lunes, 8 de septiembre de 2008

El sacrificio supremo



El sacrificio supremo
De todo lo que hemos pedido por el reino de Cristo, lo más precioso de entrada será el ofrecimiento de nuestra última enfermedad, de nuestra agonía, de nuestra muerte. En este punto hay una grave laguna incluso en la mayoría de las almas que desean vivir santamente. Un sacerdote, una religiosa, un seglar fervoroso que muere con la única preocupación de hacer una buena y santa muerte, no ha comprendido e imitado completamente a Cristo, Modelo supremo. Jesús murió por la salvación de sus hermanos. Murió por su ideal: la glorificación suprema y el reino de su Padre. Nosotros, que somos los miembros de Cristo, y tal vez los miembros privilegiados de su Cuerpo místico, hemos de esforzarnos por subir a estas alturas. Todos los dolores, todas las angustias, todas las tinieblas, todos los terrores, todas las impotencias, todo el espantoso sufrimiento, toda la lucha terrible de estos últimos instantes, hemos de ofrecerlos «per adventum ipsius et regnum eius» : por el advenimiento de Cristo como Rey y por el reino de su Madre amadísima. Y para que no le falte a nuestra vida esta coronación suprema, puesto que la muerte viene como un ladrón en la noche y tal vez nos sorprenda, hemos de aceptar cada día en la santa Misa nuestra hora suprema, con todas las circunstancias que la precedan y acompañen.
De este modo hemos de disponer nuestra vida, y ofrecer por esta intención sublime toda nuestra existencia de trabajo, de oración y de sufrimiento. Hemos de intentar también formar a los demás en este sentido. Hay ciertamente muchas almas banales, que serán insensibles a esta orientación de la vida. Pero los buenos cristianos, al contrario, se dejarán conducir a ello fácilmente. En las horas de sufrimiento y de prueba serán sensibles al valor espléndido que queda vinculado así a su vida. Hemos comprobado más de una vez cómo cristianos simples en el mundo, en su lecho de agonía, aceptaban con agradecimiento este ideal supremo, y cuánto los ayudaba esta aceptación a santificar y suavizar considerablemente la lucha suprema y los últimos sufrimientos.
Vida santa y hermosa
Muy hermosa, rica y elevada es la vida totalmente impregnada de este santo «idealismo». Además, ¿quién podrá dudar de la santidad objetiva de una existencia colocada enteramente bajo el signo de esta aspiración incesante a la gloria de Dios por el reino de María? ¿Acaso no es el ejercicio continuo del amor más puro y desinteresado, en el que reside esencialmente la perfección? ¿Hay algún medio más eficaz para escapar a este miserable amor propio, a este egoísmo deprimente, que se desliza imperceptiblemente en todas nuestras acciones? ¿No es esta una receta maravillosa contra un mal del que sufren tantas almas, sobre todo en los claustros: estar incesantemente ocupadas de sí? ¿No es «tener — sobre un punto tan esencial— los sentimientos de Cristo Jesús» y de su santa Madre, cuya vida y muerte estuvieron orientadas únicamente, no a su progreso o gloria personales, sino a la glorificación suprema de Dios por la salvación y santificación de las almas?
Y sin embargo, incluso desde el punto de vista de mi santificación personal, ¡qué fuerza maravillosa se desprenderá de este pensamiento elevado, mantenido habitualmente y con fidelidad! Haré mi trabajo con más cuidado, con más ardor, con más perfección, porque sé que, al margen del salario humano y de mi mérito personal, con él estoy sirviendo poderosamente al ideal más sublime. Mi oración se fundirá así con la oración universal de Jesús y de María y de todos los santos, y el pensamiento exaltador de la conquista del mundo para Dios por María facilitará la atención, estimulará el fervor y empujará el alma a esta santa violencia de suplicación, a la que el mismo Cielo no sabe resistir. Además, encontraremos en esta consideración un aliento increíble y una fuerza insospechable para practicar lo que hay de más difícil en la vida de perfección, la abnegación universal y la aceptación valiente de la cruz y del sufrimiento.
Maravilloso poder de conquista
Nos parece que nadie dudará tampoco del poder irresistible de este apostolado oculto, subterráneo. Todas las fuerzas alabadas, despertadas y movilizadas por Jesús se dan cita en esta vida para alcanzar el querido ideal soñado: la humildad, la renuncia, el sufrimiento, la oración. Hemos recordado la promesa de fecundidad que Cristo vincula, bajo la figura del grano, al ocultamiento y a la muerte. El prometió escuchar toda oración: ¿podría desde entonces resistir a una oración que sube de un alma de buena voluntad día y noche sin parar, durante meses y años enteros, una oración que sólo apunta a su propio triunfo y a la glorificación de su Madre? El Señor prometió repetidas veces —«o admirabile commercium!»— hacer la voluntad de quienes cumplan la suya. Por lo tanto, si nosotros nos sometemos fielmente a esta Voluntad, ¿cómo podrá El resistir al voto incesante, a la aspiración de voluntad ardiente y de cada instante, de que venga su reino por el de su Perfecta, su Inmaculada y su Unica?
Y ¿quién de nosotros que haya realizado a cierta escala el apostolado activo, ha dejado de experimentar sensiblemente los efectos de este apostolado humilde y oculto? ¿Quién no ha notado en ciertos días que su palabra, oral o escrita, entraba más profundamente en las almas y tomaba resonancias inusuales? ¡Tan a menudo el Señor, en nuestros trabajos, nos ha hecho conocer al «precursor», al alma sencilla y oculta que, por medio de años de oración y de sacrificio, había asegurado los frutos más ricos al apostolado que debía venir! ¡Tan a menudo el Maestro nos ha hecho palpar la verdad de estas palabras: «Yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado; otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga» ! Repitámoslo: no podemos dudar de la fecundidad de este apostolado, cuando recordamos que por medio de él Jesús se aseguró sus más hermosos triunfos y que María, que es la Reina de los Apóstoles, no ejerció casi ningún otro tipo de apostolado, y sin embargo por él conquistó para el Padre, juntamente con Cristo, el mundo entero de las almas.
Una revolución mundial
Jesús llamaba tristemente a su enemigo de siempre «el Príncipe de este mundo», pero asegurando que un día «será echado fuera». Bendita revolución será la que derribe de su trono al infame usurpador, que se apoderó parcialmente de lo que, después de Dios, no pertenece más que a Jesús y a María.
Ahora bien, todas las revoluciones se preparan por medio de sociedades secretas y combinaciones ocultas. Y a veces uno se extraña de que una revolución, que no parecía tener ninguna probabilidad de éxito, se desarrolle, se extienda, y acabe por arrastrarlo todo con ella. ¡Se impone la revolución mundial que debe destruir el imperio de Satán, para edificar sobre las ruinas de este imperio el reino de amor de Cristo y de su Madre, Rey y Reina legítimos del mundo y de los hombres! ¡Seamos nosotros las fuerzas latentes del deseo, de la oración y del sacrificio que deben preparar y asegurar el éxito de esta revolución pacífica y bienhechora!
Como hemos dicho, la vida de las almas que adoptan y sirven este espléndido ideal es hermosa, preciosa, noble y elevada. También es feliz y consolada, pues viven en la esperanza, o mejor dicho, en la certeza de que se realizará lo que persiguen con sus deseos ardientes y esfuerzos perseverantes; y Dios no les negará la alegría dulcísima de ver parcialmente realizado, ya en la tierra, lo que desearon fiel y ardientemente.
A condición de que, con esta vida, no dejen de seguir tendiendo a su sublime Ideal…
La pequeña Teresa prometía pasar su cielo haciendo bien en la tierra. Nosotros esperamos emplear el nuestro haciendo triunfar y reinar a Jesús y a María en este mundo. Por nuestras oraciones, que serán entonces mucho más poderosas, por la oblación de nuestros modestos méritos, unidos a los méritos inconmensurables de Jesús y de su santísima Madre, seguiremos trabajando con Ella y por Ella hasta el último día, hasta la consumación de los tiempos:
hasta que la última joya viva haya sido engastada en su corona;
hasta que la última oveja perdida suya sea conducida a sus pies;
hasta que el último grano de trigo sea recogido en su seno;
hasta que se cuente y se complete el número de la «descendencia de la Mujer»;
de quienes, contemplando, admirando, amando y glorificando a la Elegida de Dios, a la Bendita de Dios, a la Privilegiada de Dios,
contemplen, amen, posean, alaben, canten y adoren en una explosión de jubilación
a su Hijo único, Rey inmortal de todos los siglos y mundos,
Jesucristo,
a quien sea todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.