lunes, 8 de septiembre de 2008

Confianza en las pequeñas cosas



Confianza en las pequeñas cosas
No voy en busca de grandezas,ni de lo que sobrepasa mi cabeza.No, mantengo mi alma en la paz y en el silenciocomo niño en el regazo de su madre(Sal. 130 1-2)
Esto es lo que, en un Salmo muy breve pero muy rico, cantaba el Salmista cientos de años antes de la venida del gran Amigo de los niños, de Aquel que debía inculcarnos definitivamente que «si no os hacéis semejantes a los niños…».
No tenemos que olvidarlo: somos niños, o mejor aún, niñitos, «sicut parvuli», en la vida espiritual, ignorantes, débiles, impotentes, inconstantes. Por eso, queda claro que también debemos conducirnos como niñitos en este plano: «Nisi efficiamini sicut parvuli…». Nuestra mayor falta y nuestra mayor desgracia es tal vez la de querer obrar en la vida sobrenatural como «adultos». ¿Que dirías tú de un muchachito de tres años, que al igual que su papá quisiese fumar cigarros y puros, ir al café, subir a caballo, conducir un auto y ganar su propia vida? Sería demasiado ridículo, ¿no? Sobre todo sería funesto y peligroso para el pequeño, y causa de los más graves inconvenientes. Igualmente, sería ridículo de nuestra parte y peligroso a la vez que nosotros, pequeños seres divinos a penas esbozados, quisiésemos confiarnos en nuestro propio saber y poder. Como niños recién nacidos en el mundo sobrenatural, tenemos absoluta necesidad del socorro incesante de nuestra Madre divina, y gustosamente contestamos a su tierna invitación: «Si alguno es pequeñito, venga a Mí» .
Así pues, según el precepto de Cristo, hemos de conducirnos como niños, y esta infancia espiritual, según las explicaciones de Benito XV en su discurso de beatificación de Santa Teresa del Niño Jesús, consiste en gran parte en un espíritu de confianza ciega y abandono total. Este espíritu de infancia lo adquiriremos más fácilmente en el contacto habitual con la Santísima Virgen. Si constatamos que una persona es y sigue siendo plenamente niña con su madre, y sólo con ella, nadie podrá echárselo en cara… Hay cosas que no se dicen a nadie, ni siquiera al propio padre, pero que se confían a la madre, porque la madre no encontrará jamás pueriles o fastidiosas ni siquiera las cosas más humildes que nos preocupan o nos hacen sufrir.
Por lo tanto, que nuestra divina Madre sea nuestro recurso habitual en los más humildes detalles y en las más mínimas dificultades de la vida. Si descuidamos este recurso, perderemos la oportunidad de manifestarle a menudo nuestra confianza. Las pruebas duras, las decisiones importantes, los acontecimientos de gran alcance son una excepción en nuestra vida, que se compone habitualmente de mil pequeños detalles. Así, pues, si queremos vivir en un abandono habitual en su bondad materna, nos será menester ante todo y sobre todo recurrir a Ella en las humildes dificultades de cada instante.
Ejerzámonos así en apelar a Ella en nuestras empresas cotidianas, en cada dificultad de detalle, en todas nuestras necesidades de cada momento. Como en las familias en que hay muchos niños, que en nuestro corazón y en nuestra vida se oiga cientos de veces por día el grito tan conocido: «¡Madre!… ¡Mamá!… ¡Mamá, socorro!…». Sea así tanto en las cosas materiales como en las espirituales, tanto en nuestros intereses temporales como en los de un orden más elevado. De este modo nuestra vida llegará a ser, como lo muestra la experiencia, un encadenamiento de pequeñas maravillas.
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Tu salud deja que desear. Tal vez eres ya un profesional de la enfermedad, del sufrimiento. Mil miserias te impiden cumplir con tu trabajo de cada día. No te canses entonces de buscar, siempre de nuevo, el auxilio de María: «Mi buena Madre, esto no va… Esto no puede seguir así… Tienes que ponerte manos a la obra… ¡Ayúdame, por favor!». Y cien veces Ella intervendrá, y mil veces te dará la fortaleza necesaria por medio del descubrimiento de un remedio apropiado, el encuentro con un médico abnegado y clarividente, o cualquier otro modo.
Se trata ahora de vestidos, de alimento. Para ciertas familias no es un pequeño problema; en ciertas épocas fue para todos nosotros un problema capital y muy difícil. Di sencillamente a Nuestra Señora: «Mi buena Madre, Tú sabes de qué tengo necesidad. Trataré de buscar tu reino, confiando en que el resto me será dado por añadidura. Tu gran servidor, San Luis María de Montfort, habla por experiencia cuando dice que Tú proporcionas a tus hijos todo lo que necesitan para el cuerpo y para el alma. ¡Madre, ocúpate también de mí!». Y realmente Ella se ocupará de todo, como lo comprueban con admiración quienes caminan por esta vía.
Estás dudando, en la perplejidad, en una decisión que has de tomar. «¿Debo viajar o quedarme en casa? ¿Debo comenzar este trabajo o más bien aquel otro? ¿Hago o no esta venta o esta compra?». Por más que pesaste el pro y el contra no has adelantado nada. Realmente no sabes a qué decidirte. Pregunta simplemente a la Santísima Virgen: «Madre, te pido un buen consejo, por favor. ¿Qué debo hacer? Hazme tomar la mejor decisión». A menudo, sin saber por qué, ya no dudarás más y tomarás tu decisión. Y más tarde te quedarás asombrado de constatar que, sin razón aparente, has elegido realmente la mejor opción.
Por un motivo o por otro te cuesta cumplir tu trabajo de cada día y los quehaceres que te han sido asignados. No consigues realizar tu trabajo de modo satisfactorio para ti mismo, y aún menos para los demás, sobre todo para tus superiores. Eso te entristece, tal vez incluso te desalienta. Habla de ello a tu divina Madre: «Madre, te suplico que me ayudes, si este es el beneplácito divino. Dame ánimos, fortaleza y sabiduría para cumplir convenientemente mis deberes y sembrar alegría y dicha alrededor mío. Si lo logro, te remitiré a Ti toda la honra». Más de una vez hemos oído a personas afirmar que, desde que se dieron totalmente a María, realizaban más y mejor trabajo en mucho menos tiempo.
Te entregas al estudio porque estás en la enseñanza, realizas labor de educación. Para ti mismo y para los demás, niños o alumnos, te encuentras ante problemas insolubles, ante dificultades aparentemente insuperables. Nada funciona. Te desesperas de proporcionar a tus niños los conocimientos necesarios y la formación requerida. Consulta entonces sin cesar al Trono de la Sabiduría, a la Educadora por excelencia, de quien el mismo Hijo de Dios quiso recibir una educación de la que no tenía ninguna necesidad. Y verás que todo anda mejor. Tal vez llegarás incluso a resultados sorprendentes, como lo hemos oído afirmar más de una vez a personas encargadas de la formación de los niños.
Estás cansado, abatido, triste. Necesitas ser alentado y sostenido. Tu Madre lo comprende y se encargará de ello si tú se lo pides con filial importunidad. Un bonito regalo, un encuentro agradable, una carta amable, una palabra de consuelo, un canto de pájaro, la mirada cándida de un niño, ¿qué sé yo? Todo eso podrá ser la respuesta y la sonrisa de tu Madre. Ella dispondrá las cosas de modo que no puedas dudar de la procedencia de estas chucherías maternas y tengas que reconocer en ellas su dulce mano. Todos quienes la aman sencillamente como hijos están ya acostumbrados a estas intervenciones consoladoras.
La paz del hogar se siente amenazada. Es una tempestad en un vaso de agua, pero una tempestad de todos modos. Y no sabes cómo apaciguarla. Has dicho una palabra desafortunada que ha sido interpretada al revés, o tal vez has obrado realmente mal y tienes la culpa de lo que ha pasado. Te gustaría repararlo todo, pero no sabes cómo hacerlo: «Mi buena Madre, arregla Tú este problema». Y verás que la cosa andará, que enseguida se presentará la ocasión de decir una buena palabra, de prestar un pequeño favor, de dar una muestra de afecto. Y se disipará el malentendido, se serenará la atmósfera, se firmará la paz y volverá a brillar el sol de la alegría en el hogar ensombrecido.
Tienes un carácter difícil y desagradable. Eres cargoso para los demás, tal vez aún más para ti mismo. Tienes defectos, cuya existencia te cuesta admitir y cuya naturaleza te cuesta determinar, y sobre todo de los que te sientes incapaz de corregirte. Caes incesantemente en las mismas faltas. Tu examen de conciencia indica poquísimo progreso. ¿Alguna vez lo has hablado seriamente con la bondadosa Virgen? «Madre, no puedo seguir así… Tienes que ayudarme a conocer mis defectos y a corregirme de ellos». Repite esto a menudo, en cada dificultad. Poco a poco las cosas irán cambiando. Tus defectos desaparecerán, tu carácter se mejorará. Tal vez no te des cuenta de ello, porque la Santísima Virgen «trabaja en secreto, a espaldas del alma». Pero quienes viven contigo se quedarán admirados de las transformaciones que se habrán realizado en ti.
Después de años enteros de esfuerzo te encuentras igual de torpe, como novicio inexperto, en la ciencia de la oración. Tus oraciones siguen siendo igual de distraídas, y tus comuniones igual de tibias; tu meditación no te lleva a ninguna parte. Querrías llevar una vida más recogida, totalmente unida a Dios, y te parece estar siempre igual de lejos del ideal soñado. Habla de ello con tu Madre. Repítele a menudo, sobre todo al comienzo de tus ejercicios de piedad: «¡Madre, enséñame y ayúdame a rezar! ¡Esto es incumbencia y tarea de la Madre!». Haz como esa religiosa que decía: «No hago más que dar vueltas alrededor de Ella diciéndole: Madre, necesito a Jesús… Madre, dame a Jesús». Ella no puede resistirse a semejantes instancias.
En todo orden de cosas, pues, descubramos nuestras necesidades a la Santísima Virgen con la confianza de un niño. A menudo Ella nos hará palpar, de manera sorprendente, su intervención materna, aunque sólo sea para darnos la convicción de que está junto a nosotros, de que no nos abandona, y de que sigue toda nuestra existencia con solicitud materna.
Ella será Madre para con nosotros, y las madres son dichosas de ver alegres a sus hijos, no les niegan para nada las distracciones convenientes, y se ingenian incluso para proporcionárselas… Así será con nuestra Madre del cielo. Confíale incluso tus excursiones y tus fiestas, y todas las distracciones que te parecen necesarias o útiles: «Buena Madre, danos un lindo día… Haz que nada turbe la buena marcha de la fiestita que hemos organizado».
Sería imposible, y además superfluo, enumerar en detalle todas las circunstancias de nuestra vida, incluso las más humildes, en que hemos de solicitar —¡y obtener!— la intervención de Nuestra Señora. Acordémonos tan solo de que podemos y debemos recurrir a Ella en todo, sin excepción, incluso en aquellas cosas que podrían parecernos más insignificantes.
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Algunas indicaciones prácticas más.
1º Para implorar la ayuda de Nuestra Señora podemos ayudarnos de oraciones ya hechas: rezando, por ejemplo, algunas Avemarías, la Salve Regina, el Acordaos de San Bernardo, o cualquier otra oración o jaculatoria. Muy bien. Pero es mejor aún hacerlo con un grito del corazón, con una oración sin palabras, o con palabras que broten de nuestra propia alma… No temas ser demasiado sencillo ni demasiado niño con Ella. Le dirás tal vez cosas que no has leído nunca en ningún libro, ni oído pronunciar por ninguna boca, pero que responden a las necesidades y atractivos de tu corazón. Quédate tranquilo: es la verdadera oración, la que tu Madre del cielo acoge más gustosamente…
Así, pues, el recurso a Nuestra Señora puede hacerse por medio de una oración formal interior o vocal. Puede hacerse también de manera más sencilla y fácil, y tal vez más perfecta: estableciéndose y manteniéndose en la disposición habitual de esperarlo todo de Ella, con la convicción absoluta de que Ella se encargará de todo. Esto es, según la explicación de Santo Tomás, lo que Jesús nos pide cuando dice que «es preciso orar siempre sin desfallecer jamás». Será como un fuego de confianza oculto bajo la ceniza, que con el soplo de la tribulación y de la lucha se encenderá rápidamente con la llama de una súplica apremiante y de una oración formal muy ardiente.
2º Otra observación importante. Mira a este pequeño que se pone a la mesa. Ve junto a él un objeto que brilla, y que por consiguiente lo atrae: un cuchillo, un tenedor. Su manita se dispone ya a agarrarlo. Esta vez la mamá no cederá. Dulce, pero inexorablemente, retira de su alcance el peligroso objeto, aunque el pequeño tirano insista en quererlo con gritos y lágrimas a las que ordinariamente nada resiste… Generalmente también la mamá sabrá desviar la atención del niño sobre otra cosa, y apaciguarlo y contentarlo de otra manera.
En nuestras miras tan cortas pedimos frecuentemente a la Santísima Virgen cuchillos y tenedores, esto es, cosas que nos serían perjudiciales, sobre todo cuando se trata de asuntos temporales y materiales. Salta a la vista que nuestra divina Madre no nos concederá estos bienes sino en la estricta medida en que contribuyan a nuestros intereses superiores, santidad y felicidad eternas. ¡Hemos conocido a una persona que, por lo menos en treinta comunidades religiosas distintas, pedía novenas a la Santísima Virgen, persuadida de que ganaría el gordo de la Lotería colonial! Es muy posible que estas súplicas hayan quedado sin respuesta, cuanto más que para esta persona habría sido una verdadera catástrofe obtener lo que pedía. En semejantes casos la Santísima Virgen desvía nuestra oración sobre algún otro favor o gracia que nos será realmente útil y provechoso. ¡Tengámoslo presente en los casos en que nos parezca no ser escuchados!
Y a pesar de todo Ella es Madre, incluso Mamá, y se muestra como tal. Todas las mamás miman un poco a sus hijos. Las regañamos por eso, ellas prometen corregirse y… vuelven a las andadas en la primera ocasión. Nuestra Madre del cielo es mil veces más madre que las de la tierra. Tampoco Ella puede evitar mimar un poco a sus hijos, en el sentido de que a menudo nos hará experimentar su intervención materna en los más humildes detalles de la vida, lo cual no le impide para nada ser también la Mujer fuerte, que da a sus hijos una educación viril y los forma a imagen de su Jesús crucificado.
3º Una cosa más: ¡Abramos los ojos! A veces nos sucede que, en un momento de apuro, de dificultad y de pena nos dirigimos a Ella. La dificultad se resuelve, la indisposición desaparece, la paz del hogar se restablece, el ánimo nos vuelve, etc. Pero todo esto se realiza habitualmente por medios naturales e intervenciones humanas; y nosotros no somos lo suficientemente clarividentes para reconocer la mano de nuestra divina Madre detrás de las influencias humanas y naturales. Ella es quien dispuso las circunstancias que nos han permitido tener este encuentro, hecho descubrir este remedio, puesto ante los ojos esta página reconfortante, colocado en los labios de un sacerdote esta palabra que da luz y consuelo. Hemos sido escuchados, Ella es quien nos ha escuchado, y nosotros ni siquiera nos hemos dado cuenta de ello. Miles de beneficios de la Mediadora de todas las gracias pasan así desapercibidos de sus hijos. Por eso, una vez más: ¡Abramos los ojos del alma para discernir en nuestra vida su actividad materna beneficiosa, que se ejerce sin cesar sobre nosotros!
¡Ojalá recurramos sin cesar a su influencia poderosísima, incluso en las más mínimas dificultades que se nos presentan; pero ojalá elevemos también hacia Ella una mirada de alegre agradecimiento cuando nuestras oraciones hayan sido oídas!
A los niñitos se les enseña a no aceptar nunca nada de la mamá sin decir: «¡Gracias, mamá!». Acostumbrémonos también nosotros, como hijos bien educados y agradecidos, a decir a Nuestra Señora por cada beneficio concedido: «¡Gracias, mi buena Madre!».
Y si a veces llegáramos a olvidarnos de este deber elemental —y a causa de nuestras miras cortas y de nuestro espíritu limitado es imposible que no sea así—, consolémonos con el pensamiento de que nuestra eternidad será una jubilosa e interminable acción de gracias a Dios, autor de todo don, y a su divina Madre, dispensadora generosa de todos sus favores.