lunes, 8 de septiembre de 2008

“Verdadera Devoción” y pureza





"Verdadera Devoción" y pureza
Los hijos y esclavos de amor de Aquella a quien llamamos corrientemente «la Santísima Virgen» deben practicar la «bella virtud» con extremo cuidado y perfecta vigilancia. Deben ser puros en sus pensamientos y velar ansiosamente por que su imaginación e inteligencia, consagradas a la Virgen castísima, no sean profanadas por representaciones peligrosas voluntarias, o por una curiosidad malsana y fuera de lugar.
Sean puros de corazón, en el que no deben admitirse más afecciones que las que, según su estado de vida, vengan de Dios, conduzcan a Dios, y por consiguiente tengan la garantía de gozar de la plena aprobación de su Madre divina.
Puros en el alma, sean además modestos en sus vestidos, en sus actitudes, en su porte, para consigo mismos y para con los demás. Según la palabra del Apóstol, debemos «llevar y glorificar a Dios en nuestro cuerpo» . Saben que en todas partes se encuentran bajo la mirada y en la presencia de Dios. Sin mojigatería ni escrupulosidad, sean reservados y modestos consigo mismos para no olvidar serlo con los demás. Si se ha llegado en materia de moda a excesos increíbles, es porque el mundo, por medio de vestidos indecentes, ha quitado a la mujer el respeto de sí misma.
Sé puro en tus conversaciones. Evita toda alusión atrevida, toda anécdota chocante, toda habladuría inútil sobre escándalos y malas conductas. Incluso en medios muy católicos se falta a veces de delicadeza en estas cosas. «Nec nominetur in vobis» , decía San Pablo: ¡que entre vosotros ni siquiera se mencionen estas cosas!
Sé casto y puro en tus miradas. La muerte y el pecado nos amenazan no sólo en los libros y revistas, en los cines y teatros, sino también en los muros y escaparates, en las calles y plazas públicas. La Escritura nos enseña que por los ojos el pecado y la muerte penetran en las almas. Con valentía y energía hemos de hacer un contrato con nuestros ojos y apartarlos al punto de todo lo que puede representar un peligro para nuestra alma.
Los hijos y esclavos de Nuestra Señora deben vivir en pureza y castidad en cualquier estado de vida, en cualquier circunstancia en que el Señor los coloque. Dios puede permitir que tengamos que vivir en un entorno peligroso, incluso muy peligroso, en el que debamos llevar una lucha seria e incesante para ser fieles a Jesús y a su santa Madre. La tentación no es pecado y la lucha no es derrota: cuando no se puede huir hay que aceptar y entablar el buen combate con humilde confianza en el socorro de la gracia de Dios y de Nuestra Señora, y con firme determinación de permanecerles fieles a pesar de todo.
El esclavo de Nuestra Señora ha de ser casto y puro durante el tiempo de su preparación para el matrimonio cristiano. Sabe que un hermoso amor, profundo y generoso, no le está prohibido. Pero teme como la peste y huye como la muerte todo lo que sabe que Jesús y María condenan, todo lo que lo pondría en peligro de hacerse indigno de su amor, que es el más precioso y sublime.
Sean también castos y puros el esposo y la esposa consagrados a Jesús por María. Lleven su vida familiar sin reproche ni censura, bajo la mirada del Altísimo, bajo la mirada de la Madre purísima, de la Madre castísima. La institución del matrimonio cristiano se eleva a una altura increíble, muy por encima de la opinión y de la práctica corrientes en el mundo. Y no se trata aquí solamente de lo que es pecado o no. Los esposos cristianos, consagrados a Nuestra Señora, guardan su dignidad humana y sobre todo su grandeza cristiana, su vida divina, muy por encima de los instintos carnales: y es que se acuerdan de que su cuerpo es templo del Altísimo y propiedad de la Virgen purísima, a quien se consagraron.
¡Dichosas las almas que, en la vida religiosa o fuera de ella, se sienten llamadas a la pureza virginal y se convierten en esposas de Cristo por el voto de castidad! Las esposas de su Hijo son, como San Juan, particularmente amadas del Corazón de la Santísima Virgen. Ella las ama con afecto especial y las rodea incluso de cierto respeto. ¡Qué privilegiadas deben sentirse estas almas, por no tener el corazón repartido entre el Creador y las creaturas! De este modo se ven libres de toda clase de preocupaciones, para darse totalmente a lo único Necesario. Son dichosas, porque el ojo de su alma, al que las tinieblas de las pasiones no obnubilan, contempla más libre y fácilmente a Dios y las cosas divinas, y su corazón saborea más fácilmente la dulzura inefable del amor de Jesús. Pero deben saber y retener que su vida es una vida sobrehumana, a la que nadie puede ser fiel, sobre todo durante mucho tiempo, por las solas fuerzas de la naturaleza. Llevan este tesoro precioso en vasos de arcilla, muy frágiles. El lirio de la pureza virginal no florece más que entre las espinas de la mortificación y de la vigilancia. Sólo el amor fiel de Nuestra Señora puede hacerlo germinar y florecer. «Las vírgenes son conducidas al Rey en pos de la Reina», cantaba ya el Salmista . Su programa y su consigna será: ¡Velar y orar con la Madre y Esposa virginal de Cristo!
«Verdadera Devoción» y mortificación
Tenemos que combatir el espíritu del mundo de otra manera más. No debemos ser de aquellos de quienes escribía San Pablo con términos enérgicos: «Muchos viven… como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo Dios es el vientre, cuyo final es la perdición» .
No debemos mimar nuestra carne, y concederle sin distinción todo lo que reclama o desea. En ciertos momentos hemos de saber ser duros con nuestro cuerpo, incluso al riesgo de tener que pedir perdón en la hora de la muerte, como San Francisco de Asís, al «hermano asno», por haberlo tratado con demasiada aspereza. Esta ha sido siempre la conducta de los santos, y muy especialmente la de nuestro Padre de Montfort.
El primer grado que en esto hemos de alcanzar, todos nosotros sin distinción, es el de no conceder jamás nada a nuestro cuerpo en materia de alimento y bebida, o para el olfato, tacto, etc., sólo por gusto y placer. Dios ha concedido placer a ciertas acciones con miras a la utilidad que a ellas se vincula. Pero no hay que invertir el orden de las cosas. No podemos excluir siempre el gusto. Tampoco es necesario. Pero no debemos tomar nunca este placer o este gusto como el fin único o principal en el cumplimiento de una acción determinada. Se puede tomar una buena comida bien preparada para reparar las fuerzas; se puede utilizar una cama confortable para descansar mejor y volver luego al trabajo con más ardor y energía; se puede usar agua de colonia para hacer pasar un dolor de cabeza, se puede tomar un vaso de vino o de licor, fumar un puro o un cigarro, o aceptar un bombón, para dar gusto a alguien, para dar un aire festivo a un acontecimiento, para crear una atmósfera de alegre intimidad, o por cualquier otro motivo útil. Pero desde el punto de vista de la mortificación cristiana más elemental, se debe condenar el uso sin motivo de golosinas, licores, tabaco, perfumes, y de todo lo que sirve para halagar la sensualidad. Seamos, pues, fieles a esta regla: no concedernos nunca nada única o principalmente por placer y gusto.
«Castigo mi cuerpo, escribe San Pablo, y lo sujeto a servidumbre» . Debemos mantener el cuerpo en su lugar. No es el amo, sino el servidor, el esclavo. Cuando el deber lo pide, o las circunstancias lo exigen, o la caridad y el apostolado lo reclaman, no debemos dejarnos detener por el hambre, sed, fatiga u otras incomodidades corporales. ¡Cuántas veces sucede que nos sustraemos hábilmente a nuestro deber, con toda clase de pretextos fútiles, por el solo hecho de que es molesto y fatigoso! Podremos tal vez hacérnoslo creer a nosotros mismos o a otros. Pero no engañaremos ni a Dios ni a su santa Madre.
Debemos tratar duramente a nuestro cuerpo, porque es culpable y para que no lo sea aún más. Debemos saber contrariar las inclinaciones y exigencias de nuestros sentidos, incluso cuando no fuera pecado satisfacerlas. Es imposible conceder siempre al cuerpo todo lo que se puede sin cometer pecado, y mantenerse en este límite sin transgredirlo nunca.
Con otras palabras: debemos saber mortificarnos, pasar delante de un magnífico escaparate sin detenernos, dejar descansar una carta durante una hora sin abrirla, no precipitarnos a la página del diario que da los resultados de los deportes o la continuación de una historieta animada que seguimos con pasión, etc. Debemos saber servirnos en la mesa un poco menos copiosamente de lo que es de nuestro gusto, y tomar más de lo que menos nos agrada. Permanezcamos aún durante algunos instantes en una actitud incómoda, de rodillas por ejemplo, cuando el reclinatorio o el banco nos parezcan muy duros. Esto es la vida cristiana elemental, y es también el espíritu de la santa esclavitud de amor.
Los santos fueron aún más lejos: maltrataron su cuerpo, lo flagelaron, se impusieron ayunos terribles, durmieron sobre el suelo, etc. Nuestro Padre de Montfort es un ejemplo raramente superado de estas espantosas austeridades. Queda claro que todo esto no constituye la esencia de la perfección, y que en última instancia se puede ser santo sin estas prácticas de mortificación extraordinarias. Pero el amor ardiente a Jesús y a María conduce a estos sublimes excesos. Toca a cada uno de nosotros preguntarnos si, sin llegar hasta ahí, no podemos hacer algo en este sentido, siempre con el consejo de un director prudente.
Todo esto, es cierto, pide esfuerzo y trabajo, pero sólo haremos progresos en la perfección cristiana y mariana en la medida en que sepamos vencer y oponernos a nuestras inclinaciones naturales. Esforcémonos, pues, por practicar lo que acabamos de recordar, según las inspiraciones de la gracia y bajo el control de la obediencia, porque todo esto va perfectamente en la línea de nuestra Consagración total a Jesús por María, y constituye un medio excelente para realizar el ideal de nuestra vida: ¡el reino de Cristo por el reino de María!