lunes, 8 de septiembre de 2008

“Escuchadlo”



"Escuchadlo"
Como hijos y esclavos de la Santísima Virgen, debemos y queremos obedecerle y dejarnos conducir por Ella.
Como Madre y como Reina Ella puede, como hemos visto, hacer valer títulos verdaderos para exigir esta obediencia. Esta dependencia habitual, por otra parte, irá en provecho nuestro.
Se plantea entonces otra pregunta: ¿Dónde hallar la dirección de Nuestra Señora? ¿En qué y cómo puedo obedecerle?
Ella no tiene, que sepamos, un decálogo propio; Ella no ha promulgado leyes y mandamientos particulares.
La respuesta a esta pregunta será muy importante. No es un caso puramente teórico el que algunas almas, pretendiendo seguir los deseos de Nuestra Señora, se dejen conducir por ilusiones que pueden ser gravemente perjudiciales a su vida espiritual. Por eso hay que examinar con cuidado y determinar con exactitud dónde podemos encontrar con certeza la voluntad y los deseos de Nuestra Señora, e indicar con precisión por qué órganos e intermediarios Ella comunica sus directivas respecto de nosotros.
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Jesús, en el Tabor, se manifestó con toda su majestad y con toda su gloria a sus tres discípulos preferidos. De la nube luminosa que los envolvía resonó repentinamente una voz, la voz del Padre celestial: «Este es mi Hijo muy amado, en quien he puesto mis complacencias: escuchadlo» .
Fuera del Padre no hay nadie en el mundo que pueda repetir estas palabras, excepto María, la Madre virginal del Salvador.
Y con el acento más marcado Ella repite también sin cesar a quienes le pertenecen: «Este es mi Hijo muy amado, en quien he puesto mis complacencias: escuchadlo».
Por lo tanto, es claramente deseo y voluntad de María que escuchemos a Jesús y vivamos según sus palabras.
Otro hecho evangélico.
Sucedió en las bodas de Caná. La delicadeza atenta de Nuestra Señora acaba de adivinar el aprieto de quienes la han invitado. Ella, y Ella sola, conoce la omnipotencia de Jesús. Y va a abogar por la causa de sus amigos. «Hijo, no tienen vino». A primera vista Jesús parece desechar el pedido; en realidad, y como siempre, la oración de su Madre va a ser escuchada. María lo ha comprendido enseguida. Apaciblemente dice a los servidores: «Haced lo que El os diga» .
Nadie podrá dudar de que el deseo más ardiente de la Santísima Virgen es vernos cumplir los mandamientos de Dios, realizar sus voluntades, seguir los consejos y prescripciones de Jesús.
Ella no tiene voluntad propia.
Sin duda Ella posee como nosotros, y mucho mejor que nosotros, la facultad de la voluntad libre. Pero por lo que se refiere al objeto de esta voluntad, Ella no desea nunca sino lo que Dios y lo que Jesús quieren.
Ella repite incansablemente: «¡No mi voluntad, sino la tuya!». Y hay una oración que nunca calla en su alma: «Fiat voluntas tua sicut in cælo et in terra: Hijo mío, que tu voluntad se cumpla por mis hijos de la tierra, como se cumple siempre por mis hijos del cielo».
Por eso es evidente que la voluntad de María es que nosotros cumplamos las voluntades de su Hijo, y respetemos todos sus consejos y deseos.
Pero esta voluntad es la voluntad de una Madre y de una Reina, que, como hemos recordado, puede exigir nuestra sujeción y nuestra dependencia. Podemos considerar los mandamientos y las prescripciones de Cristo como ratificadas y confirmadas por la autoridad real y materna de su divina Madre. Quien es infiel a las voluntades de Cristo, pisotea igualmente las de María. Pero al contrario, dejarse conducir por las prescripciones de Jesús es ser dependiente al mismo tiempo de su divina Madre.
Nunca nos convenceremos y penetraremos bastante de ello.
¿Qué es en la práctica la santa esclavitud, en qué consiste en definitiva la obediencia a Nuestra Señora que queremos practicar? No es otra cosa que vivir según la doctrina, los preceptos y los consejos de Cristo, esto es, vivir según el Evangelio de Jesús.
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El Evangelio de Jesús que, por más de un título, es también el Evangelio de María.
No podemos pensar en ello sin emoción.
Dios no ha querido que recibamos directamente de El al Verbo eterno e increado, pronunciado desde toda la eternidad por el Padre. Ha querido que este Verbo pasara por el seno de María, que en él se revistiese de encantos y atractivos humanos, a fin de que, así humanizado y «marializado», lo recibiésemos con más amor y agradecimiento.
Y este otro Verbo de Dios, este verbo del Verbo que es el Evangelio, Jesús no ha querido dárnoslo directamente. Este verbo, en parte al menos, en gran parte tal vez, debió antes pasar por el Corazón de María, debió quedar encerrado y llevado en él, impregnado de los perfumes de María, «marializado» así como el mismo Jesús.
¿Hemos exagerado esta vez?
¡De ningún modo!
Los Evangelistas —San Lucas lo dice formalmente —, a pesar de escribir bajo inspiración de Dios, consultaron a los testigos de la vida y enseñanzas de Jesús para componer sus escritos sagrados. Y en toda la historia de la infancia y vida oculta de Jesús —que ocupa varios capítulos de Evangelio— tuvieron que recurrir casi exclusivamente al testimonio de la santísima Madre de Jesús. De su boca aprendieron todo lo que sobre eso, según el mismo Evangelio, «María conservaba y meditaba en su corazón» .
Pero ¿cuántas otras palabras preciosas de su vida pública no debemos tal vez a Aquella que, perdida humildemente entre la gente, escuchaba con avidez y maravillada, con una claridad de percepción también única, debida al amor, las palabras de vida que caían de los labios de su Dios, que Ella tenía derecho a llamar Hijo suyo, y que, echadas la mayor parte del tiempo en corazones áridos y duros, eran recogidos en el suyo como lo es una semilla preciosa en esa tierra óptima que ha de hacerla fructificar al céntuplo? ¿Cuántas de estas divinas palabras no debemos tal vez a Aquella a quien Jesús mismo, discretamente, proclamó bienaventurada, porque escuchaba ávidamente la palabra de Dios y la ponía fielmente en práctica? .
El Evangelio de Jesús, por lo tanto, es también el Evangelio de María, porque Ella lo conoció, meditó, comprendió y vivió como nadie; porque parcialmente, y en gran parte tal vez, Ella lo comunicó a los Apóstoles y Evangelistas; y porque con todas las energías de su alma Ella lo acepta y suscribe, se compenetra e identifica con él, y lo presenta, recomienda e impone a sus hijos y esclavos.
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Según este Evangelio de Jesús y de María queremos vivir, según él queremos pensar, juzgar y obrar en todas las cosas, a fin de ser los verdaderos hijos y esclavos de amor de nuestra divina Madre.
¡Dígnese Ella misma concedernos las gracias abundantes que se requieren para este fin!
Pero para conformar nuestras miras y nuestra vida a este santo Evangelio, debemos leerlo, estudiarlo y meditarlo asiduamente.
Desde este punto de vista hay lagunas terribles en muchos cristianos.
Tratemos de colmar este vacío deplorable, y hagamos de modo que, por todos los medios humanos y divinos, la palabra de Dios no sea para nosotros palabra muerta.
El Evangelio debe ser nuestro primer manual, tanto para la meditación como para la lectura espiritual. Es maravilloso ver cómo ciertas almas, incluso poco instruidas, con la gracia de Dios, descubren en los textos evangélicos luces y riquezas increíbles para su vida de cada día.
Nuestra Madre amadísima debe ser aquí nuestra Maestra, como Ella lo fue —León XIII lo atesta formalmente— para los Apóstoles y para la misma Iglesia, a fin de comprender y penetrar cada vez mejor el sentido profundo del santo Evangelio.
Sólo entonces captaremos el inmenso alcance de la palabra que de tan buena gana seguiremos oyendo de labios de nuestra Madre, palabra que será para nosotros una divisa, todo un programa de vida:
«Escuchadlo».