lunes, 8 de septiembre de 2008

Trabajo, oración, sufrimiento



Trabajo, oración, sufrimiento
El trabajo
Más preciosas son en nuestra vida las horas de trabajo. En este último tiempo se ha glorificado el trabajo, y con razón. Aunque nos haya sido impuesto como una pena, porque ordinariamente nos cuesta, de suyo es hermoso, noble y elevado. Nos hace participar en cierto modo al poder productor y creador de Dios. Y en el estado de justicia original hubiese sido uno de nuestros mejores gozos. También hoy puede serlo, y lo es de hecho para muchos hombres. Pero, como consecuencia del pecado, a menudo el trabajo se nos hace prácticamente monótono, molesto, fatigoso, gastador, a veces aplastante y frecuentemente estéril… Hablamos aquí del trabajo de todo tipo, el manual, el intelectual, y el que pide el esfuerzo combinado de cuerpo y espíritu. Pues bien: desde ahora en adelante, hagamos todo nuestro trabajo por el lema: ¡Para el triunfo de Cristo por el reino de María! La madre de familia ofrezca por este ideal la dedicación incesante en el hogar; el obrero, su duro trabajo en la fábrica, y el minero, en su túnel oscuro; el campesino, el trabajo sano pero penoso de su tierra o de su establo; el empleado de oficina, su trabajo fastidioso; el jefe de empresa, su trabajo de administración y de dirección de asuntos; el profesor, su labor de enseñanza, de redacción de artículos y de corrección de exámenes… ¡Ah, si todos los cristianos adoptasen estas nobles intenciones para su trabajo de toda naturaleza, realizado en cualquier condición! ¡Cuánto provecho sacaría de ello nuestro ideal, y cómo nosotros mismos ganaríamos en generosidad y en exactitud para cumplir los quehaceres que Dios y la autoridad nos han asignado en esta tierra!
La oración
Por encima del trabajo está la oración: «Ora et labora!».
Nadie duda de la excelencia intrínseca de la oración, después de lo que Cristo nos enseñó sobre ella de palabra y de ejemplo. Es evidentemente muy poderosa y decisiva para realizar el ideal a que aspiramos. En este punto más que en otros, se aplica la promesa infalible de Jesús: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» ; pues el reino de Dios es la primera cosa que Cristo nos enseñó a pedir: «Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos: santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo» . Sólo después vienen nuestros intereses temporales.
Así es, pues, como debemos rezar. El Padrenuestro no es sólo una fórmula invariable que debamos repetir únicamente en nuestras oraciones; sino que, al mismo tiempo, es el tipo único y universal sobre el que debe modelarse toda oración. Por consiguiente, en nuestras oraciones, siempre y en todas partes, hemos de pedir primero y por encima de todo el reino de Dios. Bendecir el nombre del Señor y hacer su voluntad son otras fórmulas para designar la misma realidad.
Ahora bien, ¿quién se atreverá a afirmar, si echa un vistazo sobre su vida íntima, que reza así y que el reino de Dios es habitualmente la intención predominante de su oración? Detallamos al infinito las últimas peticiones del Padrenuestro, en lo que se refiere sobre todo a nuestro pan de cada día y a la liberación de todo mal. Pero apenas pensamos, o muy poco, en la intención principal, a la que Cristo reserva tres de las siete peticiones. Desde entonces, ¿hay que extrañarse de que el reino de Dios en la tierra se marchite, que falten tantos y tantos obreros en la mies del Señor, si nos descuidamos de pedir este reino y nos olvidamos de la recomendación del Señor: «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» ? ¡Si todos nosotros, sacerdotes, religiosos y buenos cristianos, hubiésemos cumplido nuestro deber en este ámbito, la situación del mundo desde el punto de vista misionero, apostólico y cristiano hubiese sido tal vez muy distinta!
En todo caso, de ahora en adelante —nunca es demasiado tarde para empezar— demos una orientación nueva a todas nuestras oraciones, cuyo tema dominante sea fielmente la aspiración conmovedora de Montfort:
Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ!¡Para que venga a nosotros tu reino, venga el reino de María!
Pidamos esto en todas nuestra oraciones: Oficio, Rosario, meditación, santa Misa, sagrada Comunión… Jesús nos lo ha prometido: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» . No nos preocupemos principalmente de nuestros intereses personales, sobre todo materiales. «Ocúpate de mis intereses —decía Jesús a Santa Margarita María—, y Yo me ocuparé de los tuyos». Claro está que no hace falta formular siempre expresamente esta intención, sobre todo cuando se trata de oraciones más cortas. Pero ha de ser su tema principal, sobre el que se construya la armonía de todas nuestras oraciones. Y cuando formulemos intenciones, sea esta la primera y, en cierto sentido, la única, en el sentido de no pedir nada que no esté en conformidad y en relación con esta gran intención. Cada uno de nosotros encontrará, según sus gustos y atractivos, algunos pequeños medios prácticos para mantener este precioso espíritu apostólico. Por ejemplo, podemos añadir la aspiración del Padre de Montfort a las oraciones de la mañana y de la noche, a las oraciones de las comidas, y asimismo intercalarla entre las decenas del Rosario. ¿Tenemos necesidad de alguna diversidad en esta práctica? Podemos componer entonces una lista de intenciones que se refieran al reino de la Santísima Virgen para cada día de la semana o del mes .
Y si buscásemos una fórmula más extensa de oración en este sentido, no podríamos recomendar lo suficiente la «Oración abrasada» de San Luis María de Montfort, que ya hemos citado, y de la que el Padre Faber decía que, después de las Epístolas de los Apóstoles, sería difícil redactar un texto con acentos tan inflamados. A este texto remitía dicho Padre a quienes les costaba conservar el primer ardor del celo apostólico en medio de sus numerosas pruebas. Tal vez no rezaremos a menudo esta oración de un solo tirón, pues consta de unas diez páginas; pero la podremos meditar, y rezar de vez en cuando algunos fragmentos.
Almas de sacrificio
¿Hay una forma más eficaz aún de lo que llamaríamos el apostolado subterráneo? Aparentemente sí: la del sacrificio y sufrimiento.
Jesús había trabajado, rezado, predicado, hecho milagros sin número, y la mies de almas recogida hasta entonces fue muy pobre. Las masas, el día del Viernes Santo, se volverán incluso contra El y pedirán su muerte. Los discípulos no han comprendido casi nada de lo que les ha enseñado. Los jefes del pueblo judío y casi toda la clase dirigente están contra El. Jesús morirá clavado en una cruz, rodeado de enemigos que lo insultan, con un pequeño grupo de mujeres que lloran por El, más bien por compasión humana que por otro motivo, y un solo discípulo, que había vuelto a El después de una huida vergonzosa, aparentemente traído por Aquella que fue la única en comprenderlo y en serle perfectamente fiel hasta el fin.
Pero una vez realizado su espantoso sacrificio todo cambia. El lo había predicho: «Cuando Yo sea levando de la tierra, todo lo atraeré hacia Mí» . Y después de Pentecostés, bajo la influencia de su pasión dolorosa y de su muerte, comenzará y proseguirá su obra de conquista. Los apóstoles se acordarán entonces del dicho citado, y de este otro aun más notable, que enuncia una ley fundamental del cristianismo: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» .
A nosotros nos cuesta reconocer esta verdad, incluso en teoría; pero nos cuesta aún más aceptarla prácticamente en principio, y sobre todo aplicarla sin cesar en nuestra vida. Pero por mucho que nos cueste, tratemos de elevarnos por la caridad hasta esta altura. El amor suaviza todas las cosas. El amor de Cristo y de su santa Madre será más fuerte que nuestro triste amor propio y nuestro miserable egoísmo. Así, pues, por caridad adoptemos, una vez por todas, esta ineluctable ley, y apliquémosla en nuestra vida.
Por el ideal de nuestra vida, el reino de Jesús por el reino de su Madre, aceptemos toda cruz y todo sufrimiento, practiquemos toda renuncia y toda abnegación, soportemos todo lo que es penoso, molesto o irritante, y hagamos todos los sacrificios que reclama de nosotros el deber de cada instante y las circunstancias del momento. Por nuestro ideal aceptemos toda inmolación pasiva, impuesta por la voluntad y la Providencia de Dios, y asimismo toda inmolación activa que nos reclame la ley o el deseo de Dios.
Por este ideal ofrezcamos toda privación corporal, todo sufrimiento físico, la pobreza, las incomodidades, la enfermedad; aún más lo que hace sufrir al espíritu, el corazón, el alma: ingratitudes, desprecios, malentendidos, aridez, abandono…
Aceptemos por esta intención la prueba más leve, un dolor de dientes, un dolor de cabeza, una palabra dura, un gesto indelicado, y ordenemos a ello la más leve victoria que podamos lograr sobre nuestra propia sensualidad, nuestro amor propio, nuestra dejadez, para cumplir nuestro deber y practicar las virtudes cristianas. Pero acojamos también con este mismo fin las cruces más pesadas, una separación desgarradora, una enfermedad cruel, el deslizamiento hacia las miserias y la inconsciencia propias de la vejez. Y que nuestro ideal se mantenga ante nuestros ojos, fascinante, en los días y en las horas en que la fidelidad a la vida de Cristo en nosotros, a pesar de las tentaciones y luchas, reclame de nosotros una valentía heroica.
Nos parece que debemos atribuir una importancia especial a la humildad y a las humillaciones. Eso es tal vez lo más difícil de todo. La palabra del Precursor es realmente espléndida: «Es preciso que El crezca y que yo disminuya» . Juan ha comprendido que Cristo crecerá en la estima y en el amor de los hombres en la misma medida en que él acepte desaparecer; y por eso el amigo del Esposo se retira con toda simplicidad cuando el Esposo aparece… Para exaltar a Jesús y a María, para elevarlos al trono, para dejarlos dominar y reinar, nosotros hemos de ocultarnos, desaparecer, y aceptar no ser apreciados ni amados por nuestros semejantes. El reino de Jesús y de María llegará cuando muchas almas acepten con toda sencillez, sin ostentación, ser pisoteadas por los hombres. Montfort es una magnífica demostración de ello.
Mortifiquémonos por nuestro querido ideal cuando la renuncia nos sea obligatoria o casi. Ofrezcamos a este fin la incesante abnegación que reclama de nosotros nuestro estado de vida y la virtud cristiana, en la que invariablemente hay siempre un elemento de muerte a sí mismo. Pero sepamos imponernos también con esta intención algunos sacrificios voluntarios, renunciando a pequeñas satisfacciones legítimas, mortificando nuestra curiosidad, moderando nuestros deseos de descanso, e imponiéndonos tal vez, a ejemplo de los santos, penitencias más rudas…