lunes, 8 de septiembre de 2008

La Santísima Virgen nos ve y nos sigue



La Santísima Virgen nos ve y nos sigue
Constatábamos en el capítulo anterior que fuera de la presencia corporal, que para los seres corporales consiste en estar juntos, de manera perceptible, en las dimensiones de un mismo espacio, debe existir una presencia y una unión espiritual, más real e íntima que la de las creaturas materiales. También decíamos que esta unión espiritual se realiza ante todo por el hecho de que dos seres se conozcan y vean de manera espiritual, y luego mediante una acción o influencia espiritual recíproca.
En la Santísima Virgen se realizan estas dos maneras respecto de nosotros.
1º Y primeramente, Ella está cerca de nosotros, y en cierto sentido en nosotros, porque Ella nos ve y nos considera de modo muy neto y continuo en Dios.
No podríamos dudar de ello: la Santísima Virgen nos ve realmente, no con los ojos del cuerpo, pero sí con la mirada del alma. Ella ve todo lo que sucede en nosotros y alrededor nuestro. No le escapa ningún gesto nuestro, ninguna palabra, ninguna mirada, ningún pensamiento, ninguna emoción, ningún acto de nuestra voluntad. Ella ve, pues, no sólo lo que es perceptible por los sentidos o puede deducirse de esta percepción, sino también lo que está directamente al alcance de su alma, humanamente hablando, y eso ya es mucho sin duda alguna.
2º Pero nuestra divina Madre ve sobre todo lo que sucede en nosotros y a nuestro alrededor, porque contempla la Divinidad cara a cara, y en la Naturaleza divina conoce todo lo que puede interesarle; pues no hemos de olvidar que la Divinidad no es sólo el Ser infinito, sino también la Idea viviente, la Imagen sustancial, el Pensamiento infinitamente perfecto, en que Dios y quienes El llama a su gloria conocen todos los demás seres mucho más clara y perfectamente que si los considerasen en sí mismos. Por eso María ve clara y continuamente en el Ser divino todo lo que Ella desea conocer, todo lo que le interesa, principalmente todo lo que le conviene saber como Madre de Dios, como Socia universal de Cristo, como Reina del reino de Dios, y más aún todo lo que Ella debe conocer para realizar su sublime misión de Corredentora y Madre de los hombres, de Mediadora universal de la gracia y Santificadora de las almas, de Adversaria personal de Satán y Generala de los ejércitos de Dios, que sin cesar Ella debe conducir a la batalla y a la victoria.
A veces se ha creído poder y deber dudar de esta omnisciencia de la Santísima Virgen respecto de todo lo que nos concierne. «Creía que Dios solo conocía los pensamientos y los sentimientos secretos de los hombres», hemos oído decir más de una vez. Sí, es cierto, Dios solo por Sí mismo, pero fuera de El también todos aquellos a quienes El quiere conceder esta vista y este conocimiento, esto es, a aquellos a quienes les es necesario o conveniente penetrar la vida íntima de los hombres, entre los cuales contamos indudablemente la santa Humanidad de Jesús y su divina Madre.
Los bienaventurados en el cielo ven en Dios todo lo que les inspira un interés particular. No ven cada hoja que tiembla, cada flor que se abre, cada animal que se mueve en la tierra; pues todo eso no puede darles un gozo especial, ni serles útil para la misión que les queda por cumplir. Pero los Santos ven en Dios todo lo que les es necesario o útil saber para ayudar a quienes les rezan. Nuestros queridos difuntos, si ya han entrado en la gloria, ven en la Naturaleza divina todo lo que nos sucede, porque nuestra suerte, nuestra conducta y nuestra felicidad les son de grandísimo interés. Y según este principio de la Teología, es evidente que la santísima Madre de Jesús ve todo lo que se produce en nosotros, y también lo que sucede alrededor nuestro, en la medida en que eso nos concierna.
Ella es nuestra Madre. Madre con una maternidad mil veces más real y preciosa que la maternidad ordinaria. Y por eso Ella desea saber todo lo que se refiere a sus hijos y todo lo que les sucede: tristeza y alegría, lucha y tentación, faltas y progreso, prosperidad y tribulaciones. Además, Ella debe conocer todo eso. Como Madre espiritual nuestra, Ella debe encargarse de nuestra vida sobrenatural, defenderla, mantenerla, desarrollarla y llevarla a su plenitud. Ahora bien, Ella no podría cumplir esta misión si no conociese todo lo que se refiere a esta vida, todo lo que, en un sentido u otro, puede influenciarla; es decir, prácticamente, todo lo que nos sucede.
Ella es nuestra Abogada, nuestra Mediadora, y la Distribuidora de todas las gracias. Salta a la vista que para cumplir este cometido que Dios le confió, es preciso que Ella conozca todas nuestras necesidades de cada momento, nuestras disposiciones, nuestras dificultades y tentaciones, nuestros pensamientos y sentimientos, en una palabra, todo lo que hay en nosotros y es de nosotros, para poder darnos en tiempo oportuno las gracias y auxilios que necesitamos.
Y Ella es Reina, Reina de los hombres, Reina especialmente de lo que es interior, espiritual y sobrenatural en el hombre, Reina de las almas, Reina de los corazones. Y no hay duda de que es sumamente conveniente que una reina, que esta Reina sobre todo, sepa todo lo que sucede en su reino.
Así, pues, Nuestra Señora me ve claramente y sin cesar, a mí mismo y todo lo que pienso y hago. Y por eso mismo Ella está espiritual y realmente junto a mí, y en cierto sentido en mí, puesto que su mirada penetra hasta las profundidades más íntimas de mi ser, hasta mi inteligencia, mi voluntad y la sustancia misma de mi alma. Y cuando yo pienso en Ella, cuando la miro y fijo en Ella los ojos de mi alma, el círculo se cierra, el contacto se establece, y entonces estoy junto a Ella y Ella junto a mí. Y si habitualmente pienso en Ella, y habitualmente la miro, y habitualmente vivo con Ella, estoy habitualmente en su presencia, vivo habitualmente unido a Ella . Se puede decir entonces que Ella está siempre junto a mí y yo junto a Ella.
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Sin embargo, aquí no hay que forjarse ilusiones.
Esta presencia espiritual, intencional si se quiere, de la Santísima Virgen junto a nuestras almas y en ellas, es perfecta por parte de Ella. Ella nos ve claramente y sin cesar, Ella escucha directa y distintamente lo que le decimos y comunicamos, cómo respondemos a su presencia, etc.
Pero por parte de nosotros, esta presencia, esta «convivencia» deja forzosamente mucho que desear: ¡estamos aún «in via», en la tierra, y no en el cielo!
1º No vemos directa e inmediatamente a la Santísima Virgen, como Ella nos contempla. La vemos o pensamos en Ella en la imagen espejo de la fe. Una imagen, en un espejo, no es siempre muy fiel. Pero aunque lo fuese, siempre es indirecta y, por lo tanto, imperfecta.
Durante la guerra de las trincheras de 1914 a 1918, nuestros soldados no podían subir por encima de los parapetos sin correr el riesgo de ser abatidos al punto por los tiradores de élite, siempre al acecho. Por este motivo en las trincheras se instalaron instrumentos especiales, llamados periscopios, que sobresaliendo apenas de la trinchera, por una combinación ingeniosa de espejos, permitían ver claramente y sin peligro lo que sucedía en el campo enemigo. Nosotros vemos a Nuestra Señora como en el periscopio de la fe. Sabemos que Ella existe, lo que Ella es, que Ella nos ama, que Ella piensa en nosotros y se ocupa de nosotros. Y así la veo y converso con Ella como por un rodeo, pero realmente. No la «oigo» tampoco directamente, no reconozco su voz como lo hago cuando me habla una voz familiar. Sólo por medio de un pequeño razonamiento llego a convencerme de que Ella me habló. Recibo una inspiración de la gracia. Es real, no puedo dudar de ella. Pero toda gracia me viene, después de Dios, por María. Por lo tanto, estoy percibiendo su «voz». Y así, Ella es la que viene a consolarme, a reconfortarme, a pedirme un pequeño sacrificio por el reino de Jesús y el suyo.
2º En segundo lugar, yo no puedo estar pensando y mirándola continuamente y sin cesar, mientras que Ella sí me está unida sin interrupción. Esto es imposible incluso a los mayores santos, salvo en el caso de una intervención especial de Dios.
3º En tercer lugar, mi visión de la Madre de Jesús, por desgracia, será siempre superficial, un poco vaga, sin la suficiente claridad y profundidad. Ella me penetra a fondo, mientras que yo no la veo más que de manera defectuosa. Yo no puedo penetrar hasta los abismos de luz, de amor y de vida que el Señor ha cavado en Ella, su obra maestra. ¡Cómo todo esto debe hacernos suspirar por el cielo, en que podremos leer sin parar en el alma santa, radiante y totalmente divinizada de nuestra Madre, y de este modo quedar fijos en un rapto de amor!
Pero, a pesar de todas las imperfecciones que acabamos de señalar, no es menos cierto que subsisten todas las condiciones indispensables para poder hablar de una verdadera presencia espiritual de la Santísima Virgen junto a nosotros y en nosotros, y de una unión innegable. A nosotros nos toca fortalecer e intensificar sin cesar esta unión por una mirada frecuente de alma y por un trato íntimo de amor.
Más tarde diremos cómo podemos realizar esto en la práctica.