lunes, 8 de septiembre de 2008

Madre del amor hermoso



Madre del amor hermoso
Después de Cristo, María es nuestro modelo universal: un modelo apropiadísimo, un modelo de todas las virtudes y para todas las circunstancias de nuestra vida.
Ya la hemos estudiado como ejemplar en nuestra actitud de dependencia total hacia Dios, de glorificación fiel y de unión estrechísima con El. También en nuestros lazos con Cristo, el Hombre-Dios, Ella es para nosotros un modelo precioso y encantador.
El Evangelio de la caridad
Nuestras relaciones con los hombres, con nuestro «prójimo», llenan gran parte de nuestra existencia y son importantísimas por más de un motivo. Jesús determinó con una orden clarísima cuáles deben ser, de modo general, estas relaciones: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» .
Cuando se estudia el Evangelio de cerca, uno se sorprende de la importancia que Jesús concede a este precepto, de la insistencia con que nos recomienda el cumplimiento de este deber, y de la multiplicidad de motivos que invoca para determinarnos a cumplirlo.
Es un mandamiento, el segundo, que El vincula al primero, el principal, y al que pone por decirlo así en el mismo rango: «El segundo mandamiento es semejante al primero…» .
Jesús parece tener una verdadera predilección por este precepto, al que llama «su» mandamiento, esto es, su precepto preferido: «Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como Yo os he amado» . Se trata de un «mandamiento nuevo» , aunque ya existiese bajo la Antigua Ley; y, por lo tanto, un precepto que El ratifica con su propia autoridad divina y humana. Esta será, y no otra, la señal por la que nos reconocerá como discípulos suyos, «si nos amamos unos a otros» .
Jesús emplea, por decirlo así, estratagemas divinas para determinarnos a cultivar su mandamiento. Seremos tratados por El exactamente del mismo modo como nosotros hayamos tratado a nuestro prójimo: «No juzguéis, para no ser juzgados —nos dice—; no condenéis, para no ser condenados… Dad y se os dará, pues con la medida con que midáis se os medirá… Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» . Al contrario, uno de los discípulos de Jesús nos afirma que «un juicio sin misericordia está reservado para quien no haya usado de misericordia» .
Jesús va más lejos aún en su insistencia sobre este punto. Considera como hecho a El mismo todo lo que se hace a los suyos . Y eso no es un ardid sublime y conmovedor y una sustitución arbitraria: su afirmación se basa en la indudable y tan consoladora doctrina de la unidad de la cabeza y de los miembros en el Cuerpo místico de Cristo.
Y todos estos temas maravillosos el Artista supremo los condensa en el stretto, en el tema final de la fuga grandiosa de la historia de la humanidad. En el juicio final seremos juzgados únicamente, al parecer, sobre el modo como habremos practicado la caridad: «Venid, benditos de mi Padre… Pues cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis… Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno… Pues cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» .
Nunca meditaremos lo suficiente todas estas palabras, repetidas sin cesar por los apóstoles y comentadas por ellos de mil maneras. Debemos preguntarnos frecuentemente si tenemos la señal de los verdaderos discípulos de Cristo, y si cumplimos realmente este importantísimo precepto de su Corazón amantísimo.
María, Madre y Modelo de la caridad
La dulce Virgen María es la Madre y el tipo admirable de la hermosa caridad cristiana. El Amor del Corazón de Jesús hacia los hombres, y más especialmente hacia los niños, los pobres, los desheredados y los pecadores, lo encontraremos de nuevo, con mil matices conmovedores de ternura femenina, de condescendencia y de solicitud maternas, en el dulcísimo Corazón de María. Y es que Ella no es más que el eco y el reflejo suavizado de la infinita Perfección, que dijo y repitió a menudo: «Como el Padre me amó, Yo también os he amado a vosotros» . Y San Juan afirma que, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» .
Nadie pondrá en duda que la Santísima Virgen ama a las almas con un amor tan fuerte y tierno, que supera el afecto de todas las madres juntas.
Los hombres son para Ella las copias vivas y las obras maestras de Dios, y no puede hacer otra cosa que amar la semejanza viva y la obra de su Dios. Además, las almas llevan en sí mismas la vida misma de Dios, la gracia, y son los templos vivos del Altísimo, en los que El se digna morar, o al menos son llamadas a eso; todo lo cual atrae sobre las almas la dilección y ternura respetuosa de María. Su amor por nosotros es un amor materno, y realmente el mismo amor que tiene a Jesús. Somos sus hijos por la vida divina que Ella nos comunica, y la maternidad, en la misma medida de su perfección, exige y comporta el amor. Siendo así las cosas, ¿quién podrá medir la profundidad, la fuerza y la ternura del amor de María por las almas, puesto que en suma esta caridad debe responder a una maternidad «divina», ya que es causa de la vida divina en nosotros?
Y su caridad por nosotros es su amor por Jesús, lo cual determina también la intensidad y ternura de este amor. A nosotros la doctrina del Cuerpo místico nos parece a veces un hermoso sueño, una encantadora metáfora. Para María es una viva realidad. Ella realmente reconoce y ama a Jesús en nosotros. Sólo al oír pronunciar el nombre de Jesús, su alma se conmueve. A la vista de la semejanza de Jesús en sus miembros sagrados, todas sus potencias de amor se concentran sobre aquel que para Ella es otro Jesús, Jesús mismo.
A ejemplo de nuestra Madre
Madre amadísima, a ejemplo y según el precepto de Jesús, pero también a imitación tuya, queremos amar a los hombres.
Amarlos como Ella. Volveremos a hablar más en detalle de las cualidades de este amor. Por el momento nos detenemos en este pensamiento: debemos amar a los hombres con caridad sobrenatural, por motivos sobrenaturales, con el mismo Sagrado Corazón de Jesús y el dulcísimo Corazón de María.
Esta hermosa frase, de que nos hemos de amar unos a otros, produce un sonido extraño en nuestro mundo frío, duro y egoísta.
No debemos sólo cultivar la afección natural que se experimenta con los propios parientes, amigos y bienhechores. Sí, debemos hacerlo, pero con una afección sobreelevada, sobrenaturalizada, alimentada a cada instante con el pensamiento de que Dios, Jesús y María así lo desean, y practicada según su ley y su ejemplo.
Debemos amar a todos los hombres, también a los extranjeros, a nuestros enemigos, a quienes naturalmente nos dejan indiferentes o no se ven libres de nuestros reproches.
Debemos amar a nuestro prójimo. Todos saben lo que esto significa. Esta caridad no puede ser puramente negativa. No basta no molestar a nadie, no causarle ningún daño, no hacerle mal alguno. Debemos amar positivamente a nuestros semejantes, es decir, quererles y hacerles bien cuando se presente la ocasión, porque tal es la definición del amor: «velle bonum». Podemos hacerlo al menos por la oración, diciendo con nuestra divina Madre y con Jesús mismo: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas…». El Padrenuestro es predicación y práctica de la caridad cristiana. Y eso puede decirse de casi todas las oraciones oficiales de la Iglesia.
Lo que importa sobre todo es que nuestra caridad sea sobrenatural. Lo será si amamos según el ejemplo de nuestra Madre. Ella repite las palabras de Jesús: «Amaos los unos a los otros como Jesús os ha amado». Debemos amar a nuestro prójimo, no a causa de un exterior atractivo, no por los dones y talentos naturales que tiene, y por su carácter alegre y agradable; debemos amarlo, no sólo por pertenecer a la misma nación, a la misma familia, a la misma patria; sino que, juntamente con Nuestra Señora, hemos de amar a los hombres sobre todo en cuanto hijos de Dios, miembros de Cristo, hijos de la Santísima Virgen. No sólo hemos de amar al prójimo como hermanastro o hermanastra, sino como hijo del mismo Padre, Dios, y de la misma Madre, María.
Este último pensamiento, sin duda, facilitará y fortalecerá en nosotros el ejercicio y práctica de la caridad.
El ejemplo de la Santísima Virgen y la ayuda poderosa de su gracia nos conducirán al cumplimiento perfecto del precepto de que San Pablo dice: «El que ama al prójimo, ha cumplido la ley» .
XIICaridad que soporta y perdona
Como hemos dicho, la caridad con el prójimo ocupa un lugar predominante en la doctrina de Cristo. Nuestra Señora participa singularmente del amor profundo e inconmensurable de su Hijo Jesús por las almas. Queremos copiar cuidadosamente este doble Modelo y amar a nuestro prójimo con caridad sobrenatural, en Dios y por Dios.
El ejemplo de nuestra divina Madre nos enseñará también las cualidades de que debe estar revestida esta caridad. Muy especialmente nos hará perdonarlo y soportarlo todo; pero también será dadivosa y generosa, amable y atenta.
Nada es más conmovedor en la historia de la vida y pasión de Jesús que escucharlo murmurar estas palabras, en el mismo momento en que sus verdugos cumplían con su horrible trabajo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» .
Tampoco la Santísima Virgen, a la vista de las torturas indecibles infligidas a su Jesús, se dejó llevar por la ira, ni colmó a los culpables de sus maldiciones maternas, ni siquiera a los verdaderos y principales culpables en este drama del Calvario. Ella se mantuvo estrechamente unida a Jesús, ofreciendo juntamente con El sus propios sufrimientos y sobre todo los terribles dolores de su Hijo, como Corredentora por la salvación y felicidad de los hombres, incluidos los verdugos de Jesús, y repitió con El las divinas palabras: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen».
A Juan, el discípulo amado, que a pesar de esta predilección también había abandonado cobardemente a su Maestro y Amigo, y a Pedro, que además lo había negado vergonzosamente, Ella no les dirigió palabras de reproche, ni los rechazó lejos de sí, ni siquiera por algunas horas al menos, como castigo mil veces merecido; no, sino que con indecible bondad los acogió enseguida y los alentó a servir a Jesús con más fidelidad y amor que antes. Y si Judas, el traidor, el que mayor culpabilidad tenía en esta sangrienta tragedia, hubiese venido a Ella para manifestarle su pesar y desesperación por el crimen que acababa de cometer, Ella hubiese impuesto silencio a su Corazón materno y estampado en su frente ardiente, en nombre de Jesús mismo, el beso del perdón…
Con ternura materna y delicadeza admirable, Ella, la Inmaculada, admitió en su entorno a la pecadora arrepentida, María Magdalena, que sin duda le fue confiada por Jesús mismo para una purificación más completa y la formación de esta alma tan ricamente dotada.
María es y sigue siendo de este modo la Madre de misericordia y, a causa de esto, el refugio de los pecadores. Y no hay un solo pecador en el mundo, por muy metido que esté en el fango del vicio, por muy obstinado en el mal que se muestre, por muy cargado que esté de todos los crímenes del mundo, que a su primera invocación, a su primera señal de pesar y arrepentimiento, Ella no esté dispuesta a acoger, a abrirle sus brazos maternos, a apretarlo contra su Corazón y volverlo a conducir al Corazón de Jesús, su amadísimo Hijo.
Y cuando el alma no se deja llevar a estos extremos, ¡qué buena y caritativa, qué paciente y longánima se muestra con todas nuestras debilidades y miserias!
Es que, sin duda alguna, Ella es la Mujer fuerte que ha de conducirnos a la conformidad con Cristo crucificado. Y Montfort nos recuerda que «Ella reprende a sus hijos como caritativa Madre cuando faltan; y, algunas veces, hasta los castiga, amorosamente» ; pero todo esto es obra de una caridad inagotable e indestructible. Su paciencia y su bondad no tienen límites. Ella es la Mediadora de todas las gracias. Todas las gracias actuales son muestras de la benevolencia y de las directivas e inspiraciones de María, después de serlo de Dios y de Cristo. ¡Cuántas veces por día Ella nos presenta sus gracias y nos invita a la mortificación, al recogimiento, a la abnegación, al empleo útil de nuestro tiempo, al espíritu de oración, a la caridad! Y ¡qué a menudo nosotros nos hacemos los sordos a sus exhortaciones, no concedemos ninguna atención a sus llamamientos, o resistimos de propósito deliberado a sus invitaciones maternas! ¡Y Ella vuelve cada día, cien veces por día, a presentarnos sus tesoros de gracias y suplicarnos que escuchemos sus consejos maternos! No hay cobardía ni negligencia de nuestra parte capaz de impedir que Ella cumpla con su misión materna, y que nos rodee con su ternura llena de solicitud.
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Esta debe ser también, a ejemplo de la Santísima Virgen, nuestra caridad: una caridad que lo perdona y lo soporta todo. San Pablo nos lo enseña en su ditirambo espléndido sobre la caridad fraterna: «La caridad es paciente, es servicial…; no se irrita, no toma en cuenta el mal…; todo lo excusa…, todo lo soporta» .
Esta ley del soporte mutuo es muy importante, porque las lagunas en este punto nos conducen a un número incalculable de imperfecciones, o más bien nos establecen en un estado habitual de imperfección, ya que este deber se impone casi continuamente a nosotros. Jesús, al inculcarnos este precepto, recuerda un fenómeno psicológico que nos hace muy difícil este soporte. Y es que vemos claramente los defectos del prójimo, que frecuentemente agrandamos, mientras que no somos conscientes de nuestras imperfecciones personales, a menudo mucho más graves. Eso nos pasa a todos. Haz la prueba con tus parientes y conocidos: para cada uno de ellos tendrás enseguida una etiqueta poco halagadora. Este es charlatán, aquel es curioso, descortés, arrebatado, perezoso y otras cosas. Pero cuando llegas a ti mismo, ya no te queda para ti ninguna de estas etiquetas: ¡ya las has distribuido todas! Y va sin decir que en cada constatación de este género añadimos para nosotros: «¡Yo no soy así…!». ¡Nos hacemos creer tan fácilmente que, en comparación con los demás, no tenemos defectos… o tan pocos!…
Frente a esta suficiencia pongamos la afirmación de Jesús, que en cierta medida se aplica a cada uno de nosotros: «¿Cómo miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano: "Deja que te saque la brizna del ojo", teniendo la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano» .
Acordémonos frecuentemente de este ejemplo de la viga y la brizna de paja. Es el caso de todos nosotros. Y que esto nos haga humildes y tolerantes según el espíritu de nuestra divina Madre, María.
San Pablo, que a las especulaciones dogmáticas más sublimes une un sentido muy profundo y justo de la ascética más definida, vuelve a menudo sobre el cumplimiento de este deber: «Os exhorto… a que viváis de manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» . Y en otra parte insiste de nuevo: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» . Tratar a nuestros semejantes con bondad, dulzura y humildad, incluso en sus faltas y lagunas, es tener el espíritu de la Santísima Virgen; y llevados por él, hemos de seguir siendo pacientes y longánimos durante semanas, meses y años enteros, porque aquellos con quienes vivimos siguen cediendo a las mismas debilidades, a los mismos defectos.
Nos cuesta comprender esta lección, y aducimos mil razones para no tener que aplicarla en nuestra vida. Usamos como pretexto especialmente la extrañeza inverosímil de la conducta de algunos de nuestros semejantes. Es cierto que algunas personas pueden ser demasiado caprichosas, arrebatadas, susceptibles, versátiles, pueriles, pródigas, a veces malvadas, vengativas y crueles… Una vez más, la lista de las miserias humanas que frecuentamos, y que por desgracia llevamos también con nosotros, es interminable. Pero dejemos bien claro en nuestro espíritu que todos estos defectos, sin ninguna excepción, están incluidos en la ley del soporte mutuo, reclamado por la vida cristiana y mariana.
También es cierto que podemos y debemos practicar la corrección fraterna, y señalar al prójimo, en el momento propicio y con bondad y dulzura, sus yerros y defectos. Pero si estos avisos llegasen a ser inútiles —y así sucederá nueve veces de cada diez—, tendremos que evitar a pesar de todo los reproches, la dureza, la impaciencia y la amargura. Tratemos de ser bondadosos con los caracteres difíciles, humildes con los hombres inflados y orgullosos, calmos y dulces con los violentos, y mantengámonos en esta actitud cristiana, aunque el prójimo se obstine en sus errores y defectos. Esta es la voluntad de Cristo y el deseo y el espíritu de la dulce, clemente, misericordiosa, humilde y amabilísima Virgen María.
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Soportar y perdonar.
Es la ley que Jesús quiso inscribir en nuestra oración cotidiana, para que no la olvidáramos y nos sintiéramos obligados a cumplirla: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».
Muchos cristianos están en falta sobre este punto.
Es indudable que hay que distinguir entre el perdón concedido por la voluntad y el sentimiento de aversión instintivo y de rencor involuntario, del que no somos dueños. Si no cedemos conscientemente a estos sentimientos, y nos esforzamos por vencerlos y apartarlos, no habremos dejado de cumplir nuestro deber de caridad que perdona.
Y que no se diga: «No puedo perdonar. Me es algo absolutamente imposible». No podemos olvidar siempre las cosas, aunque podemos evitar el repliegue voluntario de nuestros pensamientos sobre la pena o injusticia sufridas. Pero siempre podremos perdonar: para eso basta un acto enérgico de la voluntad, que siempre podemos realizar a pesar de la repugnancia y repulsión instintivas. A este perdón de voluntad estamos estrictamente obligados.
Y debemos perdonarlo todo: todo lo que se hizo contra nosotros: burlas, desprecios, injusticias, calumnias, malos tratos, el mismo atentado contra la propia vida…; y también todo lo que, de algún modo, se haya hecho contra nuestra familia, nuestros amigos, nuestra patria. Ningún pretexto puede dispensarnos de esta obligación.
Pecamos cuando alimentamos voluntariamente sentimientos de odio contra nuestros enemigos, cuando nos alegramos por sus desgracias, cuando nos negamos a darles las muestras de educación y caridad que normalmente se exhiben con todo prójimo, cuando intentamos vengarnos dañándolos en sus bienes, en su reputación, en su salud o en sus empresas.
Hijos y esclavos de amor de la Santísima Virgen, según el precepto de Cristo y el ejemplo heroico de nuestro Padre de Montfort, amemos a nuestros enemigos, recemos por ellos, hagámosle bien: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis… No devolváis a nadie mal por mal… En lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, vivid en paz con todos los hombres. No toméis la justicia por cuenta vuestra, queridos míos, sino dejad lugar a la cólera… Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber… No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» . Estimamos, según la sabiduría humana, que vengarse es una muestra de fortaleza; pero en realidad somos vencidos entonces por el mal. Los santos, Jesús y María ante todo, fueron vencedores del mal por su bondad y caridad.
En todas las circunstancias, tanto las más graves como las menos importantes, debemos inspirarnos de estos principios. Montfort, a este respecto, fue un ejemplo magnífico de heroísmo. Exigió de sus hijos actos que se inspiren de estos sentimientos; pues nos prescribe en nuestra regla rezar especialmente por quienes nos hayan hecho alguna injuria notable, y ello durante nueve días.
Sea nuestro propósito, a ejemplo de nuestro Padre y en el espíritu de Jesús y de su divina Madre, tener delicadezas especiales para con quienes nos entristecen o nos caen antipáticos.
Eso no es ni cobardía, ni hipocresía, ni falta de lealtad o rectitud. Es sencillamente sabiduría según Dios, aunque sea, es cierto, locura según el mundo. Es ver el fondo de las cosas: es ver al alma redimida por la Sangre de Cristo y las lágrimas de María; es apreciar en su justo valor la vida divina que está en esas almas, o que al menos se les ofrece y destina; es ser verdaderamente cristiano, consagrado a María y discípulo de Montfort.
XIIICaridad donadora y generosa
La caridad de Nuestra Señora por los hombres es también caridad donadora, caridad que se sacrifica.
El amor verdadero es un amor que da. Cuando se ama realmente se da, se da mucho y de buena gana, y un gran amor hace darlo todo con alegría y sin excepción. Y sólo el amor da, como observa muy psicológicamente Santo Tomás. El amor humano muy a menudo se preocupara sólo por gozar, y no es por lo tanto un amor verdadero, sino más bien un egoísmo camuflado; lo cual hace decir que para muchos esposos el matrimonio es «un egoísmo de dos».
No es así el amor que nuestra Madre nos tiene a nosotros: es un amor que da.
Ella nos da todo lo que se llama gracia: todo lo que la humanidad tiene de vida, de actividad, de facultades y bienes sobrenaturales, y todos los bienes naturales en la medida en que se encuentran vinculados con lo sobrenatural, se lo debemos a Ella después de Dios.
¿Qué nos dio Ella? Su vida, su tiempo, su trabajo, su oración, sus méritos, sus lágrimas, sus sufrimientos, su muerte; toda su vida, sobre todo desde la Encarnación de Jesús en su seno, porque Ella lo ofreció todo por la redención y santificación de los hombres, y porque todo en su vida tuvo un valor redentor, meritorio y satisfactorio, igual que toda la existencia de Jesús, y no sólo su Pasión y muerte, tenía un poder de redención y santificación para el mundo.
¿Qué nos dio Ella? A Jesús mismo, y «con El todas las cosas». San Juan constata con admiración y emoción: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» . Nuestra Señora hizo lo mismo. Su consentimiento, por libre voluntad de Dios, era indispensable tanto para la venida de Cristo a este mundo como para su partida, tanto para su concepción como para su muerte. Este fiat Ella lo dijo por sumisión amorosa a las voluntades de Dios, y también por piedad y caridad con el pobre mundo de los hombres.
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Pero dar para Ella es también ceder, privarse, sufrir. «Ella no perdonó a su propia alma», como canta la Iglesia agradecida; Ella sacrificó a su Hijo en un dolor inexpresable. A Abraham le pidió Dios sacrificar a su hijo Isaac, para asegurarle una descendencia innumerable. Para dar la vida divina a innumerables hijos adoptivos, la Madre de los dolores debió entregar a su Hijo a sufrimientos indecibles y a una muerte espantosa. Y la espada de dolor, que atravesó su dulce alma durante la sangrienta Pasión de su Hijo, Ella la llevó de hecho en su corazón desde la sombría profecía de Simeón en el Templo; sí, desde el mismo momento en que se convirtió en Madre del Mesías.
Jesús, antes de dejarnos, nos enseñó que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» . Señor, Tú sabes que hay una excepción a esta regla. Cuando tu Madre te entregó a las torturas y a la muerte, Ella nos dio una prueba más preciosa de su tiernísima caridad que si Ella misma hubiese soportado el martirio más cruel; y es que tu vida le era infinitamente más preciosa que su propia vida, y Ella habría preferido mil veces sufrir todos tus sufrimientos, antes que tener que aceptar que Tú los soportases, y eso bajo su propia mirada.
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María da por caridad, lo da todo sin excepción y sin reserva, y lo da frecuentemente a costa de sí misma.
Eso se resalta claramente en una hermosa narración evangélica.
El Arcángel le ha traído el gran Mensaje, y por su humilde fiat Ella se ha convertido en Madre del Hijo de Dios; El es ahora su Hijo, su niñito, a quien lleva en su Corazón con amorosa adoración…
No es difícil comprender que, más que nunca a partir de este instante, Ella no tiene más que un solo atractivo: callarse, ocultarse, estar sola con El en el silencio y el amor…
Pero por Gabriel Ella se ha enterado de que su parienta ya entrada en años, Isabel, también va a ser madre, y que por lo tanto está precisando de sus servicios, o al menos estos pueden serle muy útiles. Además, bajo la influencia de Jesús, Ella presiente que tendrá que cumplir allí una misión más elevada, que hay allí almas que la esperan, porque Ella lleva a Jesús…
Por eso Ella no duda. Sus preferencias personales no cuentan para nada. Ella no retrocede tampoco ante las dificultades y fatigas inherentes a semejante viaje por país montañoso. «Abiit in montana cum festinatione»… Con prontitud Ella se pone en camino para cumplir su misión de caridad, y sobre todo para ser el Copón vivo que llevará Jesús a las almas que aspiran a El…
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Hijos y esclavos de amor de la Santísima Virgen, ¡qué magnífico ejemplo para nosotros!
Debemos amar a nuestro prójimo, a todos los hombres, con una caridad que lo perdona y soporta todo, pero también con un amor de generosidad y de sacrificio.
Retengamos bien esto: amar no es recibir ni ser mimado; amar es dar, darse, sacrificarse.
A ejemplo de Jesús y de su dulce Madre queremos dar, de ahora en adelante, con caridad sobrenatural.
De manera delicada y generosa, demos a los pobres e indigentes pan, vestidos, dinero, de modo que jamás ninguno de ellos abandone nuestra morada sin ayuda o sin consuelo. Más vale aún, tal vez, dar a las instituciones caritativas cristianas, que pueden aliviar las miserias de modo más eficaz y con mayor discernimiento.
En la medida de nuestras posibilidades, visitemos y cuidemos a los enfermos, sobre todo a los más abandonados, y tratemos de levantar, con palabras delicadas y cordiales, el ánimo de quienes se encuentran abatidos y probados.
Demos al prójimo algo de nuestros bienes, de nuestro tiempo, de nuestras fuerzas. Démosle también nuestra oración, nuestra amistad, la caridad de nuestro corazón, que son bienes mucho más preciosos que los bienes materiales.
¡Qué consolador es para nosotros, esclavos de amor de la Santísima Virgen, escuchar a nuestro Padre de Montfort decirnos que nuestra Consagración a María nos hace practicar la caridad de manera eminente, puesto que damos a la Santísima Virgen todo el valor comunicable de nuestras oraciones y buenas obras, dejándole pleno y entero derecho de disponer de todo ello en favor de nuestro prójimo, tanto en la tierra como en el Purgatorio!
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Tratemos de dar Jesús y María a las almas. Eso quiere decir que hemos de ser apóstoles, formar parte de organizaciones de acción católica y de apostolado sobrenatural recomendadas por la Iglesia, y saber aprovechar ávidamente toda ocasión de conquista para Cristo y su divina Madre. Es cierto que antes hemos de trabajar en nuestra formación personal, pero también debemos esforzarnos por conducir otras almas a Dios, a Cristo, a Nuestra Señora, y eso será asegurarles los bienes más preciosos.
Un hijo y esclavo de María debe ser apóstol. San Luis María de Montfort asigna como uno de los efectos maravillosos de la práctica fiel de su excelente Devoción a María una «fe valiente, que nos hará emprender y llevar a término, sin vacilar, grandes cosas por Dios y la salvación de las almas» .
Nuestra época es la del apostolado seglar, que no sólo es útil, sino también necesario para la salvación de la humanidad.
Prometamos, por amor a Dios y a Nuestra Señora, ser apóstoles en nuestro entorno, en nuestra parroquia, en una esfera aún más extensa si nos es posible.
Eso será llevar Jesús a las almas.
Y Jesús por María. Demos María a las almas, pues Ella lleva siempre consigo a Jesús. Seamos los apóstoles de la devoción mariana bajo todas sus formas: el Rosario, el Angelus, los primeros sábados, la consagración mariana, etc. Seámoslo sobre todo de la Devoción mariana bajo su forma más perfecta y elevada: la santa esclavitud. Divulguemos para esto la revista que es el único órgano de este movimiento mariano más rico. Propaguemos los escritos de nuestro Padre de Montfort, y los libros y folletos compuestos en este mismo espíritu. ¿Montfort no nos dice que «un buen siervo y esclavo de María no debe permanecer ocioso, sino que es preciso que, apoyado en su protección, emprenda y realice grandes cosas para esta augusta Soberana»; y que «es preciso atraer a todo el mundo, si se puede, a su servicio y a esta verdadera y sólida Devoción»? .
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Todo esto sólo puede hacerse a costa de nosotros mismos.
Demos a los pobres, a las misiones, a las buenas obras, sobre todo a las obras marianas, incluso cuando esto exija imponernos algunas restricciones. Debemos consolar y alentar a los demás, incluso cuando nosotros mismos tengamos necesidad de ser consolados. Asistamos a los enfermos y a los desgraciados, incluso cuando esto nos repugne y nos obligue a vencernos.
No hagamos apostolado, como a veces se practica, a modo de deporte o de pasatiempo. Cuando Su Santidad Pío XII, en su alocución del 13 de mayo de 1946 a 600.000 peregrinos de Fátima, les hacía notar que se habían enrolado en la cruzada por el reino de María, les recordaba también que habían prometido esforzarse por que la Santísima Virgen fuese más ardientemente conocida, honrada y servida en las almas, en las familias y en la sociedad.
Así hemos de comprender el apostolado, que queremos ejercer cueste lo que cueste. Para eso venzamos nuestra timidez y nuestras repugnancias, sepamos imponernos sacrificios y fatigas; bajo una sabia dirección, y a imitación de nuestro Padre de Montfort, vayamos hasta el final, gastémonos del todo, muramos si es preciso en esta misión por las almas, para el reino de Dios por el reino de María.
San Juan escribe: «El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» .
Así practicó Jesús la caridad; y también su divina Madre, al sacrificar la vida de su Hijo, que le era infinitamente más preciosa que la suya propia.
Nuestro Padre de Montfort arriesgó su vida, y cuántas veces, por sus semejantes, por su bien corporal o de alma; dio realmente su vida por las almas, pues por ellas torturó su pobre cuerpo y por ellas se mató trabajando.
¡Ojalá nuestra caridad, con la ayuda de Nuestra Señora y a imitación suya, se eleve a tal altura que estemos dispuestos a darlo todo, a sacrificarlo todo, incluso nuestra propia vida, por la salvación y santificación del mundo, por el reino de amor de nuestra divina Madre, por el triunfo de la causa de Dios!
XIVCaridad delicada y atenta
Según el precepto de Cristo y el ejemplo de su divina Madre, nuestra caridad con el prójimo debe ser una caridad sobrenatural y donadora, una caridad que lo perdona y soporta todo.
El valor de nuestra caridad puede realzarse considerablemente por la manera de cumplir estos deberes caritativos. Por eso tenemos que señalar aún una cualidad del amor materno de María por las almas, que es su coronación y su flor, la flor encantadora y odorífera de la caridad cristiana: la delicadeza, la amabilidad atenta en el ejercicio de esta bellísima virtud.
Nuestra Señora era en la tierra, por su sencillez, una aparición encantadora. Ella atraía irresistiblemente por la dulzura de su carácter, la amenidad de sus modales, la amabilidad de su trato y la dulce sonrisa que nunca abandonaba su rostro.
Su incomparable delicadeza y su servicial bondad se deducen claramente de un hecho evangélico, en el que Ella jugó un papel decisivo y que nos ha sido conservado por San Juan, cuyos escritos han enriquecido nuestros conocimientos marianos sobre otros muchos puntos.
El hecho sucede en Caná, no lejos de Nazaret . Se celebraban unas bodas, en las que, como dice el Evangelio, estaba presente la Madre de Jesús, y a las que fue invitado también Jesús con sus discípulos. No se sabe por qué causa, pero muy rápido el vino llegó a faltar. La Madre de Jesús se da cuenta del aprieto de sus anfitriones. Con una oración implícita hace saber el apuro a su Hijo por estas sencillas palabras, que lo dicen todo: «No tienen vino».
Jesús, a primera vista, parece rechazar el pedido implícito de su Madre con palabras de sentido un poco oscuro para nosotros, y añade: «Aún no ha llegado mi hora».
María no se desconcierta por este rechazo aparente. «Haced lo que El os diga», ordena a los servidores del festín. Y, en efecto, algunos minutos más tarde Jesús transforma en excelente vino el agua de que estaban llenas seis grandes tinajas de piedra, que estaban allí para servir para las purificaciones.
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Muchas consideraciones se imponen a nosotros ante la narración de este prodigio. Al contarnos esta intervención decisiva de la Santísima Virgen en este episodio tan importante de la vida de Jesús, San Juan quiso subrayar el irresistible poder de la oración de Nuestra Señora y su universal intervención para obtener maravillas del poder y de la bondad divinas.
Jesús parece negarse al principio; pero no es más que para mostrar aún mejor la fe y la confianza de su Madre amadísima.
Tenemos aquí una prueba palpable del maravilloso ascendiente que Dios ha querido conceder sobre su Corazón a Aquella que es su Madre y Esposa espiritual. Nada puede resistir a su oración, ni en el cielo ni en la tierra… La palabra de San Bernardo nos viene aquí a la memoria: «¡Al imperio de Dios todo se somete, incluso la Virgen; y al imperio de la Virgen todo se somete, incluso Dios!». Ella es realmente la Omnipotencia suplicante.
¡Qué considerable es que Dios haya atribuido a la Santísima Virgen una intervención tan decisiva en la realización del primer milagro de Cristo, por el que El inaugura su vida pública, manifiesta su gloria por vez primera, y se gana definitivamente a sus primeros discípulos!
Por sus méritos y sus oraciones María había obtenido la Encarnación y adelantado la hora de la venida del Hijo de Dios a este mundo. Por las mismas oraciones y la misma santidad Ella adelanta ahora la manifestación de Jesús al mundo, pues «su hora aún no había llegado».
Durante toda su vida oculta Jesús vive unido a su Madre y le es obediente y sumiso. Volvemos a encontrar esta unión y una cierta dependencia de María al umbral de su vida pública, que por eso mismo queda totalmente marcada de un sello mariano.
María sabía que su Jesús, en su amor inmenso hacia Ella, no iba a negarle nada. Por eso, a pesar de todas las apariencias contrarias, Ella dice tranquilamente a los servidores: «Haced lo que El os diga». Ella no sabe exactamente qué va a suceder, pero está firmemente convencida de que algo sucederá, que su deseo se verá cumplido, y que sus protegidos serán sacados del aprieto.
Constatación de gran importancia, que aunque no se refiera al fin principal que aquí intentamos, debíamos subrayar a causa de su valor excepcional desde el punto de vista mariano.
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Hemos referido este hecho sobre todo para resaltar en la Santísima Virgen, que es nuestro Modelo también en este punto, la delicadeza atenta de su caridad.
Es probable que no fuera necesario hacerle saber que se dejaba sentir la falta de vino. Con tacto, esta delicadeza que es propia de ciertas personas y que la Santísima Virgen poseía al más alto grado, Ella adivinó sin duda el aprieto de quienes la habían invitado. Todo esto no es inverosímil.
Pero lo que en todo caso parece cierto, es que no se pidió su intervención para remediar esta situación. ¿Qué podía hacer Ella? Jesús aún no había hecho ningún milagro. Nadie podía sospechar que El podía, a su gusto, alterar las leyes de la naturaleza. Sólo María, juntamente con el mismo Jesús, conocía este poder.
Así pues, por sí misma, sin que nadie se lo pidiese, por bondad de alma, por compasión por el aprieto de sus anfitriones, Ella intervino ante su Hijo, y alcanzó de su Corazón un milagro, el primero que haya realizado.
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Esta debe ser también, a ejemplo de Jesús y de su Madre, nuestra propia caridad: amable, atenta, delicada.
Debemos ayudarnos unos a otros, hacernos favores mutuamente, pero no de manera huraña, con palabras duras, enfurruñándose, refunfuñando, visiblemente a regañadientes.
Para hacer un favor no esperemos a que nos los pidan, y menos aún a que nos insistan y supliquen. Si no, perdemos el cincuenta por ciento, y más, del mérito del favor hecho. Estemos dispuestos a socorrer al prójimo a la primera señal, al primer pedido; más aún, adelantémonos a los deseos de los demás, buscando la ocasión para complacernos unos a otros, «honore invicem prævenientes», dice San Pablo; por respeto a nuestra dignidad de hijos de Dios y de la Santísima Virgen, seamos atentos unos con otros… Seamos afables, sabiendo también hacer un favor desagradable de manera amable, con una sonrisa. Cuando algunos cristianos hacen algún favor, se diría que se les hace uno a ellos, por la buena gana con que lo hacen. Y en el fondo es así. Pues «mayor felicidad hay en dar que en recibir», dice el Señor . Y quien hace un favor por un motivo sobrenatural gana con esto mucho más que aquel a quien se hace este favor…
La vida en las familias, y también en ciertos conventos, es a veces poco agradable, incluso dura. ¡Qué hermosa y soleada sería esta misma vida, si todos nos ejerciéramos en tratarnos amablemente unos a otros, en complacernos y mostrarnos mutuamente buenos modales! «¡Qué bueno y dulce es habitar los hermanos todos juntos!» , canta el Salmista. Bajo la mirada y con los alientos de nuestra Madre, ayudemos a realizar este ideal en la familia natural o religiosa de que formamos parte.
Se habla a veces del «apostolado de la sonrisa». Es cierto que las personas habitualmente sonrientes ejercen una misteriosa fuerza de atracción. Cuesta más que a las demás resistirles o negarles algo.
Hay personas que tienen esta amabilidad y afabilidad por naturaleza. Que se sirvan de ellas para bien y dicha de sus semejantes. En todo caso, esforcémonos por ser, mediante una bondad amable y una alegría dulce, el buen olor de Jesús y de María.
Quien quiere hacer apostolado, sobre todo mariano, debe ejercerse en este trato afable, en estos modales atractivos, siempre con espíritu sobrenatural, a fin de atraer a todo el mundo al servicio de amor de la Reina, y por Ella al de Cristo y de Dios, que es Caridad.