lunes, 8 de septiembre de 2008

“En calidad de esclavo”



"En calidad de esclavo"
En los últimos decenios, la perfecta Devoción a la Santísima Virgen se difundió de manera asombrosa en el mundo, y especialmente en Bélgica.
No siempre fue sin esfuerzo.
Como esta es una de las manifestaciones más preciosas de la vida cristiana, y uno de los medios más eficaces para promover la gloria de Dios y el reino de Cristo, es perfectamente normal que su difusión se tope con serias dificultades.
Una de las que hemos tenido que superar sin cesar es el temor y la repugnancia que inspira a primera vista el nombre de nuestra excelente devoción a Nuestra Señora.
¡Cuántas veces hemos oído decir: «Quiero ser hijo de María, pero no su esclavo… Es más perfecto llamarse hijo que esclavo de la Santísima Virgen»!
La mayoría de nuestros esclavos de amor comprenden y aprecian este nombre. Hay otros que guardan una cierta aprensión por la palabra y sólo difícilmente se acostumbran a las resonancias peyorativas que comporta.
Nuestros asociados, y sobre todo nuestros propagandistas, deben estar bien instruidos, y bien armados de veras, para las luchas que a veces deben librar o sostener.
Por eso es útil, si no necesario, examinar a fondo este nombre, y tratar de él un poco más extensamente. Dígnese Nuestra Señora amadísima conceder sus gracias de luz convincente a los capítulos que vamos a consagrar a este tema.
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Montfort no duda en llamarnos «esclavos, esclavos de amor y de voluntad» de Jesús y de María.
En «El Secreto de María» escribe tranquilamente que la devoción a la Santísima Virgen «consiste en darse por entero en calidad de esclavo a María, y a Jesús por Ella». Y en el Acto de Consagración, que proviene, es cierto, no del «Tratado de la Verdadera Devoción», ni de «El Secreto de María», sino del «Amor de la Sabiduría eterna», nos hace decir: «Os entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma…».
En su doble trabajo mariano, nuestro Padre describe extensamente la diferencia que hay entre un siervo y un esclavo, y demuestra que debemos pertenecer a Jesús y a María, no sólo como siervos, sino también como esclavos voluntarios de amor .
Algunos, en otro tiempo, pensaron poder o deber resolver la dificultad suprimiendo de los escritos de Montfort —¡así de simple!— toda mención de esclavitud. Es una solución que, evidentemente, no podemos aceptar ni aplicar. Sería mutilar la obra de nuestro Padre y saquear su herencia. Y si bien es cierto que el nombre o la expresión no es lo más importante, no es menos cierto que si se abandona el verdadero nombre, se corre el riesgo de falsificar el verdadero espíritu de la devoción mariana montfortana.
Por lo tanto, sin dar una importancia exagerada al nombre, debemos conservarlo, explicarlo y defenderlo, incluso si esta actitud presenta inconvenientes desde el punto de vista de la propaganda.
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En las presentes líneas esperamos poder condensar lo que hay que pensar de este nombre. Y luego, en las páginas siguientes, nos esforzaremos por explicar y justificar estas diversas proposiciones.
El nombre de esclavo, aplicado al alma para designar sus relaciones con Dios, con Jesucristo y también con la Santísima Virgen, es una palabra plenamente cristiana, porque es tradicional y escrituraria. Pero debe ser entendida en su acepción únicamente esencial. Sin decir todas las relaciones del alma cristiana con Dios y con la Santísima Virgen, es la única palabra que exprese de un solo golpe nuestra pertenencia total, definitiva y gratuita a Jesús por María. Sin embargo, no hay que dar una importancia exagerada a una palabra en cuanto tal; para practicar perfectamente la verdadera Devoción a Nuestra Señora no es absolutamente necesario servirse de ella; mas no sería sensato tampoco alejarse de la práctica más excelente de devoción hacia la Santísima Virgen a causa de las resonancias peyorativas que parecen vincularse a una palabra.
Mostremos ante todo que esta palabrita terrible (?) se encuentra frecuentemente en la tradición cristiana, y eso en la boca y en la pluma de aquellos que son considerados generalmente como los testigos auténticos del verdadero sentido cristiano.
Así, el santo Cura de Ars se había ligado por voto a la santa esclavitud de María. Más tarde estableció en Ars la cofradía de la santa esclavitud, y tenía la costumbre de decir que quienquiera tomaba en serio su salvación, debía entrar en esta saludable cofradía.
San Alfonso de Ligorio, Doctor de la Iglesia y uno de los mayores devotos de María que jamás haya visto el mundo, hace decir a sus hijos: «Oh Madre del amor hermoso, aceptadme como vuestro siervo y esclavo eterno. Mi reino en este mundo será servir a vuestro Jesús y serviros a Vos misma, oh la más hermosa de las Vírgenes. No quiero ya ser mío, sino que quiero ser sólo vuestro, en la vida y en la muerte».
Sería fácil, en los siglos XVII y XVIII, citar a un sinnúmero de hombres santos e ilustres, que estaban orgullosos de llamarse esclavos de amor de la Reina del cielo: San Juan Eudes, el Cardenal de Bérulle, el Padre Olier, etc. Igualmente, series enteras de obispos belgas de esta misma época reclaman para sí este verdadero título de nobleza.
Santa Margarita María, la esposa amante y confidente del Corazón de Jesús, sabía que esta santa esclavitud en nada pone trabas al más íntimo trato de amor con El. Por eso escribe en un admirable Acto de Consagración: «Santísima, amabilísima y gloriosísima Virgen, Madre de Dios…, a quien nos hemos dado y consagrado enteramente, gloriándonos de perteneceros en calidad de hijas, siervas y esclavas en el tiempo y para la eternidad: de común acuerdo nos echamos a vuestros pies para renovar los compromisos de nuestra fidelidad y esclavitud hacia Vos, y suplicaros que en calidad de cosas vuestras nos ofrezcáis, dediquéis, consagréis e inmoléis al Sagrado Corazón del adorable Jesús… No queremos tener otra libertad que la de amarlo, ni otra gloria que la de pertenecerle en calidad de esclavas y víctimas de su puro amor… Queremos hacer consistir toda nuestra felicidad en vivir y morir en calidad de esclavas del adorable Corazón de Jesús, hijas y siervas de su santa Madre».
San Ignacio de Loyola, en la Meditación sobre el misterio de Belén, se considera a sí mismo como un «pobrecito esclavito indigno» de la Sagrada Familia.
Es notable, por otra parte, que nuestra Consagración total, con el nombre que le da Montfort, se encuentra en un gran número de Ordenes muy antiguas, como los Cartujos, los Trapenses, los Carmelitas, etc.
Hermosísima es la oración que el gran San Buenaventura dirige a María: «Gloriosísima Madre de Dios, Dueña del universo y Soberana de todo el género humano, a quien la corte celestial sirve con todos los Angeles, Arcángeles, Querubines, Serafines y todos los coros de los espíritus bienaventurados; yo, el más vil de los hombres y de las creaturas, espontáneamente, después de al Señor mi Dios, me entrego por entero como esclavo a Vos, Dominadora de las naciones y Reina de los reyes. Me despojo de todo derecho y de toda libertad, en la medida en que los poseo, para deponerlos por siempre en vuestras manos. Poseedme, Soberana, usadme, tratadme y empleadme como vuestro esclavo. Oh Soberana, os suplico que obréis así, y que no despreciéis la dependencia de vuestro siervo. Sed Vos mi Soberana eterna, y sea yo vuestro esclavo eterno mientras Dios sea Dios, a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén».
San Bernardo, el «Doctor melifluo», exclama: «No soy más que un vil esclavo, que tiene el gran honor de ser el siervo del Hijo al mismo tiempo que de la Madre».
El célebre monje, Notker de Liège, se declara «indignum Sanctæ Mariæ mancipium: el indigno esclavo de Santa María».
Del Papa Juan VII (comienzos del siglo VIII) no nos quedan más que dos inscripciones, que dicen en griego y en latín: «Esclavo de la Madre de Dios».
San Ildefonso nos aporta el testimonio de su país, España, en el siglo VII, cuando escribe: «Para ser el devoto esclavo del Hijo, aspiro a la fiel esclavitud de la Madre».
Los siglos más remotos del cristianismo dan testimonio en favor de esta noble y santa esclavitud. En las ruinas de Cartago se encontró un gran número de inscripciones, que se remontan según unos al siglo VI, según otros al siglo IV, en las que los cristianos de ese tiempo se proclaman «esclavos de la Madre de Dios».
Tenemos, por fin, una prueba decisiva, suficiente por sí misma, de la legitimidad de la palabra, en el catecismo compuesto según los deseos del Concilio de Trento, y destinado a enseñar a los fieles la verdadera y sana doctrina cristiana en esos tiempos de innovadores y de herejes. En él se afirma que es «muy justo que nos demos para siempre a nuestro Redentor y Señor no de otro modo que como esclavos: non secus ac mancipia».
¿No es asombroso que con testimonios tan formales y tan autorizados haya aún quienes puedan y se atrevan a poner en duda la ortodoxia de esta denominación tan cristiana?
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Hasta ahora no se ha escrito una historia completa y profunda de la santa esclavitud. Sería muy deseable que se emprendiera esta obra. ¿Qué joven Montfortano cautivado por su ideal, o qué otro sacerdote de María se sentirá llamado a esta tarea, ardua pero preciosísima? Estamos persuadidos de que trabajadores inteligentes, concienzudos y tenaces, harían verdaderos descubrimientos en este terreno, como lo prueban los datos recogidos, por ejemplo, por Kronenburg C. SS. R. en Holanda, el Padre Delattre de los Padres Blancos en Cartago, Monseñor Battandier en Roma, etc.
Por lo que a ti se refiere, apreciado lector, repasa con tu corazón, a modo de oración, los hermosos testimonios que hemos citado más arriba. ¡Nos es tan provechoso repetir nuestra pertenencia total a María por los labios y por el corazón de estas grandes almas cristianas y marianas!
Entonces veremos cómo es cierto, según el decir de San Alfonso, que para nosotros «reinar en esta tierra será precisamente servir como esclavos a Jesús y a su dulce Madre».
Que nuestra firma vaya siempre acompañada de la expresión de nuestra pertenencia total: que la fórmula E. d. M. (esclavo de María), u otra semejante, sea inseparable de nuestro nombre.
Así firmaba invariablemente San Luis María de Montfort, nuestro Padre y modelo: Luis María de Montfort, sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María