lunes, 8 de septiembre de 2008

Modo simple



Modo simple
En las páginas que preceden hemos constatado que, objetivamente hablando, nuestra unión con la Santísima Virgen se hace más estrecha en la medida en que crecemos en gracia santificante, y también por la fidelidad y docilidad a la gracia actual, pues el contacto espiritual entre Ella y nosotros se establece sobre todo por la gracia. Hemos hecho notar además que para esta intimidad creciente se exigía la renuncia y el desprendimiento de las creaturas en cuanto tales. Con otras palabras, nos es preciso aprender a vivir en el silencio interior, a vivir dentro de nosotros. Para eso hemos de evitar el contacto inútil con el mundo, sobre todo con el mundo «mundano», y no tener este contacto sino en la medida de lo necesario, según lo pidan la utilidad y las conveniencias. Es una exigencia negativa imperiosa para alcanzar un cierto grado de intimidad con Dios y su santísima Madre.
Vamos a ocuparnos ahora del modo positivo e inmediato de realizar esta vida de unión con Nuestra Señora. Queda entendido que se puede llevar esta vida en muchos grados distintos, pasando por múltiples fases. Vamos a recordar las principales que se pueden recorrer para llegar a la unión más elevada y preciosa.
Una primera manera de unión consiste en servirse para este fin de toda clase de medios exteriores. No podemos considerar y despreciar estas prácticas como pueriles e indignas de nosotros. Los mayores santos, entre otros San Luis María de Montfort, que había llegado ya a la más elevada unión mariana mística, permaneció fiel a ellas.
Por otra parte, estas prácticas exteriores no son lo principal. Sólo tienen valor en la medida en que proceden de lo interior y conducen a ello. Cada cual haga aquí libremente su elección. Estos testimonios exteriores de amor y de veneración se diferenciarán legítimamente según toda clase de factores: el sexo, la edad, el grado de instrucción, el propio temperamento, etc. El carácter de un país y de un pueblo dejará sentir en esto su influencia. Una joven tendrá, en este campo, atractivos distintos a los de un rudo obrero. Un sabio teólogo obrará de modo distinto a un simple cristiano. Hemos podido ver las prácticas de devoción mariana de los Italianos y de los Portugueses, ciertas de las cuales nos convendrían menos a nosotros, Belgas. Sobre este punto ya nos distinguimos de nuestros vecinos, los Holandeses, sobre todo de los de Holanda del Norte. Una persona será más demostrativa, más «niña», que otra. Todos estos matices pueden encontrarse perfectamente en la vida de unión mariana. Pero esto no impide ni disminuye en nada, de modo general, la utilidad de las prácticas exteriores, incluso de las pequeñas prácticas que hemos de emplear para pensar en la Santísima Virgen y unirnos a Ella.
Damos aquí algunas sugestiones al respecto, algunos medios exteriores, capaces de preparar, de facilitar, de realizar o de mantener nuestra intimidad con Nuestra Señora.
Asegurémonos de que haya en nuestra casa algunas cosas que nos evoquen el recuerdo de nuestra Madre. Si puedes, pon una estampa de la Santísima Virgen en la fachada de tu casa, y que, cuando se entre en ella, una hermosa imagen o un bonito cuadro de Nuestra Señora recuerde que es la casa de María, porque le ha sido consagrada.
En cada habitación, especialmente en aquellas en que se está más tiempo, una imagen de la Virgen ha de sugerir su recuerdo y su presencia. El lugar de honor le pertenece al crucifijo, a la imagen del Sagrado Corazón; pero después de El y junto a El le corresponde a la imagen de su Madre, que Dios le ha asociado indisolublemente. Por lo tanto, no haya una sola habitación de tu casa sin una pequeña imagen, sin un cuadro, o al menos una sencilla estampa de la Virgen. Hemos tenido a veces un sentimiento de sorpresa, incluso de vergüenza, al comprobar que en los locutorios de algunas casas religiosas no había nada, absolutamente nada, que recordase la presencia de Aquella a quien Dios ha querido siempre y en todas partes junto a Cristo.
Tengamos también el cuidado de que, durante nuestro trabajo, una imagen o inscripción, una estampa colocada en nuestro despacho o sobre nuestra mesa de trabajo, nos haga pensar en Ella. ¡Tenemos tan gustosamente bajo los ojos el retrato de nuestros seres queridos! Después de Dios, nada ni nadie debe sernos tan querido como la Santísima Virgen.
Saludemos a estas imágenes, a estas estampas de María, al llegar a casa y al salir de ella, y al pasar frente a ellas. Hagámoslo rápida y sencillamente: «¡Buenos días, Madre!… Ave, Maria!… Salve, Regina!… ¡Todo por Ti, todo por Jesús y por Ti!…». Deja hablar a tu corazón, con tus atractivos personales. Una mirada de respeto y de amor bastan ya por sí solos. Este saludo, esta mirada, esta aspiración, no se dirigen a la estatua, a la imagen que tenemos ante los ojos, como bien sabemos, sino a Aquella a quien representan. Nuestro Padre de Montfort nos es aquí un lindo ejemplo. Durante los siete años que pasó en París se impuso una penitencia espantosa. Durante este tiempo debió circular un número incalculable de veces por la gran ciudad. Y durante todo este tiempo —como también durante su permanencia en Roma— no vio absolutamente nada. Circuló siempre con los ojos bajos a través de la brillante ciudad. No vio nada… salvo las imágenes de la Santísima Virgen, que se exhibían entonces en gran número en los cruces de las calles y en las fachadas de las casas. Avisado por un instinto secreto, levantaba los ojos para lanzar una mirada respetuosa y llena de afecto, y un saludo salido del corazón, a las imágenes de su Madre amadísima.
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Otro humilde medio: llevemos siempre con nosotros algo que nos evoque su recuerdo. Generalmente en nuestros países se hacía llevar a los niños pequeños, a los niños enfermos y sobre todo a los enclenques, los colores de la Virgen, hasta la edad de siete años por ejemplo. Era una costumbre muy hermosa, que está lejos de haber desaparecido. También hay adultos, sobre todo mujeres y señoritas, que se interesan en que su modo de vestir, por algún detalle, recuerde a la Santísima Virgen de un modo u otro. Cuando esto se hace de manera sencilla, discreta, sin afectación, ¿quién se atrevería a criticarlo? O puede tratarse también de una medalla, de una insignia, que llevamos siempre encima y que cumple la misma finalidad: pensar en la Santísima Virgen y hacer pensar en Ella a los demás. Muy prácticas para alcanzar el mismo fin son las estatuillas de bolsillo de la Santísima Virgen, que incesantemente podemos llevar en la mano o colocar delante nuestro en la oración, durante el trabajo, etc., sin que los demás se den cuenta de ello. Nuestro Padre de Montfort hizo esto durante una buena parte de su vida, ya desde su juventud, incluso durante sus años de escuela secundaria. Sin ningún respeto humano colocaba su estatuilla delante de él durante la clase o el estudio. A veces algunos lo pinchaban y se burlaban de él; pero él tranquilamente los dejaba hacer y hablar.
Un día un bromista de mal gusto le quitó su pequeña Virgen. Su reacción ante este gesto fuera de lugar es significativa: «Podrás quitarme de delante de los ojos esta imagen de mi Madre; pero no podrás arrancarme jamás la imagen espiritual de Ella que llevo en mi alma». Y el bromista devolvió entonces la estatuilla a su propietario. Ella lo acompañó toda la vida. Más tarde, durante sus innumerables viajes apostólicos, la fijará en la extremidad de su bastón de viaje, para tenerla constantemente ante los ojos. Y al fin, juntamente con el crucifijo, esta estatuilla suavizó y serenó su agonía y recibió de él, con su último suspiro, su beso supremo.
Naturalmente, una permanencia un poco más prolongada a los pies de una imagen de la Santísima Virgen, de una de sus imágenes milagrosas sobre todo, puede reforzar más nuestra unión con María. ¿Quién no piensa, al leer esto, en la Gruta de Lourdes, o en tantos otros lugares santificados por la visita de Nuestra Señora, donde uno se siente tan estrechamente unido a Ella, y como fundido con Ella? También en esto San Luis María puede servirnos de ejemplo. Durante sus años de estudios secundarios en Rennes visitaba cada día dos santuarios célebres de la Santísima Virgen, y permanecía a veces arrodillado allí durante horas enteras. Durante su estadía en París hacía cada sábado la peregrinación a Notre Dame. Con motivo de su peregrinación a Notre-Dame-sous-Terre en Chartres, se mantuvo durante ocho horas seguidas inmóvil, como en éxtasis, delante de la estatua milagrosa. Durante su estadía de quince días en Loreto, apenas podía arrancarse de la Santa Casa de Nazaret, y Nuestra Señora de Ardilliers, en Samur, lo vio un número incalculable de veces postrado a sus pies en fervorosa oración.
Otra práctica exterior para mantenerse unido a María, especialmente para quienes tienen que escribir mucho, es inscribir una breve fórmula mariana, A(ve) † M(aría) por ejemplo, en el encabezado de cada página que se escribe, incluso —¿y por qué no?— en el encabezado de las propias cartas, siempre que esto pueda hacerse respetando las conveniencias, y casi siempre es posible. Esta costumbre se difundió mucho desde hace algunas décadas. El Padre Poppe lo hacía siempre. Me acuerdo de que durante una visita que tuve el honor de hacerle a este santo sacerdote, tuvo que enviar un recado escrito —no eran mas de dos líneas— a la Hermana que le hacía un poco de secretaria. Pero antes de todo lo demás, escribió con todas las letras: Ave María.
Cuando se recomienda esta vida de intimidad con la Madre de las almas, se escucha a veces la siguiente respuesta: «¡Me gustaría mucho, pero nunca me acuerdo de ello!». Ante todo, no digas: «Me gustaría», sino: «Sí, quiero, y voy a ejercitarme en ello». Toma luego las medidas y adopta las prácticas que, casi forzosamente, te hagan pensar en ello. Por ejemplo, adquiere la costumbre, al levantarte y al acostarte, de dirigir a María una fervorosa oración y pedirle su bendición, al margen —claro está— de la oración de la mañana y de la noche propiamente dicha. Reza fielmente el Angelus por la mañana, al mediodía y por la noche al toque de campana, o antes de las comidas principales. Añade siempre un Avemaría a la oración de antes y de después de las comidas. ¿Oyes, en el campanario de tu iglesia o en el reloj de tu casa, que toca la hora, la media hora, el cuarto de hora? No dejes entonces de saludar cada vez a tu divina Madre, y de volverle a renovar, con dos palabras, tu total pertenencia a Ella.
De este modo la Santísima Virgen se introducirá en tu vida, y se unirá realmente a tu vida de cada día. Hay quienes aún van más lejos. El Padre Poppe, al salir de alguna habitación, parecía apartarse ante alguien como para dejarlo salir primero: ¡era su Dama y su Madre! O pedía su bendición antes de salir de su habitación o de su casa. Una buena familia cristiana de Anvers nos hizo la siguiente confidencia. Cuando la mesa está ya preparada para el almuerzo, se colocan alrededor de ella ocho sillas, la del padre, la de la madre, y la de los cinco hijos, y siempre, en la cabecera, en el lugar de honor… ¡la de la Santísima Virgen! Quizás piensen algunos que esta práctica es pueril o ridícula. ¡Cada cual a su gusto! Nadie está obligado a hacer lo mismo. Pero, en el fondo, ¿no es muy sobrenatural y encantador? ¿Acaso la gran Santa Teresa obraba de otro modo en el Carmelo de Avila, que había conseguido reformar sólo por un verdadero milagro de la Madre de la gracia? Por eso consagró oficialmente el Carmelo a María, y Nuestra Señora fue siempre proclamada en él como la primera Priora. En recuerdo de este acto la silla de la Priora debía quedar siempre vacía: ¡era el lugar reservado a la Reina del cielo, que debía seguir dirigiendo y protegiendo su Carmelo!