lunes, 8 de septiembre de 2008

Esclavitud de amor y magisterio doctrinal



Esclavitud de amor y magisterio doctrinal
Según el consejo de San Luis María de Montfort, queremos obrar y vivir por María.
Lo cual quiere decir que en todas las cosas queremos dejarnos conducir por Ella y obedecerle.
Esto se hace, entre otras cosas, por medio de una obediencia total, universal, humilde, alegre y ciega, prestada a la autoridad, a toda autoridad legítima. Nuestra divina Madre quiere y aprueba todo lo que quiere y desea la autoridad. Ella critica y prohibe todo lo que la autoridad legítima condena y prohibe.
Hemos hablado de todo esto.
Para ser completos, debemos señalar aún un poder muy especial de la autoridad eclesiástica, y por lo tanto un deber muy especial que hemos de cumplir para con esta autoridad.
Con exclusión de toda otra autoridad, la Iglesia se encuentra revestida de una verdadera autoridad en materia de doctrina, de lo que llamamos el magisterio doctrinal.
Los demás organismos dirigentes se encuentran revestidos de un poder de jurisdicción y gobierno: tienen que prescribir a sus subordinados lo deben hacer u omitir.
La Iglesia, y sólo Ella, tiene además el derecho, el poder y la misión de proponernos y de imponernos lo que en materia «de fe y costumbres» debemos pensar o creer.
Si reflexionamos en ello, no es algo que deba asombrarnos.
La Iglesia tiene la misión de conducirnos a la participación de la vida personal e íntima de Dios por la gracia santificante, la práctica de las virtudes y la eterna visión de gloria.
Su fin, y por lo tanto su ser, son sobrenaturales. Ella debe introducirnos en un mundo del que, fuera de la Revelación, no podemos siquiera conocer la existencia. Por lo tanto es preciso que, como órgano de Dios, Ella nos enseñe las verdades dogmáticas y prácticas de que tenemos necesidad para elevar nuestra vida a este plan de existencia superior y verdaderamente divina.
Es preciso que Ella pueda enseñarnos estas verdades con certeza, y por eso se encuentra revestida de infalibilidad en materia «de fe y costumbres».
Y si realmente está investida de un poder doctrinal, de una autoridad de enseñanza, a este poder y autoridad le corresponde de parte nuestra el deber de aceptar su dirección y someter nuestro pensamiento y nuestro espíritu a sus enseñanzas.
La Santa Iglesia ejerce este poder doctrinal por medio del Papa y de los Obispos.
Ellos, y estrictamente hablando ellos solos, son los que han recibido de Dios y de Jesucristo la misión y el poder necesario para proponernos de manera obligatoria todo lo que Cristo nos enseñó.
A este fin recibieron, dentro de ciertos límites y mediante algunas condiciones, la infalibilidad en materia de doctrina: el Sumo Pontífice ante todo, pero también los Obispos, cuando, juntos y en acuerdo con el Papa, se pronuncian sobre un punto de doctrina o de moral.
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Nos ha parecido importante recordar a nuestros esclavos de amor, que no sólo el Sumo Pontífice, sino también los Obispos, tienen autoridad para indicarnos lo que debemos pensar o creer en materia de fe y costumbres.
Ellos deben pronunciarse de manera autoritativa, y por lo tanto obligatoria para nosotros, sobre lo que se contiene en el tesoro de la Revelación.
Ellos tienen derecho a darnos directivas doctrinales sobre todas las verdades dogmáticas y morales que están en conexión con la Revelación divina.
Tenemos el derecho y el deber de dejarnos conducir por sus enseñanzas en el terreno sobrenatural en sentido amplio, tanto desde el punto de vista del pensamiento como de la acción.
La infalibilidad no es siempre una condición indispensable para esto.
Nadie pretenderá que un obispo, tomado a parte, incluso cuando se dirige autoritativamente a sus fieles, goce de una infalibilidad absoluta.
Pero es también incontestable que el obispo, en el ejercicio de su magisterio doctrinal, tiene derecho a una asistencia especial del Espíritu Santo, y que habla entonces como el representante delegado de Cristo, al que tenemos que someter, no sólo nuestras acciones, sino también nuestro pensamiento y nuestro espíritu .
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Es algo que a veces olvidamos.
Leíamos en un libro serio sobre la Santísima Virgen, que no hay más que tres verdades marianas expresamente definidas como de fe, y que todas las demás verdades marianas que debemos creer deben ser determinadas científicamente por los teólogos, y que los fieles deben aceptarlas bajo su autoridad.
Eso es olvidar que existe un magisterio ordinario de la Iglesia, ejercido por el Papa y los Obispos.
No son los sabios, ni siquiera los teólogos, quienes han recibido una misión divina para enseñarnos de manera auténtica y autoritativa la verdad revelada: sino sólo el Sumo Pontífice y los Obispos, y a ellos ante todo debemos consultar y escuchar.
Ese es nuestro deber. Es aún más nuestro provecho.
Porque está fuera de lugar poner siempre el acento en el deber, en la carga, por decirlo así, que nos impone este magisterio doctrinal.
Veamos también y sobre todos sus beneficios, las ventajas que presenta para nosotros este poder doctrinal, la seguridad que en esta materia nos aporta, la facilidad preciosa de saber lo que en este terreno debemos creer y pensar.
¡Qué dicha, qué felicidad es para nosotros escuchar lo que en materia religiosa en sentido amplio nos enseñan los Sumos Pontífices en sus Encíclicas, y nuestros Obispos en sus Cartas pastorales!
Aconsejamos con insistencia a los fieles, a nuestros esclavos de amor, que acudan especialmente a estas fuentes, cuando se trata de verdades marianas.
¡Qué riqueza, qué magnificencia de doctrina mariana hay en las encíclicas de León XIII, San Pío X, Benito XV, Pío XI, Pío XII, y qué enseñanzas preciosas también en los Mandatos y Cartas pastorales de nuestros Obispos!
Esclavos de amor de Jesús y de María, practiquemos de manera ejemplar la dependencia de acción, pero también la obediencia de pensamiento y de juicio, para con aquellos que representan a Cristo ante nosotros.
Eso es imponer a nuestro espíritu el «yugo suave y la carga ligera» de Cristo y de Nuestra Señora.
Eso es caminar, con el espíritu de María, en seguimiento de Cristo, que pudo decir: «Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» .