lunes, 8 de septiembre de 2008

¿Ser pasivo?



¿Ser pasivo?
En los dos capítulos precedentes hemos descrito lo que se encuentra en la cumbre de la vida de dependencia respecto de la Santísima Virgen. No sólo debemos hacer lo que Ella espera de nosotros, evitar lo que Ella condena o desaconseja, sino también dejarla obrar en nosotros.
Para eso, como dice nuestro Padre, debemos «ponernos como un instrumento entre sus manos, a fin de que Ella haga de nosotros y por nosotros cuanto le plazca».
Decíamos que una de las condiciones que debe cumplir el instrumento para que el agente principal pueda servirse de él libremente, es que este instrumento sea pasivo, es decir, que deje obrar al obrero o al artista, lo deje obrar según su voluntad.
Montfort detalla esta actitud «pasiva» en su Método para practicar esta Devoción en la sagrada Comunión . Indudablemente, lo que él dice de la sagrada Comunión puede aplicarse a otros ejercicios espirituales. «Recuerda que cuanto más dejes obrar a María en tu Comunión, tanto más glorificado será Jesús; y tanto más dejarás obrar a María para Jesús, y a Jesús en María, cuanto más profundamente te humilles, y los escuches en paz y silencio, sin trabajar por ver, gustar ni sentir» .
Así, pues, para que María pueda obrar libremente en nosotros, debemos ser, en cierto sentido y en cierta medida, pasivos respecto de su acción en nosotros por la gracia.
Esta «pasividad» debe ser bien comprendida. Una falsa concepción en este punto podría tener consecuencias nefastas para las almas.
Y ante todo debemos observar inmediatamente que el instrumento no es exclusivamente pasivo, pues tiene su propia acción. Así, por ejemplo, el piano es el que toca; y por lo tanto está activo. Propiamente hablando, el instrumento es pasivo-activo, esto es, obra, trabaja, sí; pero lo hace únicamente en la medida en que es incitado y empleado para la acción por la causa principal. El piano sólo toca cuando y en la medida en que el músico lo mueve y acciona.
Por eso, en la sagrada Comunión o en los demás ejercicios de piedad, no se trata de permanecer en una inacción absoluta. La pasividad total queda excluida aquí. Tiene que haber una actividad, pero una actividad simplificada, apacible, a menudo casi imperceptible, que se ejerce únicamente bajo la influencia de Dios y de la Santísima Virgen.
Digámoslo claramente: se puede ser perezoso en la vida espiritual, especialmente en los ejercicios de piedad, y no esforzarse suficientemente para cumplirlos bien. Es un caso muy frecuente.
Pero también se puede estorbar e incluso impedir en los ejercicios espirituales la acción santificadora de Dios y la influencia de la Santísima Virgen por una actividad exagerada y febril, queriendo hacerlo todo por sí mismo, con la falsa convicción de que nuestra santificación depende principalmente de nuestros esfuerzos personales, cuando es evidente que Dios y María son el elemento principal en nuestra tendencia a la perfección, y por lo tanto, también en nuestra vida de oración.
Los mejores autores espirituales tratan de precavernos contra esta estima exagerada de nuestros esfuerzos personales, y contra esta actividad exagerada en la oración; y todo director espiritual ha podido comprobar los perjudiciales efectos de este exceso en algunas almas. Una vez más, el camino intermedio es el camino verdadero y precioso que debemos seguir. Quien dude en este punto sobre la conducta que debe observar personalmente, tendrá que consultar a un director esclarecido y experimentado, y atenerse fielmente a las directivas que le sean dadas.
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Para determinar con más claridad nuestro pensamiento, recordemos el siguiente hecho que, con algunas variantes, habrán vivido sin duda varios de nuestros lectores.
Había adoración en tu iglesia o capilla. Te habían asignado tu hora o tu tiempo de adoración. Te habías alegrado ante la perspectiva de estos dichosos momentos. Para tu tiempo de adoración habías elaborado un pequeño plan: entretenerte un poco con Jesús, pedirle tal o cual gracia para ti mismo o para otros, hacer un poco de lectura en tu libro preferido, tal vez rezar un Rosario y otras oraciones favoritas, y así esta hora se pasaría rápidamente y quedaría bien empleada.
Así, pues, te fuiste a la iglesia, llegaste a la capilla. Pero antes de ponerte al «trabajo», miraste largo tiempo, respetuosamente y con amor, la Sagrada Hostia… Cosa curiosa: casi no pudiste desprenderte de esta mirada. Te parecía que, espiritualmente, también Jesús fijaba su mirada de amor en ti. Te sentiste atraído hacia El, muy unido a El, como fascinado por El… Te sentiste envuelto en un profundo silencio, en una paz dulcísima y en una alegría indecible. Tu lectura, tu Rosario, tus peticiones: se te olvidó todo, como también todo lo que estaba alrededor tuyo. No dijiste gran cosa, rezaste poco, no leíste ni meditaste absolutamente nada. De vez en cuando una aspiración rápida, llena de amor, de gratitud, de agradecimiento… Tu hora de adoración te ha parecido corta, cortísima. Te has sorprendido realmente cuando te has dado cuente de que ya había pasado. Tal vez un poco más tarde sentiste un poco de inquietud al preguntarte: «¿No he perdido el tiempo? ¡No he hecho nada, o casi nada, durante esta hora!».
Te habrán tranquilizado sin duda: esta oración había sido buena, incluso muy buena, y realmente la mejor que podías hacer. Pues todos los sentimientos que podías ofrecer a Jesús, ¿no estaban acaso encerrados y concentrados en esa larga y sencilla mirada de amor que tu alma echó en El? Y la mejor prueba de que esta oración era muy buena es que, al salir de la iglesia o de la capilla, te sentiste fuerte, muy fuerte, con una fortaleza tranquila y serena que no te habría dado ninguna oración vocal ni meditación ordinaria, para hacer todos los sacrificios, afrontar todas las dificultades y cumplir absolutamente todo lo que Jesús y María pudiesen esperar de ti.
Algo más. ¿Te acuerdas de que al día siguiente, o incluso algunas horas más tarde, atraído por la dulzura cautivadora de esta intimidad con Jesús, intentaste practicar lo mismo y saborear la misma dicha? Pero esa vez ya no funcionó la cosa, para nada. Estabas distraído hasta el punto de desalentarte. Tu alma estaba fría como el hielo y seca como el corcho. Entonces te diste cuenta de que no podías realizar por ti mismo este recogimiento, esta unión profunda, y que sólo Ellos podían producirla. Y por eso tomaste entonces —y tuviste razón— un libro de meditación o de oraciones, y te entretuviste con Nuestro Señor como mejor pudiste, con fe y buena voluntad.
Claro está que lo que te sucedió en presencia del Santísimo Sacramento expuesto, pudo sucederte igualmente en tu acción de gracias después de la sagrada Comunión, en la meditación, o en otros ejercicios de piedad.
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Podemos ahora analizar y determinar exactamente el pensamiento de Montfort.
Observemos inmediatamente que el santo describe prácticamente varias «maneras» de acción de gracias después de la sagrada Comunión, ninguna de las cuales excluye, evidentemente, el «dejar obrar a María» que nos recomienda con tanta insistencia.
«Después de la sagrada Comunión —nos aconseja—, estando interiormente recogido y con los ojos cerrados, introducirás a Jesucristo en el Corazón de María. Lo darás a su Madre, que lo recibirá amorosamente, lo colocará honorablemente, lo adorará profundamente, lo amará perfectamente, lo abrazará estrechamente, y le rendirá en espíritu y en verdad muchos obsequios que, en nuestras espesas tinieblas, nos son desconocidos» .
Pero entonces se abren varios caminos:
«O bien, te mantendrás humillado en tu corazón, en la presencia de Jesús residente en María; o te mantendrás como un esclavo a la puerta del palacio del Rey, donde está hablando a la Reina; y mientras hablan entre sí sin tener necesidad de ti, irás en espíritu al cielo y por toda la tierra, a rogar a las criaturas que agradezcan, adoren y amen a Jesús y a María en tu lugar: Venite, adoremus, venite, etc.
O bien, tú mismo pedirás a Jesús, en unión de María, el advenimiento de su reino en la tierra por su santísima Madre, o la divina sabiduría, o el amor divino, o el perdón de tus pecados, o alguna otra gracia, pero siempre por María y en María» .
Hemos querido citar este texto en su totalidad para mostrar que, a fin de dejar obrar a María en nosotros, no es necesario ser totalmente pasivo y prohibirse toda intervención personal. Y repetimos que, evidentemente, lo que Montfort dice acerca de la sagrada Comunión, puede aplicarse a otros ejercicios.
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En la práctica, y recapitulando todo lo que acabamos de decir, nos parece que podemos aconsejar la siguiente línea de conducta:
1º Cuando te sientas atraído e invitado a este silencio de alma arriba descrito, a esta apacible unión sin palabras interiores ni exteriores, y puedas seguir así sin demasiadas distracciones, déjate llevar por este atractivo y permanece así mientras te sea posible.
2º Dado que habitualmente nos sentimos llevados a darle demasiada importancia y valor a nuestra actividad personal, nos parece bueno e útil que en cada uno de nuestros ejercicios espirituales, acciones de gracias, meditación, visita al Santísimo Sacramento, etc., tratemos de mantenernos durante algunos minutos en silencio interior tranquilo bajo la acción de Dios y de la Santísima Virgen. Su influencia podrá ejercerse entonces más libremente sobre nosotros, y así nuestra alma se preparará y madurará lentamente para otros estados más elevados de oración, si Dios nos llama a ellos, como es caso frecuente.
3º Fuera de los casos predichos, esto es, habitualmente, debemos obrar nosotros mismos en la oración, y por lo tanto meditar, excitar sentimientos, entretenernos con Jesús y María; presentarles toda clase de actos de respeto, de agradecimiento, de contrición y sobre todo de amor; pedirles también todo aquello de que tenemos necesidad, sobre todo el reino de Jesús y de María en nuestra alma, en las almas que nos son queridas y en el mundo entero. Para ello nos serviremos de un libro de oraciones o de meditación, en la medida en que sea necesario para evitar las distracciones y alimentar nuestra piedad.
Todo esto se armoniza perfectamente con el «dejar obrar a María», a condición de que otorguemos poco o ningún valor a lo que hacemos nosotros mismos; que, al comienzo de cada ejercicio y de vez en cuando en el transcurso de estas oraciones, nos unamos a Nuestra Señora y mantengamos el contacto de alma con Ella; y que, para glorificar a Dios y agradar a Jesús, no nos apoyemos de ningún modo en nosotros mismos, sino en las virtudes de María y en sus méritos, en sus oraciones y en su intercesión, en su acción en nosotros y sobre nosotros; acordándonos de la preciosa frase de San Bernardo: «Hæc mea maxima fiducia est, hæc tota ratio spei meæ: María es mi mayor confianza, Ella es toda mi razón de esperar».