lunes, 8 de septiembre de 2008

“Mi alma glorifica al Señor”



"Mi alma glorifica al Señor"
Todo viene de Dios: lo que somos y lo que tenemos, lo que podemos y lo que hacemos. Y así, todo es de El. Del modo más radical, El es nuestro Señor y Dueño: «Ego Dominus». Por consiguiente, debemos vivir sin cesar en la dependencia activa y pasiva más absoluta para con El: hacer u omitir lo que El manda o prohibe, desea o desaconseja. Y, además, dejarlo disponer libremente de nosotros y de lo nuestro, y aceptar con amor sus divinas decisiones.
La Santísima Virgen comprendió y practicó todo esto del modo más perfecto. Como vimos en nuestro último capítulo, Ella lo manifiesta por su palabra de consentimiento al gran Mensaje que el Arcángel le trae en nombre de Dios: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra».
«
Pero si todo viene de Dios, y si por consiguiente El es su soberano Señor y Dueño, todo debe ser también para Dios. No tengo derecho a cosechar verduras en la huerta de mi vecino, ni de recoger fruta en un árbol que pertenece a otros. «Res fructificat Domino», proclama el Derecho: cada cosa debe fructificar y aprovechar a su dueño, y a nadie más.
Todo viene de Dios, y así todo es para Dios. Todas las creaturas, en resumidas cuentas, tienen a Dios por fin. No su ventaja, ni su provecho, pues no podríamos aportarle ni aumentarle nada —El es infinitamente perfecto—; sino su gloria, su glorificación. Dios no podría aniquilarse a Sí mismo, ni producir una creatura, o causar un acontecimiento, que no estuviesen orientados en definitiva a su gloria, que no estuviesen ordenados a ser una manifestación de su grandeza, de su belleza, de su amor; y el hecho de que las creaturas razonables reconozcan y alaben esta manifestación de sus perfecciones, constituye su glorificación o su gloria externa.
Es cierto que las obras de Dios, también en el orden de la finalidad, están relacionadas y subordinadas unas a otras: Dios quiere este ser o este acontecimiento con miras a este otro ser, a este otro acontecimiento. Pero finalmente, también en este orden de cosas, todo debe remontarse hasta El; pues El, y sólo El, es el fin último y supremo de toda creatura.
Debemos reconocer y respetar este orden esencial e inmutable. Es cierto que podemos apuntar a fines más inmediatos y subordinados, pero nunca de modo que sea imposible orientar estos fines inferiores hacia Aquel que es la suprema razón de ser de todo lo que existe y de todo lo que sucede. Debemos vivir en la disposición habitual de reducirlo todo en última instancia a Dios como a nuestro Fin supremo, y la perfección exige que lo hagamos frecuentemente, del modo más formal y explícito.
En los peldaños de la escalera de nuestra vida pueden establecerse diversas creaturas y múltiples intereses; pero en el extremo de esta escalera no hay lugar sino para Dios, y solo Dios.
Aun el amor legítimo y bien entendido de nosotros mismos debe reducirse finalmente a Dios; el mismo deseo y esperanza de nuestra perfección y de nuestra felicidad personales deben ser llevados por este río de oro del amor divino, que finalmente todo lo arrastra hacia El.
«
¡Qué admirablemente comprendió nuestra divina Madre estas relaciones esenciales de la creatura con el Creador! ¡Y cómo debe sonreír desde el cielo escuchando nuestros balbuceos de niño sobre este punto!
Un momento de su vida es particularmente instructivo, convincente y realmente revelador en este orden de cosas.
Hace pocos días, tal vez pocas horas, que se ha convertido en Madre de Dios. En un espíritu de caridad y de apostolado, Ella se arranca del atractivo casi irresistible de estar a solas con El, y se pone en camino hacia un país montañoso. Después de un viaje largo y fatigoso, llega a casa de su santa prima, de edad ya avanzada. Ella, la Madre de Dios, saluda la primera. Su palabra obra al modo de un sacramento. Apenas la ha pronunciado cuando el futuro Precursor es purificado del pecado original y santificado en el seno de su madre, y con estremecimientos de alegría la hace partícipe de estas maravillas. La misma Isabel, al escuchar el saludo de María, queda llena del Espíritu Santo y exclama transportada: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno! Y ¿de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Bienaventurada tú que has creído!, porque se cumplirán las cosas que te fueron dichas de parte del Señor» .
Así habla Isabel, invadida y transportada como está por el Espíritu de Dios.
Jamás hijo alguno de los hombres recibió semejantes alabanzas.
Pero prestemos atención ahora a las siguientes palabras del Evangelio.
«Y dijo María:Glorifica mi alma al Señor,y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador,porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.
Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi favor maravillasel Poderoso, cuyo nombre es Santo».
«Dijo María». ¡Qué sereno, sencillo, magnífico!
Isabel está fuera de sí misma por estas cosas grandes y divinas. María, al contrario, las lleva con una fortaleza tranquila, porque Ella lleva a Dios, y porque las cosas divinas son su atmósfera habitual.
María, para decir lo que va a decir, no tiene que hacerse violencia, ni reflexionar de manera especial, ni recogerse más que de costumbre. Lo que va a decir, o cantar si se quiere, es para Ella tan sencillo, tan evidente… De nuevo su alma se manifiesta y se traduce aquí con palabras tan bellas y tan ricas en su sencillez, que se las podría meditar durante toda una vida sin agotarlas, y de vivirlas nos conducirían, ellas solas, a la más elevada santidad.
Con la sencillez de un niño Ella pronuncia una de las profecías más admirables y formidables que jamás hayan pronunciado los labios humanos. Es una pequeña doncella judía, completamente ignorada, de 15 o 16 años, la que en una modesta morada de una aldea desconocida de Judea se atreve a declarar —y los siglos venideros tendrán que darle la razón—: «Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, cuyo nombre es Santo».
Es la verdad más pura, la realidad más incontestable. Pero, y es aquí donde se manifiesta la verdadera humildad, esta grandeza que da vértigo proviene de Dios, es una mirada de condescendencia y amor de Aquel que se fijó en «la pequeñez de su esclava», y por eso: «Mi alma glorifica al Señor»… Mi alma engrandece al Señor, se alegra y se regocija en El… Ella querría hacerlo más grande de lo que es, pero no puede: pues, afortunadamente, a causa de la infinitud de Dios, es impotente para hacerlo; pero quiere sumarle todo lo que una creatura puede darle, a saber: la amorosa gratitud por sus beneficios, la jubilosa afirmación de que El es la fuente de todo lo grande, bueno y hermoso; quiere alabarlo, celebrarlo, darle honor y gloria con todas sus fuerzas…
Hay escritores espirituales que afirman que María repitió frecuentemente su Magnificat, especialmente más tarde, después de la sagrada Comunión. De muy buena gana lo creemos. Pero lo que más cuenta y es totalmente cierto, es que su vida fue un Magnificat ininterrumpido, esto es, una glorificación incesante y perfectísima de Dios; que Ella no obró nunca para agradar a las creaturas, que no se buscó nunca a sí misma en un egoísmo que se repliega sobre sí, que Ella no se complació nunca vanidosamente en su grandeza y santidad; que cada pensamiento, cada palabra y cada acción suya eran orientadas del modo más formal hacia Dios; y que cada instante de su vida fue un cántico de alabanza que subía hacia el Altísimo, un sacrificio de buen olor que se exhalaba desde el incensario precioso de su Corazón amantísimo. ¡Con qué acento santamente apasionado no debió repetir Ella frecuentemente ciertas expresiones del Salmista, como por ejemplo la siguiente: «Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam: No para nosotros, Señor, no para nosotros, sino para vuestro nombre sea toda la gloria» . Ella fue el Eco fiel del alma de Jesús, que exclamaba: «Yo no busco mi gloria, sino la del Padre que me ha enviado» . Y en el momento en que van a romperse los lazos que lo atan a este mundo, Ella puede repetir con toda verdad las palabras de su Hijo: «Padre, Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» .
«
Así debe vivir, a ejemplo de Jesús y de María, quien ha comprendido lo que es Dios respecto de él. Así debe vivir un verdadero cristiano, un auténtico devoto de María. Así debe vivir muy especialmente el esclavo de amor de Nuestra Señora, que se ha consagrado totalmente a Ella.
Nuestro Padre, San Luis María de Montfort, nos recuerda esta obligación: «Es menester hacer todas las acciones… por la gloria de Dios como fin último. Esta alma, en todo lo que hace, debe renunciar a su amor propio, que se pone casi siempre como fin de manera imperceptible…» .
Quien así habla penetró hasta las profundidades más secretas del alma humana. Es demasiado cierto que, sin un esfuerzo serio y constante, nos ponemos siempre a nosotros mismos como fin de nuestras acciones. Algunas personas superficiales podrán juzgar exagerada esta afirmación: y es que lo hacemos de manera imperceptible, como precisamente lo afirma nuestro Padre. ¡Cuántas veces obramos por indolencia o por pereza, por sensualidad, vanidad o atractivo natural, para atraer sobre nosotros la atención de los hombres, obtener su aprobación o recoger sus alabanzas; y nos imaginamos y hacemos creer que estamos obrando por motivos puros y elevados!
Por eso, ante todo, debemos ser leales, rectos, amigos de la verdad, y saber reconocer como tales las acciones defectuosas, manchadas por la vanidad y por la búsqueda del yo. Debemos escrutar con el despiadado proyector del examen de conciencia los recodos más secretos de nuestra conciencia. Y para desterrar de nuestra vida estas ilusiones trágicas, esta sobrestima fatal de nosotros mismos, tenemos —gracias a Dios— nuestro precioso secreto mariano mismo, al que el Padre de Montfort le asigna entre otros, como uno de sus «efectos maravillosos», el conocimiento y el desprecio de sí mismo .
Orientemos luego con valentía y perseverancia toda nuestra vida y cada ápice de esta vida hacia Dios, a fin de buscar y cumplir en todo y a través de todo, especialmente por nuestra santificación y felicidad eterna, la glorificación suprema de Dios.
Es el precepto de San Pablo, a quien debemos estar agradecidos de habernos indicado que podemos apuntar a esta gloria y alcanzarla por nuestras humildes acciones: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» .
La «verdadera Devoción» a la Santísima Virgen no es un obstáculo para esto, sino al contrario un excelente medio. Vivimos, como nos lo recuerda nuestro Padre, para provecho y gloria de María como fin próximo, pero para gloria de Dios como fin último. En otras palabras, vivimos y obramos por las intenciones de la Santísima Virgen, que apuntan siempre, y del modo más perfecto, a la mayor gloria de Dios.
San Luis María de Montfort adelanta a este propósito una de sus afirmaciones más audaces —que por otra parte prueba—: «Por esta práctica, observada con entera fidelidad, darás a Jesucristo más gloria en un mes de vida, que por cualquiera otra, aunque más difícil, en varios años» .
No hay motivo más poderoso para practicar la santa esclavitud de amor que la certeza de que, de este modo, nuestra vida será un Magnificat espléndido e incesante, aprendido de María y cantado juntamente con nosotros por Aquella que es la incomparable Artista y Cantora de las grandezas divinas.