lunes, 8 de septiembre de 2008

Unión en el amor



Unión en el amor
Modelo de amor divino
El Nuevo Testamento, mucho más que el Antiguo, es el Testamento del amor. Cuando Jesús fija el primer y mayor mandamiento de la Ley, no habla de servir, de adorar, sino de amar: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» .
Mucho antes de que Jesús dirigiese estas palabras a las turbas, la Santísima Virgen lo había comprendido y vivido. Ella no tuvo que aprender de San Juan que Dios, que es Grandeza, Poder y Sabiduría, es ante todo Caridad. El Espíritu Santo, que ya desde el primer instante de su existencia la había elegido por su Templo de predilección, había derramado también en su alma, desde este mismo instante, la caridad divina, y esto en una medida absolutamente única. María es como el amor de Dios encarnado, personificado. Todas las energías de su alma estaban realmente concentradas en su único Amado. Nada pudo jamás retrasar, disminuir o impedir este amor. Desde la primera hora de su vida Ella no conoció, en definitiva, más que un solo afecto, y con todo el ardor e impetuosidad de este primer amor siempre en crecimiento, Ella amó a Dios, y fuera de El, únicamente lo que lo recordaba, lo que lo representaba, lo que El mismo designaba como objeto de su afección: su Hijo, sus almas, sus creaturas. Ella amó realmente a Dios en todas y sobre todas las cosas.
Y este amor fue el móvil de todas sus acciones, el resorte que puso en movimiento, por decirlo así, todos los engranajes de su ser, la razón de ser de todas sus empresas. Su vida estaba totalmente impregnada y llena de él. Este amor le inspira esta dependencia absoluta que ya hemos descrito; él la hace aspirar a Dios, tender apasionadamente a El, rezar, trabajar, sufrir y vivir por su gloria y por su Reino.
Este amor, además, podía y debía revestir las más diversas formas, que se completaban y atraían mutuamente. Era, y sigue siéndolo, el amor agradecido de la creatura más privilegiada para con su Creador; el amor de un alma que sabe no ser nada por sí misma, para con Aquel que es la Santidad, la Perfección infinita, el Ser que condensa en Sí toda verdad, toda belleza y toda bondad… Es el amor sencillo y filial que el hijo preferido tiene por su Padre, a quien Ella debe la vida divina, recibida de El en su plenitud; y también el amor tierno, jubiloso y radiante de la Esposa, para con Aquel que la eligió y deseó como «su Paloma, su Inmaculada, su Perfecta, su Unica» .
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¡Reina del amor, Madre del amor hermoso, enséñanos a amar verdadera y dignamente a tu Dios y nuestro Dios!
¡Enséñanos a apartar de nuestra vida todo afecto que no venga de Dios, que no conduzca a Dios, que no se refiera a Dios!
¡Señor mío y Dios mío! Apenas me atrevo a proferir estas palabras, pues proceden de un corazón indigno y de labios manchados… Pero «amonestado por preceptos saludables, e instruido por consejos divinos», a ejemplo de María y con su propio Corazón y boca, me animo a decirte, a repetirte sin cesar, a cantarte por cada pensamiento que formulo, por cada acto de querer que produzco, por cada acto que realizo, a cada instante, en cada paso, en cada latido de mi corazón: «¡Señor mío y Dios mío, te amo!».
¡Señor, soy esclavo tuyo, pero esclavo tuyo por amor! Esta esclavitud es el triunfo del amor… ¡Quiero obedecerte en todo, depender de Ti en todo y en todas partes, pero por amor y en el amor!
¡Señor, te ofrezco mis más humildes adoraciones, mi más fiel servicio, pero quiero adorarte y servirte en el amor!
¡Señor, mi vida quiere ser como un incensario oloroso delante de tu trono, como una lámpara ardiente delante de tu altar, como una alondra que se remonta y canta en el cielo!… Pero el amor ha de ser el fuego y la llama que me consuma, el impulso que me eleve hacia Ti y me haga cantar tus grandezas.
¡Señor, Tú me has impuesto el deber de la caridad con el prójimo, como un segundo precepto semejante al primero! También quiero cumplir este precepto, abrir cuanto pueda mi corazón a este amor. Amaré tus creaturas, los astros, las flores, los pájaros, el mar y las montañas, porque conservan las huellas de la belleza y de la grandeza de Aquel que las ha sacado de la nada. Amaré también a los hombres, a quienes has creado a tu imagen y semejanza y elevado a la participación de tu vida propia y personal; amaré más especialmente, según tu deseo, a los niños, a los pobres, a los enfermos, a las almas del Purgatorio y a los santos del Paraíso. No excluiré a nadie de este amor, ni siquiera a mis enemigos, tanto los de mi patria como los de la humanidad; a nadie, salvo a los condenados y a los demonios…
Pero al igual que María, mi Madre, a su ejemplo y con su socorro indispensable, quiero amarlo todo y amar a todos en Ti y por Ti, porque en todos los seres Tú has dejado como la huella de tu rostro y el perfume de tu paso; porque en todas estas creaturas pasó el soplo de tu Corazón; y porque en todas ellas Tú has impreso la imagen, por muy imperfecta que sea, de tu belleza infinita.
Tabernáculo vivo de la Divinidad
Pero nuestro modo de estudiar las actitudes de la Santísima Virgen para con Dios sería demasiado superficial, si no la consideráramos también como Templo vivo de la Santísima Trinidad. Nadie comprendió ni vivió como la humilde Madre de Jesús el gran misterio que Cristo reveló al mundo por estas palabras: «Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» .
¡María, Templo vivo, Tabernáculo precioso, Morada preferida de la Santísima Trinidad!
¡Ningún Santuario es amado como este, ni ningún otro está tan lleno como este de la gloria del Altísimo! ¡No hay ninguno en el que la Divinidad haya habitado con tanta complacencia, al que se haya comunicado tan enteramente y unido tan íntimamente, como el Corazón purísimo de la Santísima Virgen María!
Pero es que tampoco hay en el mundo ningún templo tan puro como el Corazón de María, que nunca fue manchado ni por el fango del pecado ni siquiera por el más tenue polvo de imperfección. Ni hay tampoco en el mundo un templo tan silencioso y recogido como este, en el que jamás penetró la agitación del mundo, y que jamás se vio turbado por el ruido de las preocupaciones profanas y puramente humanas.
No hay un templo en el mundo, ni uno solo, en el que las flores de todas las virtudes exhalen un perfume tan delicioso en honor de los Huéspedes divinos que lo habitan; ninguno en el que la lámpara del fiel recuerdo de Dios sea alimentada tan cuidadosa e incesantemente, en el que las lámparas del amor divino brillen con un mismo resplandor, en el que el canto sagrado de las acciones santas y el órgano real de un corazón inflamado de amor se dejen oír al unísono para alabanza del Dios santísimo y amadísimo.
¿Te has dado cuenta? Cuando meditamos la vida de Nuestra Señora, tal como se reconstruye sin dificultad según los datos, escasos pero ricos y profundos, del Evangelio, somos atrapados en esta atmósfera de recogimiento, silencio y oración que se desprende de la narración sagrada. Y el secreto de ello es este: María vivía en su interior, contemplando y meditando sin cesar el Tesoro infinitamente precioso que llevaba en Ella, y olvidando las cosas exteriores; conversando sin parar con el Amado que vivía en Ella, agradeciendo, alabando y adorando a las divinas Personas que, llenas de caridad infinita, penetraban su alma con su adorable Presencia…
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Estas son también las cimas de nuestra vida espiritual, y un esclavo de amor de Nuestra Señora no puede dispensarse de aspirar a vivir en estas alturas. Sí, adorar a Dios y servirlo, cantarlo y glorificarlo, amarlo y contemplarlo, ¡pero a Dios viviendo en nosotros, a la Santísima Trinidad habitando en nuestra alma por la gracia santificante!
Ser consciente de este misterio, vivir de esta maravilla, es una gracia especial de nuestro tiempo, porque el Espíritu Santo, en nuestros días, ha atraído de modo especial sobre esta verdad la atención de los fieles y de su Iglesia; porque, bajo la inspiración de Dios, los escritores espirituales han expuesto magníficamente esta doctrina; porque almas selectas, más que en cualquier otra época, han hecho de este misterio el punto central y el hogar luminoso de toda su vida interior.
¡Ojalá aprendamos esta lección de nuestra Maestra y de nuestro Modelo, María: saber prácticamente que llevamos verdadera, real y sustancialmente en nuestra alma a la misma Divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en una comunión incesante y encantadora!
¡Ojalá guardemos nuestra alma pura de pecado y de imperfección, exenta de orgullo y de impaciencia, de disipación y de egoísmo, a fin de que las divinas Personas puedan habitar en nosotros con gozo y complacencia!
¡Ojalá, sobre todo, no nos suceda jamás la desgracia de las desgracias, el pecado mortal, por el que los Huéspedes adorables de nuestra alma son ignominiosamente expulsados de su morada!
¡Dígnese nuestra divina Madre enseñarnos esta ciencia y concedernos esta gracia!… ¡Dígnese también ser el precioso Suplemento de nuestras insuficiencias y de nuestras indelicadezas, y montar con nosotros y por nosotros una guardia vigilante, orante, amante, en el templo de nuestro corazón, mientras esperamos que la Divinidad llene nuestra alma con su eterno esplendor!