lunes, 8 de septiembre de 2008

¿Cómo obedecer?



¿Cómo obedecer?
En el espíritu de nuestra santa esclavitud de amor, para depender de Nuestra Señora, para reconocer y respetar su autoridad, debemos y queremos someternos a las «potestades superiores», obedecer a toda autoridad legítima, espiritual o temporal.
Será útil ahora examinar de qué cualidades debe estar revestida esta obediencia.
Ante todo y por encima de todo ha de ser sobrenatural. En nuestros superiores no hemos de ver a nadie más que a Jesús y a María; en la autoridad reconoceremos y respetaremos su poder, y en quienes están revestidos de ella serviremos a «Cristo Señor» y a María, nuestra Reina. En nuestra dependencia no entrarán en línea de cuenta sus buenas o malas cualidades. No obedeceremos porque quien manda sea un hombre bueno, amable, virtuoso; ni nos apartaremos de este espíritu de sumisión porque el detentor de la autoridad no nos sea simpático, o esté lleno de defectos, reales o supuestos, o sea incluso culpable de verdaderas malas acciones.
En este punto hemos de prestar toda nuestra atención.
Hay mucha gente, incluso «buenos» cristianos, que obedecen por simpatía natural, por estima personal, por afecto y amistad para con quien está revestido de la autoridad. ¿Qué pasará? Que cuando se sustituyan las personas en las funciones de que se trata, se le negará al nuevo titular esta estima y afecto, con razón o sin ella; todo cambiará, y no quedará ninguna huella de la dependencia escrupulosa que hasta entonces se le manifestaba.
Seremos feligreses dependientes y dóciles cuando el pastor de nuestra parroquia sea realmente a nuestro gusto, tal vez un amigo de la casa; pero feligreses detestables y ariscos, si su sucesor no logra conseguir nuestra aprobación. No, eso no es obediencia sobrenatural, digna de un cristiano y de un esclavo de amor. Igualmente, no hemos de elegir a un confesor y serle dóciles, porque se encuentre revestido de ciertas cualidades humanas atractivas.
No hemos de obedecer para agradar a los hombres. «Si todavía tratara de agradar a los hombres», dice San Pablo, «ya no sería esclavo de Cristo» . Si aceptamos depender de alguien por las cualidades humanas que tiene, o nos negamos a ello por sus defectos humanos, estamos aún muy lejos de la obediencia sobrenatural, tal como Jesús y María la desean y esperan de nosotros.
Nuestra obediencia ha de ser además una obediencia total y universal, es decir, querremos depender de la autoridad legítima siempre y en todas partes. No distingamos entre prescripciones estables y consejos pasajeros, entre mandamientos importantes y puntos de valor secundario, a no ser para cumplir los primeros aún con más celo y fidelidad. No, todo lo que viene de la autoridad, todo lo que nos es prescrito o aconsejado, será para nosotros precioso y sagrado. Esta es la manera de obrar de Jesús, cuando dice: «Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo se cumpla» .
Y no seamos como tanta gente, como tantos cristianos por desgracia, que se someten con fervor mientras la autoridad se amolda a su manera de ver las cosas, mientras el obispo se conforma a sus miras, mientras el confesor se pliega a su parecer, pero que obran según sus caprichos, no hacen caso ni de decisiones ni de directivas de la autoridad, cuando estas no son a su gusto. Eso es sencillamente hacer siempre la voluntad propia, concuerde o no con la autoridad de Dios. Esclavos de amor de la Santísima Virgen, sepamos obedecer cuando la autoridad no comparta nuestros modos de ver, cuando tome medidas desagradables para nosotros, cuando pida tal vez duros sacrificios. Sólo hay un caso en que podemos y debemos negar nuestra sumisión a las autoridades humanas, sean las que sean: cuando lo que nos fuere impuesto o pedido estuviese en evidente contradicción con la ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia; entonces, y sólo entonces, tendríamos el derecho y el deber de oponer a estas exigencias un irreductible: «Non possumus!… ¡Es imposible!».
La dependencia respecto de nuestros superiores debe ser también sencilla y alegre. Ante todo, no debemos lamentar tener que obedecer. Es para nuestro propio provecho. Y luego, no debemos enfurruñarnos ni poner mala cara cuando las decisiones de la autoridad no son según nuestras conveniencias. Son las decisiones de Jesús y de María, han sido tomadas por su autoridad: eso basta para reprimir todo descontento voluntario y aceptarlo todo con una sonrisa. A veces se nos tiene que señalar nuestras faltas y defectos. A veces hemos de recibir —y nos es muy provechoso— un reproche, una reprimenda. Es posible que estas reprensiones no sean hechas siempre con el tacto deseado, que esta corrección no nos sea administrada según las exigencias de la dulzura y de la caridad. Es posible también que a veces se nos hagan reproches inmerecidos. En medio de todo esto permanezcamos calmos, apacibles, y alegremente sumisos. Prestemos más atención a la autoridad de que nos vienen estos reproches, que a la manera como nos son hechos. No se lo tengamos en cuenta a nuestros superiores, y no conservemos para con ellos ningún resentimiento, ninguna amargura. Continuemos acudiendo a ellos sencillamente, cordialmente, como si no tuviésemos que recibir de ellos más que cumplidos, porque en ellos seguimos viendo, amando y respetando el poder de Jesús y de su dulcísima Madre. De este modo es bastante fácil seguir el consejo de San Pedro: «Sed sumisos, con todo respeto, a vuestros dueños, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los severos» .
San Luis María de Montfort, que practicaba en sí mismo las austeridades más espantosas, no dio a sus hijos una regla demasiado exigente en materia de penitencia corporal: tres días de abstinencia y un día de ayuno por semana, eso es todo. Pero sobre el punto de la obediencia, su regla es severa. El espíritu que impone a sus hijos y a sus hijas es un espíritu muy marcado de dependencia y sumisión. Quien no se apropie de este espíritu no puede ser su verdadero discípulo. Por su palabra y por su ejemplo, nuestro Padre de Montfort nos enseñó no sólo a practicar la dependencia donde ella se impone, sino también a buscar realmente la obediencia y la sumisión.
Queridos esclavos de Jesús y de María, tratad de apropiaros este espíritu de Montfort. Sed no sólo sumisos a las prescripciones imperativas de la autoridad, sino también dóciles a sus menores deseos. Tratad incluso de adivinar esos deseos. Procurad obedecer de veras: procurad depender de vuestras autoridades respectivas en todas vuestras empresas, tanto interiores como exteriores. Es lo que hacía Montfort, aferrándose, por ejemplo, a la dirección del Padre Leschassier, cuando este trataba justamente de deshacerse de él por todos los medios. Es lo que hizo el mismo Jesús, que, no debiendo como Hijo de Dios obediencia a ningún hombre, voluntariamente «se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz…».
Tenemos que decir algo en particular —lo haremos en el próximo capítulo— sobre una cualidad especialmente difícil de la obediencia realmente sobrenatural.
Mientras tanto, ¿por qué no tomaríamos el propósito de aplicarnos particularmente a esta obediencia hermosa, preciosa y ennoblecedora a toda autoridad, para depender de nuestra buena y amable Madre y Señora, María?
En la persona de nuestros superiores en todos los campos, obedezcamos a Jesús y a María; obedezcamos prontamente, totalmente, sencillamente, alegremente.
La Escritura promete toda clase de recompensas al hombre obediente.
Acordémonos de esta: si con una conveniente obediencia sabemos humillarnos, como recompensa seremos ensalzados: ensalzados con rápidos progresos de alma, ensalzados con una fecundidad de apostolado maravillosa.