lunes, 8 de septiembre de 2008

Apostolado mariano



Apostolado mariano
En nuestras consideraciones precedentes nos hemos convencido de que el reino de Cristo vendrá por el reino de María, por la práctica generalizada de una devoción mariana íntegra. Con esta convicción nos es fácil decidirnos a contribuir con todos nuestros esfuerzos a este reino mariano, condición indispensable y medio, no único pero sí infalible, para realizar el reino de Dios. Por este motivo Montfort nos pide el apostolado mariano en términos convincentes: «Como un buen siervo y esclavo, no de debe permanecer ocioso; sino que es preciso, apoyados en su protección, emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana. Es menester defender sus privilegios cuando se los disputa; es necesario sostener su gloria cuando se la ataca; es preciso atraer a todo el mundo, si fuera posible, a su servicio y a esta verdadera y sólida devoción; es menester hablar y clamar contra los que abusan de su devoción para ultrajar a su Hijo, y al mismo tiempo establecer esta verdadera devoción» .
Pío XII se atrevía a imponer esta obligación, por decirlo así, a los 600.000 peregrinos que asistían, el 13 de mayo de 1946, a la coronación de Nuestra Señora de Fátima, y la habían reconocido y aclamado así como su Reina: «Al coronar la estatua de Nuestra Señora os habéis comprometido, no sólo a creer en su realeza, sino también a depender lealmente de su autoridad, a responder filial y continuamente a su amor. Habéis hecho más que eso: os habéis alistado como Cruzados para la conquista o la reconquista de su reino, que es el reino de Dios. Esto quiere decir que os obligáis a esforzaros para que Ella sea amada, venerada, servida alrededor vuestro en la familia, en la sociedad, en el mundo».
Hemos demostrado precedentemente que en este campo pueden y deben hacerse progresos importantes, tanto en profundidad como en extensión. Cuando se piensa que en el orden sobrenatural nada se hace sin Ella, ni una definición dogmática, ni una furtiva oración jaculatoria, nada de importancia ni nada mínimo por el reino de Dios, uno se da cuenta de que aún falta mucho por hacer para adaptarnos plenamente a los designios de Dios en este punto. Caminamos hacia la Tierra prometida, es cierto. Pero estamos aún lejos de haberla alcanzada. Es tarea de los sacerdotes y de todas las almas apostólicas encaminar el pueblo cristiano hacia esta Tierra de maravillas .
Podemos y debemos practicar el apostolado mariano de muchas maneras: por el apostolado de acción, empujando las almas a la devoción mariana bajo todas sus formas, sin excluir la más elevada; y por un apostolado oculto, subterráneo, de que trataremos más tarde.
Asimismo, podemos ser apóstoles de acción en el campo mariano de dos maneras, «in recto» e «in obliquo», diría la Escolástica: ya sea tomando como fin inmediato de nuestros esfuerzos apostólicos el desarrollo de la piedad mariana en nuestros semejantes, ya sea —sin hacer de ella el objeto directo e inmediato de nuestros esfuerzos— propagando la doctrina y la devoción mariana más bien como de paso, esto es, impregnando con ella nuestro trabajo apostólico general, o si se quiere, haciendo apostolado con un espíritu mariano.
Quien reflexiona debe admitir el siguiente principio: que, dada la misión de María en toda la economía sobrenatural, nuestra actividad apostólica debe estar enteramente impregnada del pensamiento y de la influencia de María.
Debemos dirigirnos a Ella para obtener las gracias apostólicas, pues toda gracia nos viene por Ella después de Dios. No quiere esto decir que sea necesario hacerlo siempre de modo expreso y explícito. Hemos de aplicar aquí lo que Montfort escribe de nuestros esfuerzos de santificación personal: «Persuadíos, pues, de que cuanto más miréis a María en vuestras oraciones, contemplaciones, acciones y sufrimientos, si no con vista distinta y advertida, por lo menos con una general e imperceptible, más perfectamente encontraréis a Jesucristo, que siempre está con María, grande, poderoso, operante e incomprensible» .
Esto vale también para toda nuestra actividad apostólica. Hemos de penetrarnos a fondo de nuestra dependencia total para con Ella en toda empresa sobrenatural, reconocer prácticamente esta dependencia, de un modo u otro, y de vez en cuando recordarnos de la necesidad que tenemos de su socorro, y volvernos hacia Ella. Asimismo, hay que hacer que las almas sean conscientes de esta dependencia, introduciendo a la Santísima Virgen, de una manera u otra, en nuestra actividad apostólica. Fuera de esto, para producir frutos de salvación y de santidad en las almas, bastará que nos mantengamos en la convicción habitual de nuestra dependencia de Nuestra Señora.
Una vez más, reconocer prácticamente el papel decisivo de la Santísima Virgen en nuestra vida apostólica puede hacerse de más de un modo. Podemos hacerlo más bien subjetivamente, invocando a Nuestra Señora o renovando la consagración a Ella antes o después de cada empresa apostólica. O bien instalando, por ejemplo, una imagen de la Santísima Virgen en la sala del patronato, o insertando un lema mariano en el encabezado de un trabajo escrito, o invocándola con los oyentes o alumnos antes de una predicación o lección de catecismo. Muy hermosa costumbre, un poco desaparecida hoy, era la de rezar un Avemaría después del exordio de un sermón; el Padre Poppe estaba muy bien inspirado al recordar o invocar a la Mediadora de todas las gracias al comienzo de cada alocución.
Otra manera de dar a la Santísima Virgen el lugar a que tiene derecho en nuestros trabajos apostólicos es evocar su pensamiento o su recuerdo a propósito del tema de que se está tratando. La mayor parte del tiempo eso podrá hacerse sin la menor búsqueda o apariencia de afectación. Uno queda sorprendido a veces de ver a sacerdotes, teóricamente muy favorables a la orientación mariana actual, no aprovechar las ocasiones más naturales de traer su recuerdo o su mención en una predicación, un artículo, una lección de religión. Si predicamos sobre la Santísima Trinidad, no hace falta decir que señalaremos los vínculos excepcionales de María con cada una de las tres Personas divinas. Si hablamos de la grandeza y del poder divinos, encontraremos la ocasión de subrayar la infinita dignidad de la Maternidad divina. Cuanto tratamos del cielo, recordaremos a nuestro auditorio que María es la Puerta del cielo abierta para todos: «Quæ pervia cæli Porta manes»… ¿Hablamos de la vida de la gracia? Es casi imposible no mostrar a Aquella que la ha recibido en su plenitud, y que es su Canal y su universal Mediadora. ¿Queremos conducir al arrepentimiento y a la contrición a todo un público, o a una sola alma? Una de las razones de nuestro pesar serán los dolores de la Santísima Virgen, de que nuestros pecados fueron causa. ¿Exhortamos a la humildad, a la pureza, a la caridad, al espíritu de oración, al recogimiento? No será difícil señalar, aunque sea rápidamente y como de paso, a la Santísima Virgen como perfecto modelo de estas virtudes.
Ciertamente que no es exagerado pedir a todos los que lo han comprendido, que «marialicen» de un modo u otro toda obra de apostolado de alguna importancia que se les solicita realizar: un libro, un artículo que escriben, una predicación que hacen, una reunión que presiden, una lección de religión que dan… ¿Será pedir demasiado que jamás ninguno de nuestros penitentes deje el confesionario sin que le hayamos deslizado al oído y en el alma, a título de aliento, el nombre de su Madre? Hagámoslo, pues, una vez más, con sencillez y franqueza, sin ostentación. Si lo hacemos por convicción sincera y con amor filial recto y simple, la cosa parecerá totalmente normal, y nadie quedará ofuscado por eso, ¡al contrario!
Estemos seguros de que la respuesta del cielo a lo que es por parte nuestra, en definitiva, un esfuerzo de adaptación al plan de Dios, será una efusión abundantísima de gracias. San Francisco Javier decía que los pueblos siempre habían resultado refractarios al Evangelio hasta que no les mostraba, juntamente con la Cruz de Jesús, a su dulcísima y amabilísima Madre. El Cardenal Griffin declaraba hace poco que para volver a llevar a Cristo a Inglaterra, era preciso volver a entregar este país a María. Y no habrá un solo sacerdote que en ciertas ocasiones no haya experimentado, como nos ha pasado a nosotros tantas veces, esta maravillosa intervención materna de María en las almas.
Nos parecería faltar a nuestro deber si no señaláramos en esta ocasión una organización contemporánea que es la prueba viva y palpable de lo que acabamos de recordar: la Legión de María, a base de fuerte doctrina mariana, que después de algunas décadas de existencia, se ha difundido por todas partes en el mundo. Fabulosos y casi increíbles son los resultados logrados, tanto en los países civilizados como en los países de misión. Es cierto que sus miembros ejercen una actividad admirable y practican una dedicación sin límites. Pero es incontestable que —como ellos son los primeros en proclamarlo— los frutos excelentes de su apostolado se deben en su mayor parte al hecho de que en su acción apostólica se sienten y se muestran totalmente dependientes de María. ¿No será esto una indicación para la Acción Católica en general? Es cierto también que en muchos países hay esfuerzos muy loables en este sentido. Estos esfuerzos hay que continuarlos, extenderlos e intensificarlos, para que la Acción Católica responda completamente a las esperanzas que los Sumos Pontífices tienen puestas en ella. Piénsese, por ejemplo, que como tema de estudio, ninguno fuera de Dios, de Cristo o de la Eucaristía merece tanta atención y esfuerzos como el de María.
Grabemos todos en nuestra memoria y en nuestro corazón, como consejo implícito, la preciosa felicitación que Pío XII dirigía a los hombres de la «Gran Vuelta»: «Nos os felicitamos por tomar a pecho esta salvífica devoción mariana, por propagarla alrededor vuestro, por hacer de ella la palanca de vuestro apostolado. Nos queremos ver en ello la prenda y la garantía de la conversión de los pecadores, de la perseverancia y del progreso de los fieles, del restablecimiento de una verdadera paz en todas las naciones, entre ellas y con Dios». La «salvífica devoción mariana» de que se trata aquí, como lo demuestra el contexto, tiene como núcleo la consagración mariana; por eso, las palabras del Santo Padre son un precioso aliento a difundir la doctrina y la práctica de esta donación.