lunes, 8 de septiembre de 2008

A Jesús por María



A Jesús por María
La base y el punto de partida de la vida mariana en el espíritu del Padre de Montfort consiste en la donación total y definitiva de sí mismo a la Santísima Virgen, y por Ella a Jesús. Debemos subrayar ahora este último punto.
Se ha visto de todo. ¿No se ha dicho y escrito, después de la Consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, que el movimiento mariano montfortano no tenía nada que ver con este acontecimiento, que la Consagración de San Luis María no se dirigía a la Santísima Virgen, sino a Jesús? No vamos a contestar extensamente a semejantes aserciones. Hay que estar voluntariamente ciego para no ver la evidencia misma. El solo texto de la Consagración del Padre de Montfort basta ampliamente para convencernos de ello.
Más frecuentemente se presenta la siguiente objeción: «Quiero ser y soy de Cristo, de Dios. ¿Cómo y por qué darme a María? Esta Consagración a María, ¿no impide o daña acaso la orientación obligatoria de nuestra alma hacia Cristo, hacia Dios?».
En el último volumen de esta serie trataremos ex profeso esta cuestión. Recordaremos entonces la doctrina y daremos indicaciones lo suficientemente detalladas para la práctica. En la presente explicación de la Consagración misma nos tenemos que limitar a explicaciones más breves; sin embargo, esperamos que ilustrarán suficientemente que tanto en la Consagración como en la vida de dependencia y de unión que es su consecuencia, siempre se concede fielmente a Dios y a Cristo el primer lugar, y que aplicamos aquí leal y plenamente la gran divisa cristiana, universalmente aceptada: A Jesús por María.
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Notemos ante todo que nuestra Consagración se hace a Jesús, a Jesús y a María, a Jesús por María. Los testimonios de San Luis María de Montfort sobre este punto son tan formales como numerosos.
En el «Tratado de la Verdadera Devoción» nos dice: «Cuando más un alma esté consagrada a María, tanto más lo estará a Jesucristo… Esta devoción consiste, pues, en darse por entero a la Santísima Virgen, para ser enteramente de Jesucristo por Ella… Se sigue de ello que uno se consagra al mismo tiempo a la Santísima Virgen y a Jesucristo; a la Santísima Virgen, como al medio perfecto que Jesucristo ha elegido para unirse a nosotros y unirnos a El; y a Nuestro Señor como a nuestro último fin, al cual debemos todo lo que somos, como a nuestro Redentor y a nuestro Dios» .
Y en «El Secreto de María» formula una afirmación tan clara como categórica: «[Esta devoción] consiste en darse enteramente, en calidad de esclavo, a María y a Jesús por Ella» .
No hace falta decir que el texto mismo de la Consagración es aquí el argumento decisivo. En él se lee: «Me doy por entero a Jesucristo, la Sabiduría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento todos los días de mi vida. Y a fin de serle más fiel de lo que le he sido hasta aquí, os elijo hoy, ¡oh María!, en presencia de toda la corte celestial, por Madre y Dueña mía. Os entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y exteriores, y aun el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y futuras».
Por lo tanto, nos damos a Jesús y a María, en orden principal a Cristo como a nuestro fin último, secundariamente a la Santísima Virgen, que es nuestro camino inmaculado y perfecto para ir a Cristo y a Dios. Y de este modo nos adaptamos totalmente al plan redentor de Dios, libremente decidido por El, que exige que en el orden sobrenatural lo tengamos todo, absolutamente todo, por Jesús y por María: por Jesús como causa principal de todo ser y de todo obrar en el orden de la gracia, y también de María, causa subordinada pero universal, de la Encarnación, de la Redención, de la Santificación y de la gracia.
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A algunas personas les parece extraño, cuando no imposible, pertenecer a la vez a Jesús y a su santísima Madre. Se trata de una dificultad aparente, que no resiste a la reflexión seria. Los mismos objetos, los mismos muebles, el mismo dinero, la misma casa pertenecen al marido y a la esposa, al padre y a la madre en nuestros hogares cristianos, que se funden habitualmente en comunidad de bienes. Nada se opone a esta posesión en común, que no comporta ninguna dificultad cuando la armonía y la paz reinan en el matrimonio. De modo parecido, no hay el menor inconveniente ni la menor dificultad en que pertenezcamos simultáneamente a Jesús y a María, que viven en una unidad inmutable de alma, de amor y de voluntad.
Así lo comprendieron y practicaron —y esto debe tranquilizar a las almas escrupulosas en la materia— los apóstoles y los privilegiados del divino Corazón de Jesús. El Padre Mateo, incomparable apóstol contemporáneo del Rey de Amor, es esclavo de Nuestra Señora. Y lo es, «porque sé que al pasar por María amo más a Jesús; le doy un gusto inmenso, me adapto a sus designios providenciales, y centuplico el pobre valor de mi ofrecimiento. Realzo el valor de mi holocausto ofrecido sin cesar en el altar del Corazón de María, mi Reina, mi Mediadora y mi Madre» . Y Santa Margarita María misma, cuya vida puede presentarse verdaderamente como la personificación del «Per Mariam ad Jesum», declara en un magnífico Acto de Consagración: «Santísima, amabilísima y gloriosísima Virgen, Madre de Dios y nuestra querida Madre, Maestra y Abogada, a quien nos hemos dado y consagrado enteramente, gloriándonos de perteneceros en calidad de hijas, siervas y esclavas en el tiempo y para la eternidad: de común acuerdo nos echamos a vuestros pies para renovar los compromisos de nuestra fidelidad y esclavitud hacia Vos, y suplicaros que en calidad de cosas vuestras nos ofrezcáis, dediquéis, consagréis e inmoléis al Sagrado Corazón del adorable Jesús, con todo lo que hagamos o suframos, sin reservarnos nada» .
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En nuestra consagración, pues, se respeta y se realiza plenamente nuestra pertenencia a Jesús. En la vida de unión, que tratamos de llevar como consecuencia de esta donación, el Maestro conserva plenamente el lugar único que le corresponde en nuestra vida. Hemos dicho que en una publicación ulterior volveremos más extensamente sobre el tema. Nos limitamos aquí a algunos pensamientos rápidos para tranquilizar a las personas temerosas de que la vida mariana perjudique su vida de intimidad con Cristo, con la Santísima Trinidad que vive y habita en su alma.
Vivimos nuestra consagración por medio de las prácticas interiores: «Hacer todas las acciones por María, con María, en María y para María». Pero nuestro Padre nos hace observar que es «a fin de hacerlas más perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo» .
El verdadero esclavo de María no vive solamente en dependencia y unión con la Santísima Virgen, sino sobre todo en dependencia y unión con Jesús. Por regla general —pueden haber excepciones por atractivos de gracia— el esclavo de amor de Nuestra Señora vive su vida explícitamente con Jesús y con su Madre, con Jesús por María.
Recordemos además que no sólo la verdadera Devoción puede y debe ir acompañada de la vida de unión con Cristo, sino también que por los actos directos de amor y de veneración a la Santísima Virgen honramos, amamos y servimos al adorable Jesús, nuestro Salvador y Señor.
En efecto, somos los esclavos de amor de Nuestra Señora, porque Jesús mismo nos ha dado el ejemplo acabado de esta vida de pertenencia y dependencia.
Somos también los esclavos de amor de la Reina, y queremos vivir como tales, porque creemos que así respetamos del mejor modo posible la voluntad de Cristo Dios, que ha querido que su Madre desempeñe un papel tan grande en todas sus obras de gracia.
Somos los esclavos voluntarios de Nuestra Señora, porque estamos convencidos de que este es el camino más corto, más seguro y más perfecto para llegar a la unión divina: «Si, pues, establecemos nosotros la sólida devoción a la Santísima Virgen, no es sino para establecer más perfectamente la de Jesucristo, no es sino para dar un medio fácil y seguro para encontrar a Jesucristo… Esta devoción nos es necesaria para encontrar a Jesucristo perfectamente, amarlo tiernamente y servirlo fielmente» .
Finalmente, y sobre todo, todo acto de amor y de respeto para con la Santísima Virgen es forzosamente, para quien conoce la doctrina cristiana, un homenaje de amor y de veneración para con Jesucristo. Pues honramos y amamos a Nuestra Señora ante todo en cuanto que Ella es la Madre de Jesús, la Madre de Dios, y luego en cuanto que es llena de gracia, es decir, llena de la vida de Jesús, en quien Ella se encuentra transformada mucho más que San Pablo o que cualquier otro santo: ya no es Ella la que vive, sino que Cristo es quien vive en Ella.
Por eso Montfort tiene razón de escribir: «Nunca se honra más a Jesucristo que cuando se honra más a la Santísima Virgen» .
Resumiendo, nuestra Consagración es una donación a Jesús por María; nuestra vida es una vida de unión con Jesús y con María. Lejos de ser un obstáculo para la intimidad con Cristo, la vida mariana es, al contrario, el mejor medio para llegar a ella.
Dulce Madre de Cristo, revélanos a tu Jesús, haz que lo amemos y vivamos de El. Y con ello prueba a todos el valor inefable del secreto de gracia que nos has revelado.
Adorabilísimo y amabilísimo Jesús, haznos participar de tu incomparable amor a tu Madre, de tu vida de dulcísima intimidad y dependencia para con Ella, a fin de que toda nuestra vida sea la realización de la gran y amada divisa: ¡A Jesús por María!