lunes, 8 de septiembre de 2008

Marta y María



Marta y María
La conocidísima escena del Evangelio sigue siendo eternamente joven y atractiva.
Durante sus viajes a través de Palestina, Jesús llegó a una cierta aldea; y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa.
Esta mujer tenía una hermana, María, que sentada a los pies de Jesús, escuchaba su palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Se acercó un momento, pues, y con cierta impaciencia dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Mas el Señor le respondió: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; pero una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada» .
A los ojos de la Iglesia Marta y María han sido siempre la personificación de lo que llamamos la vida activa y la vida contemplativa, esto es, la vida en que ocupan la parte principal ya sea las obras al servicio de Dios, ya sea la oración y la penitencia.
Más de un cristiano ha quedado sorprendido de que la Iglesia eligiera en otro tiempo este evangelio para la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen. Era evidente que su intención era la de proponernos a Nuestra Señora como el modelo perfecto a la vez de la vida activa y de la vida contemplativa. Y es que María reunió en la tierra esta doble forma de santidad, aunque evitando los defectos que acompañan a menudo a quienes practican uno u otro aspecto de la perfección: Ella fue una Marta diligentísima al servicio del Señor, y al mismo tiempo una María entregada sin cesar a una contemplación llena de amor.
El Evangelio nos afirma que Jesús amaba a María y a Marta. Por lo tanto, amó por doble motivo a su santísima Madre, porque Ella reunió en su existencia esta doble plenitud de la vida de perfección. Aun en el cielo Ella continua, en cierto sentido, a unir una vida activa preciosísima y elevadísima a la contemplación más sublime.
Vamos a meditar con amor estos pensamientos. Todos somos llamados a llevar a la vez la vida de oración y la vida de acción: «Ora et labora! ¡Reza y trabaja!». Este es el gran lema cristiano, en el que nuestra divina Madre nos será un preciosísimo Modelo.
Marta
«En ese tiempo Jesús entró en una aldea»… Esta modesta aldea significa nuestra tierra, que en definitiva no es más que un punto insignificante entre los mundos inmensos e innumerables lanzados por Dios en el espacio… Entró en esta «aldea» por la Encarnación. Vino al mundo creado por El, pero el mundo no lo reconoció… Vino a su propio pueblo, mas los suyos no lo recibieron. «Mulier quædam recepit eum in domum suam». Pero una cierta Mujer lo recibió en su morada. Una Mujer, bendita entre todas las mujeres, la Mujer por excelencia, María, lo recibió —¡con qué felicidad, amor y reverencia!— en la morada ricamente adornada de su Corazón… Allí podrá morar, descansar, encontrar compensación y consuelo de la ingratitud, de la frialdad de los hombres, ser calentado por el ardor de un amor fiel e incomparable…
«Satagebat circa frequens ministerium»… Al punto Ella se puso al servicio del Maestro, con todo lo que Ella es y todo lo que Ella tiene… Ella lo va a llevar, alimentar, hacerlo crecer con lo más puro de su propia sustancia, de su propia sangre, durante largos meses… Y luego ¡qué escenas encantadoras se despliegan ante nuestros ojos, cuando pensamos en los cuidados delicados y afectuosos que Ella dispensa a su Jesús cuando ya ha nacido: qué respetuosa y prudentemente lleva en sus brazos a su pequeño Hijo, lo alimenta en su pecho, lo depone en su pobre cuna y lo duerme con un canto melodioso, se ocupa en cubrirlo, en vestirlo!… Ella no vive más que para El. Y María seguirá trabajando sin cesar, con un amor cada vez más tierno y profundo, por su Hijo que crece, por el Adolescente encantador, por el Joven en quien se esconde un Dios. Durante toda su vida, las manos de María tejerán y repararán sus vestidos, mantendrán su pobre morada y el modesto lugar de su descanso. Todo es para Jesús en esta vida… Así será durante treinta años. Y así será también durante su vida pública. Es cierto que no se señala entonces la presencia de la Madre, como los Sinópticos no señalan tampoco su asistencia al pie de la Cruz; pero podemos creer muy verosímilmente que Ella lo seguía habitualmente en todas partes, que Ella estaba a la cabeza —así convenía que fuese— de las mujeres que acompañaban a Jesús y a los apóstoles a través de Palestina, para asistirlos en sus necesidades corporales.
Así será hasta el fin… Y sus manos purísimas y tan amadas de Jesús serán también las que harán el favor supremo —¡y qué doloroso!— a su Cuerpo desgarrado y sangriento: con respeto y amor infinitos Ella lavará las heridas sagradas del Salvador, purificará y embalsamará su Cuerpo profanado y manchado, y, como en otro tiempo deponía a su Niño encantador en el pesebre, lo depondrá ahora en la negra soledad del sepulcro para su gran descanso…
Y al mismo tiempo María
Sí, Nuestra Señora fue una Marta amante y activa. Pero una Marta sin defectos, que al mismo tiempo es una María, ocupada sin cesar en contemplar y escuchar a Jesús. En Ella no hay agitación febril, ni dispersión, ni disipación. Ni ninguna preocupación relativa a las cosas temporales, a las cosas del mundo. Ella no perdió jamás de vista lo único necesario: sin cesar, y sin dejar de trabajar por El, estaba sentada a sus pies, contemplándolo sin parar y escuchando su divina palabra.
María miraba a Jesús…
¿Quién nos dirá lo que fue su primera mirada materna y virginal a Jesús que acaba de nacer en un establo de animales? ¡Con qué ternura y amor lo mira cuando descansa en el pesebre o juega en su regazo materno! ¡Y cómo Ella sigue más tarde con respeto y orgullo sus movimientos de adolescente, su trabajo asiduo en compañía de San José! Y sobre todo ¡cómo Ella busca sus ojos, más hermosos que las estrellas del firmamento, y le habla con este lenguaje de la mirada, tan pura y tan profunda!
Y eso no es más que el exterior, o más bien un miserable balbuceo sobre este exterior ya tan encantador. ¡Qué superado se ve por lo interior! Aun cuando Jesús escapase exteriormente a su mirada, su alma contemplaba incesantemente, incluso durante su sueño, el alma santísima de Jesús, totalmente radiante con los esplendores de la Divinidad… ¡Cuántos secretos y cuántas maravillas! Su pensamiento no se desprendía jamás de Jesús, su Dios adorado y su Hijo amado; continuamente Ella le permanecía unida, y como identificada con El.
María escuchaba a Jesús…
Ella escuchó con ternura sus primeros vagidos de recién nacido; con inmenso gozo sus primeros balbuceos; con emoción respetuosa sus primeras palabras: «Padre nuestro, que estás en los cielos»… Y un día inolvidable, cuando el divino Niño se aprieta más fuertemente contra su corazón, Ella escucha por la primera vez la palabra que la haría deshacerse de felicidad y de amor: ¡Madre!… ¡Mamá!… ¡Más tarde Ella escuchó tan a menudo y de tan buena gana las palabras «de gracia y de sabiduría» que caían ya de sus labios de niño! En el silencio y recogimiento más intenso Ella escucha durante las horas largas y solitarias de Nazaret cómo Jesús le revela poco a poco, a Ella la primera, los misterios de su amor; cómo le habla de los abismos de vida y de luz de la adorable Trinidad; cómo le desvela el futuro; cómo tal vez le habla ya de sus obras y de sus predicaciones, del Tabor y del Calvario, de su Resurrección y de Pentecostés, de la Iglesia y de las almas, de los sacramentos y sobre todo de la gran Maravilla eucarística de su amor… Miles de veces Ella escuchó así, admirada y en éxtasis, olvidándolo todo, porque la voz de su Amado resonaba en sus oídos y en su corazón…
Más tarde también, perdida humildemente entre la gente, Ella sigue escuchando con avidez y respeto las palabras que Cristo dirige a las turbas. A veces Jesús parece querer humillarla, desconocerla. En realidad encarece los elogios que se hacen de Ella. Y Ella comprende las palabras, para Ella sola inteligibles, que Jesús le dirige como de paso, y bajo las cuales oculta su amor y su veneración por Ella.
Ella escucha la palabra pública de Jesús por Ella misma y por nosotros, a fin de podérnosla comunicar más tarde. Ella es esta buena Tierra en la que fue sembrado el Verbo sustancial de Dios, en la que ahora cae la palabra del Verbo de Dios como una semilla preciosísima, y produce fruto al céntuplo, compensando así al Sembrador divino por la pérdida de tantas preciosas siembras, que caen sobre el suelo duro y pisoteado de corazones indiferentes, o son ahogadas por las zarzas y cardos de la riqueza y de las preocupaciones terrenas…
¡En qué silencio profundo escuchó Ella las últimas palabras de su Jesús en la Cruz, sobre todo esta palabra por la que Ella quedaba constituida y reconocida como Madre de todas las almas! ¡Y qué preciosamente recogía Ella en su alma sus últimas recomendaciones después de la Resurrección, y, con una emoción indecible, su último adiós antes de la Ascensión!…
Por dos veces el Evangelio nos hace observar que María conservaba en su corazón, meditándolas, todas las palabras de Jesús y todos los acontecimientos que marcaron su Infancia. ¡Ah, sí, bienaventurada eres Tú, María, por haber llevado a Jesús, el Verbo, en tu casto seno, y haberlo alimentado con tu leche virginal! ¡Pero bienaventurada también por haber llevado la palabra del Verbo en tu alma, escuchándola con amor y respeto, y haberla guardado y conservado fielmente!
También esto no es, en suma, más que el exterior. Del interior no podemos hacernos una idea exacta y completa. Ella estaba sin cesar a la escucha de Jesús en el fondo de su alma. Allí Ella le estaba siempre e íntimamente unida, entablando con El una conversación sin fin en un lenguaje de alma que en esta tierra no podríamos comprender; conversación continuada sin interrupción, a pesar de la distancia y de la ausencia, incluso durante el descanso y el sueño, a través del sufrimiento y de la humillación, prolongada hasta en la muerte…
¡Oh bienaventurada María, que siempre escuchaste y contemplaste maravillada a Jesús, enséñanos a mirarlo, sobre todo en la oración, y a escuchar su divina palabra; enséñanos a entretenernos con El en el amor, y a emplear nuestra vida, toda nuestra vida, en una actividad intensa y apacible a la vez, por El, únicamente por El!