha llegado el tiempo de descansar del todo. Todas sus potencias y energías están al servicio de los que la Escritura llama «reliqui de semine eius, los demás de su descendencia»; en otras palabras, al servicio de sus demás hijos, que son los hermanos y hermanas, no, los miembros de Cristo… De este modo Ella sigue sirviendo siempre a Cristo, su Hijo único.
Y no sólo en el sentido de que sus manos están incesantemente levantadas por nosotros al Padre, intercediendo continuamente aun por el más indigno de sus hijos: para eso, como la Iglesia nos lo enseña, Ella subió al cielo. Sino de otros modos…
Madre de la inmensa familia de las almas, de la que Dios es Padre, Ella dirige su incontable descendencia de almas, en la luz y con el poder de Dios, y sin que por eso se alteren en lo más mínimo la paz y bienaventuranza de su alma. Ella destina a cada alma las gracias de que puede tener necesidad en las circunstancias presentes, y de común acuerdo con Cristo, elabora el plan de nuestra santificación y de nuestra felicidad eterna hasta en sus mínimos detalles. Como instrumento de la Providencia divina, Ella concierta y dispone los acontecimientos de este mundo para el bienestar de sus innumerables hijos, y eso tanto en los sucesos más importantes y formidables, como en los más pequeños hechos cotidianos, los más insignificantes en apariencia.
Generala de los ejércitos de Dios, Ella conduce la batalla contra Satán, contra el Anticristo y sus satélites, con un odio implacable, una fortaleza invencible y una perspicacia incomparable; Ella dirige, protege, sostiene y defiende a sus hijos en este combate, ganando sin cesar nuevas victorias para la Iglesia de Dios, y realizando cada vez nuevas conquistas para ella.
Rosa mística, Ella siembra a manos llenas las rosas de la gracia en el camino de sus hijos. Estas rosas espirituales todos los santos, y entre ellos Santa Teresita del Niño Jesús —como lo expresa tan elocuentemente el conjunto que corona el altar mayor en la capilla del Carmelo de Lisieux— deben recibirlas de sus manos antes de enviarlas a la tierra. Mil veces mejor que la graciosa Santa, tan popular en el pueblo cristiano, Ella pasa su cielo haciendo bien en la tierra.
Rut infatigable, Ella recoge cuidadosamente, una por una, las espigas preciosas que tal vez escaparon a las miradas del más perspicaz e infatigable cosechador de almas; mas Ella recoge también por gavillas el grano escogido para asegurarlo en los graneros del Padre celestial.
Así será hasta el fin… hasta que las puertas del infierno se cierren tras el último condenado, y Satán sea encerrado definitivamente en su antro infernal; hasta que el último grano de trigo haya entrado en los graneros de María; hasta que su última oveja haya sido conducida a sus pies; hasta que se cuente y complete el número de los hijos de la Mujer, que por toda la eternidad han de contemplar la faz de Dios y proclamar su gloria… Entonces, y sólo entonces, con Jesús y todos sus demás hijos, podrá Ella descansar enteramente en los abismos de luz y felicidad de la santísima Esencia de Dios.
Ora et labora
¡Este es nuestro Modelo!
«Ora et labora… Orar y trabajar», este es el lema de los verdaderos cristianos y de los verdaderos esclavos de María, que quieren seguir su ejemplo a toda costa.
Debemos trabajar sobre el modelo de Nuestra Señora. No podemos ser perezosos, comer nuestro pan en la ociosidad, malgastar nuestra vida y nuestras fuerzas en futilidades y en una holgazanería deplorable. Trabajemos, pues, de buena gana y valientemente. Si no tuviésemos ocupaciones en razón de nuestro deber de estado, busquémoslas o creémoslas. Y este trabajo, ya sea intelectual, ya manual, de instrucción o de educación, misión de sacerdote o apostolado seglar, cumplámoslo seria y concienzudamente, como nuestra misma Madre, para santificación de cada cual, y también para la nuestra propia. Como hijos y esclavos de amor de Nuestro Señor, debemos evitar toda negligencia y cobardía en el cumplimiento de nuestra labor de cada día.
Trabajemos, sí, pero no por vanidad, no por búsqueda de ganancia alguna, ni por pura actividad natural, sino por deber y sobre todo, como María misma, siempre por Jesús y por Dios. Es conocido el precepto de San Pablo: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Renovemos a menudo esta pura intención de la gloria de Dios. Repitamos frecuentemente: «¡Todo por Jesús y María! ¡Todo por ti, mi buena Madre! ¡Todo por amor tuyo, Dios mío!». Sobre todo no nos olvidemos de ofrecer cada mañana nuestra jornada a Dios por María, mediante la renovación de nuestra total Consagración. Viviendo así por las intenciones de la Santísima Virgen, trabajaremos del modo más eficaz para mayor gloria de Dios.
Así seremos, a ejemplo de nuestra Madre, Martas al servicio del Señor. Pero debemos aún más, a imitación suya, ser Marías, esto es, almas de oración. Por nuestros asuntos y nuestro trabajo, por nuestras distracciones y recreos, por nuestras preocupaciones y desvelos, por la inquietud de mil futilidades de la vida, no hemos de dejarnos apartar de la preocupación de lo único que importa en definitiva: nuestra salvación y el servicio de Dios. Busquemos ante todo el reino de Dios en nosotros y alrededor nuestro, persuadidos de que todo lo demás nos será dado por añadidura. Nuestra vida entera ha de estar impregnada de oración. Comencemos y acabemos con ella cada una de nuestras jornadas. Un verdadero hijo y esclavo de María inscribe en su programa cotidiano, en la medida en que pueda, la santa Misa y la Comunión, la meditación y el Rosario, la visita al Santísimo Sacramento, el examen de conciencia y un poco de lectura espiritual. Seamos fieles a estos ejercicios de piedad y no los dejemos de lado por naderías. Sobre todo, cuidemos estos ejercicios, no haciéndolos precipitadamente, sino con el más profundo recogimiento, con fervor de voluntad… No olvidemos luego comenzar y acabar nuestras comidas y nuestras acciones principales con la señal de la cruz y la oración. Tratemos de cumplir nuestras acciones en espíritu de oración y recogimiento, y unirnos frecuentemente a Jesús y a María por medio de oraciones jaculatorias. Ejerzámonos especialmente en pensar frecuentemente en nuestra divina Madre, en saludarla, en invocarla, en consagrarnos a Ella, a fin de que Ella nos ayude a vivir en presencia del Señor.
Vivir de este modo en la oración y el trabajo por el Señor es la mejor parte que podamos elegir en la tierra, y por la que se nos dará en el cielo, como recompensa, una parte aún mejor, la contemplación cara a cara y la posesión bienaventurada de Dios, parte que no nos será quitada jamás ni por nadie.