lunes, 8 de septiembre de 2008

Renuncio a Satanás…



Renuncio a Satanás…
El Dios de la paz aplaste pronto a Satanás bajo vuestros pies(Rom. 16 20)
En nuestros primeros capítulos hemos descrito las relaciones de enemistad existentes entre la Mujer y Satán, y recordado las principales fases de la lucha secular, qué digo, eterna, entablada entre ellos.
Frente a esta lucha y estas enemistades nosotros, hijos y esclavos de Nuestra Señora, no podemos quedarnos indiferentes. Debemos tomar partido y lanzarnos a la batalla. Puesto que la Santísima Virgen y Lucifer viven en una contradicción tan formal y fundamental, es imposible, totalmente imposible, servir a estos dos señores a la vez. Como decía Jesús, necesariamente odiaremos a uno y amaremos al otro. Por eso nos aferramos a María y renunciamos a Satanás.
Hacemos esta elección con toda la energía de nuestra alma, con todo el amor de nuestro corazón. Hacemos esta elección como hijos y esclavos de María en nuestro espléndido Acto de Consagración, que se presenta formalmente en este punto como la renovación perfecta de las promesas del bautismo, por las que hemos jurado fidelidad a Cristo: «Yo, pecador infiel, renuevo y ratifico hoy, en vuestra presencia, los votos de mi bautismo. Renuncio para siempre a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y me doy por entero a Jesucristo».
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«Renuncio a Satanás…».
El demonio, tal como salió de los abismos de amor del Corazón de Dios, es una creatura espiritual perfectísima que, en el orden natural, está incomparablemente por encima del hombre en saber, en querer y en poder. Pero esta rica creatura, seducida por su propia excelencia, se apartó de Dios, se atrevió a emprender la lucha contra El, y se encuentra ahora fijado y encadenado para siempre en la iniquidad, el orgullo, el pecado y el odio a Dios y a su santísima Madre. Por este motivo lo consideramos nosotros también como nuestro enemigo personal, y como tal lo despreciamos, odiamos y combatimos.
El no es más que la negación de Dios y de su Madre incomparable. Trata de socavar su poder, de arruinar su dominación, de destruir su imperio, y de oponerse sin cesar a los designios de su amor por la salvación de los hombres.
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Por muchos otros motivos este personaje nos inspira una repugnancia profunda y merece nuestra plena aversión.
No nos gustan ni la mentira ni los mentirosos. Dios mismo, que es la Verdad, es quien nos inspira esta repulsión. Ahora bien, Satán es un mentiroso, el mentiroso por excelencia. Jesús mismo lo afirma: «No se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» . Satán profirió la primera mentira en este mundo. Por un engaño monstruoso, hizo que nuestros primeros padres prefirieran la muerte a la vida, la ignorancia a la luz, el rebajamiento hacia las bestias a la elevación en Dios. Continúa mintiendo desvergonzadamente a los hombres, sabiendo perfectamente que nos miente horriblemente: trata de hacernos preferir los placeres efímeros a la bienaventuranza eterna; nos presenta la muerte como si fuera la vida; a millones de hombres les ofrece, como alegría suprema, los goces materiales groseros, por los cuales él mismo, como espíritu, no siente más que desprecio.
Este es Lucifer, un mentiroso, una mentira viviente: ¡no queremos nada con él!
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Englobamos en una misma reprobación la mentira y el robo. Ahora bien, si Satán es un mentiroso, es también un ladrón y un bandolero. A él se refiere Jesús en primer lugar cuando habla de aquel que no entra por la Puerta, que es El mismo: «En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ese es un ladrón y un salteador… El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir» .
Satán es un salteador de la peor especie, que nos asalta por puro odio y envidia, que no encuentra el menor provecho en arrebatarnos nuestros más preciosos bienes, pero que sin embargo despojó a nuestros primeros padres y a nosotros mismos de tesoros incomparables: justicia original, inmortalidad e impasibilidad, gracia y vida divina, y sobre todo visión beatífica eterna de Dios… ¡Y estos bienes, que Jesús y María nos han devuelto, trata incesantemente de arrebatárnoslos de nuevo!
Satán es un ladrón, un salteador: ¡no queremos nada con él!
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Pero además es un verdugo, un criminal, un asesino: «El es homicida desde el principio» , nos dice el Maestro.
Es un verdugo que, en su odio, no busca más que hacernos sufrir lo más que puede en esta vida, y quiere arrastrarnos con él, para torturarnos por siempre, a su antro infernal.
Es un criminal, un asesino en masa, asesino de las almas, junto al que los canallas célebres, incluso los inventores y explotadores de los campos de exterminio, en los que perecieron millones de hombres en medio de horribles torturas, son niños inocentes; un asesino en masa, que sofocó la vida divina en cientos de millones de almas, un asesino de Dios mismo en cierto sentido, pues la gracia santificante es la vida de Dios en nosotros.
Satán es un verdugo, un asesino: ¡no queremos nada con él!
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Invirtiendo tristes palabras evangélicas, clamemos: «¡No queremos que este, el enemigo jurado de Cristo, reine sobre nosotros! ¡No queremos nada de este Barrabás infernal; al contrario, queremos que reinen sobre nosotros Jesús, nuestro Rey adorado, y María, nuestra Reina amadísima!».
¡No tengamos parte con Satán! ¡No avancemos jamás bajo su lúgubre estandarte! ¡No obremos jamás bajo su inspiración ni obedezcamos jamás a sus órdenes!
Para nosotros ha de ser el gran «Excommunicatus vitandus», el gran Excomulgado de quien se debe huir… Cuando alguien, en la Iglesia de Dios, ha cometido los crímenes más graves, y a pesar de las exhortaciones y avisos persiste en su malicia, se pronuncia contra él la gran excomunión. Desde entonces queda totalmente excluido de la Comunión de los Santos, e incluso en la vida civil se debe evitar todo trato con él. Para nosotros Lucifer es ese gran Maldito, con el que debe evitarse toda comunicación.
Es muy reprobable la conducta de quienes, movidos por una curiosidad malsana, se ponen en peligro de tener un comercio peligroso y culpable con Lucifer, por el espiritismo, el sonambulismo, las mesas parlantes y otras prácticas semejantes.
Con Satán tenemos un contacto involuntario y no deseado por las tentaciones, en las que muy a menudo se descubre su garra. Juntamente con Jesús, que consintió en ser tentado por el demonio para merecernos las gracias de la victoria, gritémosle sin dudar y con energía: «Vade retro, Satana! ¡Retrocede, Satanás!».
Con este triste personaje hemos de comportarnos de manera clara y rotunda, sin ponernos a razonar con este vil seductor: ya sabemos cual fue la desgracia de la primera incauta, Eva. Hemos de apartarnos de él instantáneamente, cerrarle la boca con una orden firme, abatirlo con una sola oración jaculatoria. Y si nos sentimos demasiado débiles para resistirle, debemos huir. Pues somos plenamente conscientes de nuestra debilidad ante este enemigo infernal, pero también sabemos que «todo lo podemos en Aquellos que nos fortifican», Jesús y María.
Clamemos con Montfort, cuando era golpeado y maltratado por el espíritu de las tinieblas en medio de un espantoso tumulto: «¡Me río de ti! ¡Me burlo de ti! ¡Estoy entre Jesús y María!».
Ojalá todos nosotros tengamos parte, por nuestra fidelidad a las recomendaciones de la santa Iglesia, y sobre todo por el apoyo de la Adversaria irreductible e invencible de Satán, en la magnífica recompensa prometida a los valerosos luchadores que hayan combatido contra él: «Sed valientes en el combate y luchad contra la antigua Serpiente, y poseeréis el reino eterno. Aleluya» .
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Ciertas reacciones en el momento en que publicamos los capítulo precedentes bajo forma de artículos, nos han convencido de que muchos cristianos no conocen bien la importancia de la devoción mariana en este punto, ni siquiera el papel que los demonios juegan en la historia de las almas y del mundo.
Según la doctrina cristiana generalmente aceptada, es cierto que el demonio, dentro —por supuesto— de los límites de la permisión divina, ejerce una gran influencia en la marcha del mundo visible y también en la conducta de los hombres, por una acción directa o indirecta, ejercida sobre su imaginación, sus sentidos, sus pasiones, etc. Los demonios tienen un conocimiento mucho más profundo de la naturaleza y del hombre que los sabios más experimentados y los psicólogos más agudos.
Al margen de esto, también es cierto:
1º Que con todas sus energías intentan desviar a los hombres del bien, y empujarlos al mal.
2º Que entorpecen de todos los modos posibles el reino de Dios en el mundo y en las almas.
3º Que hacen sufrir a los hombres de manera espiritual o material, en pequeñas cosas o en asuntos más importantes, y eso por puro odio y envidia, y a fin de empujarlos a la impaciencia, al descontento, al espíritu de rebeldía.
4º Que —como se deduce claramente de lo que hemos visto— hacen sufrir y persiguen especialmente a los hijos y servidores de María, y que con todas sus fuerzas combaten la devoción mariana, porque reconocen en ella uno de los medios más eficaces para establecer el reino de Dios.
5º Que Satán no puede desplegar a su gusto su poder, ni tender sus emboscadas como mejor se le antoje: todo eso no puede hacerlo sino dentro de los límites y en la medida en que Dios se lo permite. Y es también indudable que la Santísima Virgen ha recibido una misión especial para oponerse y neutralizar las empresas de Satán.
El demonio, para seducir y hacer sufrir a las almas, se servirá ordinaria y preferentemente de aquellas personas que se le han entregado. Pero para entorpecer el reino de Dios y de Nuestra Señora, para hacer sufrir, atormentar y probar a los elegidos, sabrá servirse hábilmente, no sólo de las creaturas irracionales, sino también de hombres de buena voluntad, suscitando malentendidos, exasperando defectos de carácter, haciendo suponer intenciones malévolas, etc.
Es prácticamente dificilísimo, cuando no imposible, determinar siempre con certeza cuándo y hasta dónde se ejerce su influencia en una vida humana. Pero sería inoportuno, por ejemplo, criticar a San Luis María de Montfort cuando atribuía a Satán las dificultades sin fin y sin número que encontraba en todas partes en el cumplimiento de su trabajo magnífico por la salvación de las almas. Y sin querer buscar en todas partes la garra del Maldito, es posible, en muchos casos, descubrir con gran verosimilitud su influencia en nuestra vida.
Pero siempre debemos retener bien lo siguiente: «Todo coopera al bien de los que aman a Dios» , dice San Pablo. Todos los acontecimientos tienen su lugar y su significado en los designios de la Providencia divina. Las persecuciones y molestias del demonio son sufrimiento y cruz; pero la cruz y el sufrimiento son fuente de bendiciones y de santidad. Las tentaciones, suscitadas y envenenadas por Satán, pueden y deben conducirnos a la victoria, y por lo tanto, a nuestro progreso espiritual y a la gloria de Dios. Si somos humildes, confiados, valerosos y sobre todo abandonados, totalmente entregados a María, la influencia de Satán será una bendición más en nuestra vida. Sus empresas se volverán contra él: sus emboscadas se le convertirán en derrotas, su mordedura le será un nuevo aplastamiento. Satán no ha conocido jamás un desastre mayor que cuando creyó eliminar para siempre al Profeta de Nazaret por su muerte en la cruz… Esto ha de ser para nosotros una lección que no debemos olvidar jamás, y una señal dichosa, la más alentadora que pueda haber.
XIXRenuncio a sus obras:la mentira
Hemos visto que, como hijos y esclavos de María, detestamos y combatimos a Satán.
Pero para renunciar realmente al demonio, también debemos aborrecer y evitar sus «obras», y esto nos es mucho más difícil.
Quien hace las obras de Satán camina tras sus huellas, obra según sus deseos, sigue sus directivas, se convierte en su súbdito y esclavo, contrae con él una especie de parentesco espiritual, y pertenece desde entonces a su raza detestable , según la expresión fuerte de San Juan: «Quien comete el pecado es [desciende] del Diablo» ; y según el dicho aún más formal y fuerte del mismo Jesús: «Vosotros sois de vuestro padre el Diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre» .
Las obras de Dios llevan siempre consigo, como sello esencial e indeleble, el ser verdaderas, buenas y bellas, a imagen de El: «Omne ens est verum, bonum et pulchrum». El demonio, como enemigo y como contradicción del Altísimo, no puede dejar de oponerse a las obras divinas y de tratar de suprimir estos sellos divinos en las creaturas, o al menos adulterarlas o falsificarlas.
La falsa belleza
El demonio hace ya su obra sustituyendo a la bella realidad la belleza aparente, falseada, la pseudo-belleza, que en realidad es deformidad y fealdad. Mucho habría que decir en esta materia, pero consideraciones más amplias sobre este tema estarían aquí fuera de lugar. Estamos convencidos de que luchar contra lo que es deforme, decadente y de mal gusto en las artes de hoy: literatura, pintura, escultura, música, teatro, películas, etc., pero sobre todo en el campo del arte religioso, es en el fondo servir a Dios y a Nuestra Señora. No han faltado en estos últimos tiempos algunos avisos en este orden de cosas. Al contrario, los verdaderos artistas cristianos, que tratan de plasmar el pensamiento divino, la idea mariana, con formas sencillas, sanas, equilibradas, pero ricas también, pueden prestar inmensos servicios a la causa del reino de Dios por María. Todos los que puedan deben contribuir a purificar y formar el gusto del pueblo cristiano, y a mantener las prestaciones artísticas, en materia de arquitectura, escultura, pintura y música, sobre todo religiosas, en los límites convenientes, y más especialmente cuando se trata de obras marianas. En este campo queda por hacer un verdadero apostolado.
Falsedad y mentira
Otra obra de Satán es la falsedad y la mentira. Con Jesús y María, llevemos la lucha contra la mentira y las tinieblas.
Es cierto que en la Escritura el pecado en general es tratado de falsedad y de mentira. En efecto, cada falta es una contra-verdad, pues no responde al pensamiento de Dios. El acto pecaminoso no es como Dios lo ha pensado y querido, está en contradicción con el pensamiento divino, y por lo tanto es un error, una falsedad, una mentira en acción.
Pero al margen del hecho de que apartarse voluntariamente de la verdad constituya una falta o un pecado, hay un desorden y una desgracia en el hecho de apartarse de la verdad, que en sí misma es un bien muy especial. Más tarde hablaremos del pecado en cuanto tal.
Dios es la Verdad: El es la Unidad sustancial, la Identidad esencial y necesaria entre el Ser y el Pensamiento, entre el Pensamiento y el Ser, la Regla viviente, la Fuente única y eterna de la verdad.
Jesús es «la Luz del mundo, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» .
María, nuestra Madre y nuestro Modelo, está profundísimamente anclada en la verdad. Su vida quedó irradiada de la luz de su divino Hijo, su espíritu no se vio jamás empañado por el error, ni su vida fue manchada nunca por alguna falta de rectitud o de sinceridad.
El demonio, al contrario, como hemos dicho, es el espíritu de mentira y de duplicidad, que trata de difundir el error, las tinieblas y la duda en la tierra. El profirió la primera mentira del mundo, y sembró luego la duda y la turbación en el espíritu y en el corazón de nuestros primeros padres. Esa es su táctica eterna. De uno de sus satélites es la famosa consigna, aplicada aún hoy en día: «¡Miente, miente, que algo queda!». Todo error, toda turbación, toda duda que él consigue sembrar en un espíritu, significa para él una victoria, y le abre un camino para nuevas conquistas. El mantiene cuidadosamente el espíritu de artificio, de fingimiento, de afectación, de falsedad y de hipocresía que encontramos tan frecuentemente, casi universalmente, en el mundo.
Satán triunfa sobre todo cuando consigue sembrar el error y la mentira, o al menos la duda y la oscuridad, sobre graves cuestiones de las que se ocupan la filosofía y la teología: la existencia y la naturaleza de Dios, del alma humana, de nuestro fin último, de las leyes morales, etc. En el arte de engañar y mentir, de sembrar la confusión y turbación en estas materias, adquirió una habilidad desconcertante, como lo atestiguan, por ejemplo, el número casi infinito de sistemas filosóficos y teológicos que ha suscitado desde hace un siglo. Satán es el gran heresiarca. En su antro infernal fueron forjadas con habilidad consumada todas las herejías, desde el gnosticismo hasta el modernismo y el bolchevismo, en las llamas ardientes de su odio contra Dios, contra la Mujer y contra las almas.
De este arsenal de mentiras nuestra época ha tenido la mayor parte. Hemos conocido, y conocemos aún, herejías que no niegan sólo una verdad importante, sino que además tratan de envenenar o secar la verdad en su misma fuente. El modernismo, por vía indirecta, pone en duda toda verdad revelada; el comunismo niega la vida eterna y la existencia del mundo sobrenatural; el nacional-socialismo y el bolchevismo tienen más de una semejanza, entre otras la siguiente, que prueba su procedencia común: su método consiste en la mentira organizada y sistemática. Su influencia logró producir tal confusión en los espíritus, que incluso muchos cristianos, en materia de conciencia, habían perdido las justas normas, ya no tenían la noción neta del mal y del pecado, y creyeron poder justificar en conciencia las peores injusticias y los peores excesos.
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Nosotros somos hijos de la luz, los hijos de la Mujer, que ha hecho brillar la gran Luz en el mundo. Esta Luz la llevamos en nuestros ojos, en nuestros espíritus, en nuestra vida. Queremos conservar intacto el tesoro de la Revelación divina. Con sencillez de niños escuchemos a la Iglesia, que lee por nosotros en el libro de la Revelación de Dios. Apartémonos con horror de las grandes herejías de nuestra época. Amemos a los hombres, a todos los hombres, con el Corazón mismo de Dios, con el Corazón de Cristo. Pero detestemos y combatamos con todas nuestras fuerzas los errores y mentiras que propagan ciertas personas. Abramos ampliamente nuestra alma y nuestra inteligencia para aceptar enteras, intactas, sin disminución ni compromiso, todas las verdades del Evangelio. No escamoteemos ni atenuemos ninguna verdad, por muy exigente que sea. En nuestra conciencia hagamos brillar la luz de la gracia de Dios y del examen serio de nuestra conducta. Seamos hombres rectos, sinceros, que se consideren por lo que son, y odiemos y excluyamos toda falsedad, toda hipocresía, todo artificio y afectación ridículos.
En todos los campos estemos por la verdad, por muy desagradable y molesta que esta verdad nos fuese. Aunque sabemos que «no es siempre bueno decir toda la verdad», y que en ciertos casos se permite la «restricción mental», no nos dejemos llevar sin embargo a hablar contra la verdad, a refugiarnos en la mentira, ni siquiera si por este medio pudiésemos asegurarnos preciosas ventajas o evitar serios inconvenientes. En esto defendemos lo contrario del mundo, incluso lo contrario de ciertos cristianos practicantes, que viven de rodeos y demasiado a menudo recurren a verdaderas mentiras.
En esta lucha nuestra Madre amadísima es nuestro ejemplo, nuestra Capitana y nuestro sostén. En su socorro sobre todo contamos para vivir y morir en la verdad y en la rectitud: «Nunca un fiel devoto de María caerá en herejía o en ilusión, por lo menos formal; bien que podrá errar materialmente, tomar por verdad la mentira y por espíritu bueno al maligno, aunque más difícilmente que otra persona; pero, tarde o temprano, conocerá su falla y su error material; y cuando lo conozca no se obstinará, de ninguna manera, en creer y sostener lo que había creído verdadero» .
Bajo su conducta estamos seguros.
XXRenuncio a sus obras:el pecado
La mentira, y también la propagación de la fealdad o la deformidad en lugar de la auténtica belleza en las artes, sobre todo religiosas, son las «obras de Satán».
Pero su obra por excelencia es sin lugar a dudas el pecado. Ese es el fin de toda su actividad y el término supremo de todos sus esfuerzos.
¡El pecado! Palabra horrible, realidad más abominable aún, o más justamente: ¡ausencia de ser desoladora! ¡Ah, si esta palabra pudiese ser suprimida del vocabulario humano, si esta realidad pudiese desaparecer de la escena del mundo!
Hijos y esclavos de amor de la «Esclava del Señor», debemos aborrecer, huir y combatir el pecado, sobre todo el pecado que realiza totalmente la noción de este horrible desorden: ¡el pecado mortal!
¡Odio del pecado mortal! Es una rebeldía contra el poder mismo de Dios, una revolución contra su inalienable autoridad; la negación en actos de sus derechos más imprescriptibles sobre la creatura; en cierto sentido un atentado a la vida misma de Dios, pues el pecado declara en la práctica la independencia de la creatura respecto de Dios, y un Dios del que no dependiesen las creaturas, y de las que El mismo dependiese, sería un Dios disminuido, imperfecto, y un Dios imperfecto no sería Dios, no podría existir.
Odio del pecado mortal, que es un sangriento insulto a la infinita Perfección de Dios, porque supone la preferencia de una creatura sacada de la nada sobre la infinita Belleza y Perfección divinas, la elección de un goce pasajero, a menudo bajo, animal, antes que la amistad, posesión y goce eterno del Bien supremo, amable por encima de todo.
Odio del pecado mortal, que supone el desconocimiento y desprecio de la infinita e incomprensible Caridad de Dios por el hombre; que, al adorable «Te amo» que Dios sigue diciendo al hombre por la Creación, la Encarnación, la Pasión y muerte, por la Gracia y la Eucaristía, da como respuesta increíble: «¡Y yo te odio!».
Odio del pecado mortal, que mancha, profana y destruye el templo vivo de Dios en nosotros, y expulsa vergonzosamente del alma a la adorable Trinidad, que por la gracia había establecido en ella su morada; al pecado mortal, que malgasta, dilapida y aniquila en un instante nuestros méritos y el incomparable tesoro de la gracia y de la felicidad celestial; al pecado mortal, llamado así a justo título, porque asesina la vida divina en nosotros, aniquila nuestros derechos al cielo, nos priva de la vida eterna y nos condena para siempre a los tormentos del infierno.
Por todos estos motivos, ¡cómo debe odiar, condenar y rechazar el pecado mortal la Inmaculada, la Virgen purísima, la Hija, Madre y Esposa del Altísimo, Ella que es al mismo tiempo la Madre de los hombres, Madre indeciblemente amante y buena!
Cueste lo que cueste apartemos el pecado mortal de nuestras vidas. Puede suceder, por desgracia, que un alma que se dio a María, especialmente en los primeros tiempos después de su Consagración, quede atrapada por debilidad humana en las emboscadas del demonio y sucumba ante sus ataques… Pero esta alma debe levantarse enseguida y valientemente, con el corazón contrito mas lleno de confianza en la infinita misericordia de Dios y en la ternura materna de María… Vuelva a entregarse entonces a Aquella que aplasta la cabeza del infame; jure de nuevo odio y enemistad a Satán y a sus obras… Y pronto logrará vencer definitivamente a los espíritus infernales.
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Al lado del pecado mortal existe lo que llamamos pecado venial, porque obtenemos más fácilmente su perdón; o pecado cotidiano , porque desgraciadamente se presenta a diario en la vida de la mayoría de los cristianos.
Hijos y esclavos de amor de Nuestra Señora, huid y combatid también el pecado venial, que no es una rebeldía propiamente dicha contra la autoridad de Dios, es cierto, pero nos coloca sin embargo fuera de sus leyes y de sus divinas órdenes.
Odiad y huid el pecado venial, que no es una plena ruptura con Dios ni os separa de El, pero es una falta de delicadeza grave, una deplorable falta de afecto para con el Padre, Salvador y Esposo de nuestras almas, una negra ingratitud para con Aquel que no deja de colmarnos de sus favores. El amor de Jesús por nosotros, como todo otro amor, es extremadamente sensible a estas faltas de consideración y de delicadeza.
Odiad y huid el pecado venial, porque por él os concedéis un goce indigno, que a menudo deberéis expiar por duras penas y sufrimientos en este mundo o en el otro. ¡El equilibrio debe restablecerse!
Odiad y huid el pecado venial. No es la muerte, ni ninguna enfermedad mortal; pero causa un debilitamiento continuo de nuestras fuerzas, una interrupción en la toma de las sabias vivificantes que tu alma necesita para no morir. Juegas con el fuego: un día te devorará. Te acostumbras a seguir tu voluntad propia fuera de la voluntad de Dios: no tardarás en seguirla contra la Suya. Te acercas al borde de un precipicio: pronto caerás en él. La Escritura nos avisa claramente: «Quien desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá» .
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Nuestra divina Madre es la Purísima, la Inmaculada, cuya alma santísima no fue nunca empañada por el más leve polvo. Y nosotros somos los hijos preferidos y los esclavos voluntarios de esta Virgen sin mancha. ¡De qué dolor debe estar llena su alma a causa de los pecados, incluso de las faltas más leves, de sus hijos amadísimos!
De Blanca de Castilla se cuenta que un día contemplaba con orgullo a su joven hijo, más tarde San Luis, rey de Francia, y lo apretaba con ternura contra su pecho. Y le murmuraba entonces al oído: «Hijo mío, tú eres la luz de mis ojos, el amor de mi corazón y la alegría de mi vida. Si el Señor te arrancara de mí, sería para mí la muerte. Pero preferiría verte expirar en este momento entre mis brazos, antes que verte cometer jamás un solo pecado mortal». La hermosa y poderosa Reina que es María, Madre de todos los hijos de Dios, a los que Ella ama con un amor infinitamente fuerte y tierno, preferiría vernos perderlo todo, sufrirlo todo, incluso la muerte; sí, preferiría que su mismo Jesús volviera a ser torturado sobre la Cruz, antes que vernos cometer un pecado mortal, o incluso venial. Ella está llena de horror y de repugnancia hacia los pecados, incluso de menor gravedad, porque estas faltas atacan sistemáticamente los derechos imprescriptibles de Dios, y porque Ella sabe que el pecado es el verdadero verdugo de su Hijo.
Por eso nosotros, hijos y consagrados de Nuestra Señora, debemos entablar la lucha contra el pecado, mortal y venial, del espíritu y de la carne, de orgullo y de lujuria, de injusticia y de intemperancia; contra el pecado de toda naturaleza y de todo nombre. Juntamente con Satán, el pecado es para nosotros el enemigo número uno. Fortalezcamos nuestra voluntad en el firmísimo propósito de no admitir jamás el pecado en nuestra vida, sobre todo de propósito plenamente deliberado. Y estemos decididos a apartar y recortar de nuestra vida todo lo que de algún modo pudiese inclinarnos del lado de Satán, todo lo que pudiese disminuir el brillo de nuestra alma divinizada, todo lo que pudiese hacer a esta alma un poco menos agradable y querida para el Corazón de Dios o de su santísima Madre, todo lo que llamamos «imperfecciones», sobre todo plenamente voluntarias.
Así seremos capaces de comprender que de ahora en adelante «renunciamos a Satanás y a sus obras» para pertenecer a Jesús, nuestro Rey, y a María, nuestra divina Soberana. Este es, lo sabemos, un programa bien cargado y difícil de cumplir. Y si estuviésemos solos para conseguirlo, su cumplimiento se encontraría en gravísimo peligro. Pero también en esto nos apoyamos en Aquella que es nuestro Todo ante Jesús, y el Suplemento de todas nuestras insuficiencias, María. Contamos con el poder de la Inmaculada, de la Mujer invencible, y con confianza inquebrantable nuestra oración se eleva hacia Ella:
Vitam præsta puram,iter para tutum,ut videntes JesumSemper collætemur.
Haz pura nuestra vida,Prepáranos un camino seguro,Para que un día, viendo a JesúsSeamos felices por siempre.