lunes, 8 de septiembre de 2008

La concupiscencia de la carne



La concupiscencia de la carne
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios(Mt. 5 18)
Con la «concupiscencia de los ojos», de que acabamos de hablar, el Discípulo amado señala también la «concupiscencia de la carne» como característica del mundo y de la vida de los mundanos. Y no es difícil darse cuenta de la verdad de sus palabras, más que nunca en nuestros días.
La concupiscencia de la carne en el mundo
El hombre se define filosóficamente como «animal rationale», un animal racional, un animal dotado de razón, un alma en un cuerpo. Se ha dicho a veces que el hombre es a la vez ángel y bestia…
Queda claro que en el hombre la parte inferior debe someterse a la parte superior y ponerse a su servicio, el cuerpo al alma, la bestia al ángel.
Por desgracia, en este terreno también, el pecado lo trastornó todo. Los papeles quedaron invertidos. La bestia en nosotros no está sometida de ningún modo al ángel; al contrario, quiere mandar y dominar. Sin esperar el juicio y asentimiento de la razón y de la fe, se lanza con todas sus fuerzas a sus goces propios. Se adelanta así al dictamen de las potencias superiores en nosotros, se niega a seguir su dirección, rechaza su control, rompe toda atadura, pisotea todas las leyes y se lanza sin freno y sin medida sobre sus placeres como sobre una presa. No es raro que el ángel sucumba, capitule y ceda a la violencia de las pasiones, y dé rienda libre a los instintos más groseros. Salta a la vista que el Espíritu de las tinieblas estimula esta actitud y enciende cuanto puede las pasiones sensuales. Sus mejores aliados en el Apocalipsis son la Bestia y la Mujer impúdica .
El cuerpo no es, como para los santos, el animal lascivo que hay que vigilar y domar, el esclavo rebelde que hay que dominar y castigar; no, la carne, el cuerpo, es rey, es Dios: «Quorum Deus venter est», dice enérgicamente San Pablo .
A este cuerpo no se le niega nada, absolutamente nada. Se le prodiga, cuando se puede, los goces más refinados. Se halaga a un sentido después de otro, y preferentemente a todos a la vez, con los manjares más delicados, con los vestidos más sedosos, con la cama más mullida, con los perfumes más refinados. Para muchos hombres el cuerpo lo es casi todo, y en todo caso es de lejos el elemento predominante en su existencia.
En la mujer domina la búsqueda de la belleza corporal. ¿Qué norma cuenta, sobre todo en «el mundo», para juzgar del valor de una mujer? ¿De qué se valen las mismas mujeres mundanas? ¿Será de la inteligencia, de la cultura, de los talentos y méritos domésticos, de la virtud, de las cualidades sobrenaturales? No. A los ojos del mundo una mujer vale, casi exclusivamente, por sus encantos físicos y corporales.
Este cuerpo debe ser expuesto, debe atraer las miradas, aunque a veces sea a costa de las exigencias del pudor y de la moralidad más elementales. Y se pide socorro a todos los expedientes posibles para realzar esta supuesta belleza.
En el hombre cuentan más las habilidades y la fuerza física. Este es el origen de la furia por el deporte, que se comprueba hoy en todas partes . Son considerados como héroes, y su nombre se encuentra en todas las bocas, quienes saben «regatear» en un partido de fútbol y enviar la pelota con fuerza entre los tres palos del arco; quienes pueden accionar incansablemente días y noches enteras los pedales de una bicicleta; quienes hacen salpicar la sangre en el rostro a golpes de puño, para enviarlo finalmente al suelo fuera de conocimiento, como una bestia que uno tumba. Miles y decenas de miles de espectadores asisten entusiasmados a estos espectáculos, los aplauden, se desgañitan para animarlos, y no es raro que otros miles de personas se agolpen a la entrada de los velódromos o de los estadios, en los que no pudieron encontrar lugar.
La predominancia del cuerpo sobre el alma, de la bestia sobre el ángel, se deja sentir más aún en el campo de la pasión sexual, que Dios ha querido para asegurar el mantenimiento de la propagación de la raza humana. Como después del pecado las potencias inferiores no se someten ya a las del alma, y las pasiones sexuales son las más fuertes de todas, se producen en este campo desórdenes espantosos.
En el amor mutuo del hombre y de la mujer, que debe ser la afección de un espíritu y de un cuerpo, se descuida casi completamente el primer elemento, que es de lejos el más importante, a saber, la estima y afecto espiritual por motivos del mismo orden: el hombre animal de que habla San Pablo domina aquí casi totalmente. Se persiguen las satisfacciones carnales con una violencia y vehemencia que recuerda al torrente de la montaña, que lo arrastra y devasta todo a su paso: honor, dignidad, felicidad, fortuna, salud, paz del alma, caridad, religión y bienaventuranza eterna.
El mundo es esa mujer impura de que habla el Apocalipsis, vestida de púrpura y escarlata, y ricamente ataviada de oro, piedras preciosas y perlas. En su frente lleva su nombre: «Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» .
Nos negamos a describir más detalladamente lo que es el mundo en esta materia. Digamos solamente que la impureza causa espantosos estragos en todas las clases de la sociedad, en todos los estados de vida, en toda edad y en todos los medios. ¿Quién podrá contar las faltas impuras que se cometen cada día en pensamientos, palabras, deseos y acciones en cada pueblo, en cada ciudad, en nuestro país, en el mundo entero? La tristeza y casi el desaliento se apodera de nuestra alma cuando recuerda que las faltas graves en esta materia se cometen por millones y más, y que son pecados que en voz alta claman venganza ante el trono del Altísimo.
Si no fuera por las 350.000 misas que se celebran cada día en el mundo, por la intercesión incesante de la Virgen poderosa, Refugio de los pecadores, y sobre todo por la infinita bondad y misericordia de Dios, nuestro mundo, de tan corrompido y podrido que está, no permanecería en pie ni un solo día, ni una hora más, por los castigos del Dios de infinita justicia, mil veces merecidos.
La doctrina y la vida de Jesús
Es para nosotros un verdadero alivio poder apartar los ojos del espectáculo repugnante que nos ofrece el mundo en esta materia, y volverlos hacia Jesús para escuchar su palabra serena y respirar el perfume de lirio que se desprende de su vida divina y de la de su virginalísima Madre.
En la vida y doctrina de Jesús se restablece el verdadero orden de los valores. El cuerpo ocupa en ellas un lugar subordinado y la carne queda completamente sometida a los valores superiores. El Evangelio es la doctrina del desprendimiento, de la mortificación, de la castidad, de la virginidad.
Esta doctrina Jesús la proclamó desde su primera predicación sobre las bienaventuranzas: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios».
El Maestro restableció el matrimonio en su integridad y belleza originales, y abolió el divorcio. La pureza virginal, totalmente desconocida antes de su venida y la de su Madre, y que es el triunfo más hermoso del espíritu sobre la carne, o más aún, de la gracia sobre el cuerpo, El la presentó como un ideal a los valientes, a los llamados, diciendo: «Qui potest capere capiat! ¡Quien pueda entender, que entienda!» .
Los hechos dicen más claramente aún cuál es el espíritu del Evangelio. Jesús mismo, el Hombre-Dios, vivió en castidad total. Y es algo notable que un mundo totalmente sumergido en la carne no haya proferido jamás la menor acusación contra El en materia de pureza. Se lo trató de sedicioso, de violador del sábado, de bebedor de vino, de samaritano, de poseído del demonio… ¡Pero el Padre celestial no permitió que recayera jamás la menor sospecha sobre su incomparable pureza!
Juan, el Precursor de Cristo, permaneció virgen. San José fue el casto y virginal Esposo de su virginalísima Madre. Los apóstoles casados, a su orden, debieron abandonar mujer e hijos. Y Juan, justamente a causa de su pureza íntegra, gozó de su amor de predilección y pudo, en la última Cena, recostar su cabeza sobre el Corazón sagrado del Maestro.
La Iglesia impone la castidad virginal a todos los que en ella ocupan un lugar selecto y ejercen una función importante: los sacerdotes y religiosos.
De este modo la vida y doctrina de Jesús es diametralmente opuesta al mundo, para quien el cuerpo es rey e ídolo.
Los Apóstoles comprendieron este espíritu del Evangelio, y lo predicaron y explayaron. En sus escritos nos recomiendan e imponen la pureza, la castidad y la modestia decenas de veces. No podemos aquí comentar ni citar siquiera todos estos textos. Nos contentamos con dar un resumen sobre el tema a partir de la doctrina de San Pablo, que también en este punto se distingue entre todos los demás autores inspirados.
El gran Apóstol expone ampliamente la antítesis irreductible entre el espíritu y la carne, es decir, entre las inclinaciones del alma cristiana, adornada de la gracia, y las pasiones carnales, los instintos groseros, tal como los paganos los aceptaban sin sonrojarse.
San Pablo experimenta en sí mismo y describe esta lucha entre el espíritu, que se somete a la ley de Dios, y «la ley del pecado», que lleva en sus miembros. Pues «la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne». Es alentador para todos los que deben pelear, saber que quien había sido arrebatado hasta el tercer cielo, para que no se enorgulleciera, sintió tan vivamente el aguijón de la carne, que tres veces se vio obligado a suplicar al Señor que lo librara de él, y le arrancó ese grito doloroso: «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?». ¡Sí!, ¿quién lo hará? ¡La gracia de Jesucristo, la gracia de Dios, pero la gracia juntamente con él!
A nosotros se nos impone la obligación «de vivir no según la carne, sino según el espíritu», pues «la sabiduría de la carne es enemiga de Dios». Ella no se somete a la ley divina, ni podría hacerlo… Quienes son carnales no pueden agradar a Dios. Por eso todo el que viva según la carne, morirá. Pero quien renuncia a las obras de la carne, vivirá. «Revestíos, pues, del Señor Jesucristo», nos exhorta el Apóstol, «y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias». Pues «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus concupiscencias». San Pablo mismo da el ejemplo y escribe este pasaje que hace estremecerse: «Castigo a mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo predicado a los demás, resulte yo mismo reprobado» .
Como siempre, el Apóstol es profundo y un poco difícil de seguir. Pero sacaremos mucho provecho si intentamos penetrar su pensamiento y profundizar su doctrina.