lunes, 8 de septiembre de 2008



Serie ImmaculataAño Mariano 1953-1954



J. Mª Hupperts S.M.M.



Fundamentos y Prácticade laVida Mariana















Serie ImmaculataAño Mariano 1953-1954



J. Mª Hupperts S.M.M.



Fundamentos y Práctica de laVida Mariana

Todo de María Prólogo



† L. Suenens, vic. gen.Todo de María
Prólogo
Desde hace casi veinte años escribimos en cada número de nuestra modesta revista «Mediadora y Reina» un artículo sobre la vida mariana, tal como la propone San Luis María de Montfort en sus obras «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen» y «El Secreto de María».
De muchos sacerdotes, religiosos y cristianos en el mundo hemos recogido frecuentemente el testimonio de que estas páginas les habían dado luz, aliento y alimento espiritual. Además, de muchas partes, aun de parte de nuestros Superiores, nos habían pedido recopilar y publicar estos artículos en un volumen.
Las ocupaciones apremiantes de cada día nos hicieron postergar esta publicación hasta ahora.
Pero el año mariano (8 de diciembre de 1953 — 8 de diciembre de 1954) ofrece una ocasión para publicar estas páginas, ocasión demasiado hermosa y preciosa como para dejarla escapar.
Esta edición será, pues, nuestro humildísimo, respetuosísimo y afectuosísimo homenaje a Aquella a cuyo servicio hemos entregado nuestra vida. Será también nuestro modesto regalo de fiesta a la Santísima Virgen, con motivo del centenario de la definición dogmática de su Concepción Inmaculada.
Este trabajo apunta a exponer la excelente devoción mariana de nuestro Padre espiritual, San Luis María de Montfort.
La exposición trata de ser lo más sencilla posible, a fin de hacerse accesible en su mayor parte a todos cuantos no poseen una formación más acabada. Pero al mismo tiempo pretende ser sólida y profunda, para que los sacerdotes, religiosos y seglares instruidos encuentren en ella su provecho espiritual.
Todas las proposiciones adelantadas aquí han sido debidamente controladas a la luz de la Mariología, cuyos progresos maravillosos admiramos.
Al obrar así seguimos el ejemplo de nuestro Padre, que confronta siempre sus prácticas marianas con los datos de la Escritura, de la Tradición y de la Teología. En estos últimos tiempos se ha creído poder escribir, y ello más de una vez, que la «verdadera Devoción» de Montfort era una «experiencia personal», que sería peligroso, e incluso contraproducente, generalizar. Quienes así escriben se equivocan . Al contrario, Montfort se preocupa siempre de deducir su práctica mariana del dato revelado, de la Mariología, de toda la doctrina de la Iglesia. Quien quiera convencerse de ello, lea por ejemplo su tratado condensado del papel de la Santísima Virgen en la economía de la salvación, «Tratado de la Verdadera Devoción», números 14-38 y 60-88, y «Secreto de María», números 7-23.
Imitando a San Luis María, no queremos ser minimalistas en el ámbito de la doctrina mariana, ni formar parte de los devotos «escrupulosos» o «críticos» de la Santísima Virgen, de que habla a propósito de las falsas devociones marianas . Estos últimos ven merodear por todas partes el espectro del exceso, de la exageración, de los abusos. Igualmente, a ejemplo de Montfort, no expondremos únicamente consideraciones sobre verdades marianas definidas, ni sobre puntos de doctrina establecidos con total certeza. Si se quisiese aplicar este método a otras secciones de la ascética cristiana, sería preciso desgarrar o quemar las tres cuartas partes de nuestros libros más serios de espiritualidad. Para la vida mariana como para la vida espiritual en general, podemos apoyarnos perfectamente en consideraciones de probabilidad seria. Especialmente nos apoyaremos con seguridad en la palabra de los obispos, y sobre todo de los Sumos Pontífices, incluso cuando estos no hayan querido dirimir definitivamente una cuestión.
¿Será preciso añadir a lo que acabamos de decir, que nuestras consideraciones, tanto teóricas como prácticas, dejan intacto todo el tesoro de la doctrina y de la ascética cristiana general? ¿Añadir también que toda devoción mariana debe ser cristocéntrica, teocéntrica, de manera que no sólo lleve a la unión con Cristo y con Dios como a su fin, sino que además esté habitualmente impregnada del pensamiento actual de Cristo y de Dios? Recordaremos esto frecuentemente. Pero hacerlo a cada momento sería imposible, molesto e inútil para las almas de buena voluntad. Damos aquí una especie de manual de la vida mariana. Al fin de esta serie examinaremos ex professo cómo insertar estas actitudes en las prácticas habituales de la vida cristiana. Pero exigir, como algunos parecen hacerlo, que recordemos a cada instante esta conexión, y que situemos sin cesar todas nuestras consideraciones en el conjunto de la doctrina y de la vida cristiana, equivaldría a ahogar el aspecto mariano, que es el que aquí queremos resaltar. Además, mucho es de temer que estas exigencias, tal vez inconscientes, sean una manifestación más de la devoción mariana «escrupulosa».
Pocas cosas hemos cambiado a los artículos, tal como aparecieron en «Mediadora y Reina». Los hemos hecho preceder de una mirada de conjunto sobre el misterio de María, y de algunas páginas sobre las cualidades que ha de tener nuestra devoción mariana para responder plenamente al plan de Dios en este punto. Creemos que estas exigencias se realizan en un cien por ciento en la vida mariana, tal como nos la expone Montfort. Recordamos también, no está de más decirlo, las enseñanzas de Su Santidad Pío XII sobre la consagración y la vida mariana, enseñanzas que son posteriores a los artículos que reproducimos aquí. Nos ha parecido preferible reunir estas enseñanzas en un capítulo especial, antes que dispersarlas a través del volumen.
Tratamos aquí de la enseñanza mariana de San Luis María de Montfort. De diferentes partes se ha reclamado para otros escritores, anteriores a él, el honor de haber presentado la síntesis de la vida mariana. Nos alegraríamos sinceramente si así fuera. Pero tanto como podemos juzgarlo por los datos que poseemos actualmente, no es así. En ninguna parte se encuentra este sistema de espiritualidad mariana, con sus bases doctrinales, su práctica fundamental de la consagración total, y las aplicaciones, consecuencias y actitudes diversas que deben ser la consecuencia de este gran acto. Lo cual no daña, por otra parte, a la «tradicionalidad» de la vida mariana montfortana, ya que es indudable que todos los elementos de esta espiritualidad se encuentran en los Padres, en los Doctores y en los escritores católicos anteriores a Montfort, aunque dispersos y sin coordinación. Y lo que en ningún caso se podría contestar al gran Apóstol de María, es que fue elegido por Dios para difundir en su Iglesia la respuesta ideal del alma al plan de redención y de santificación, libremente elegido por El.
Por lo que se refiere a la manera de presentar esta recopilación, nos ha parecido preferible, por más de un motivo, subdividirlo en una serie de pequeños volúmenes, de tamaño portátil, que esperamos publicar sucesivamente en las principales fiestas de Nuestra Señora en el transcurso del año mariano.
¡Descanse sobre esta publicación, según el pedido que hemos hecho a nuestro Padre, la bendición de la dulce Virgen! La bendición de la Virgen es la de Dios, condición indispensable para el éxito y la fecundidad de toda empresa sobrenatural que tiende al bien de las almas, para la mayor gloria de Dios.

Pío XII y la Consagración a la Santísima Virgen



Pío XII y la Consagracióna la Santísima Virgen
Cuando, a partir de 1936 y los años siguientes, escribíamos los artículos que aparecen hoy en un volumen, la consagración mariana montfortana era en suma una devoción privada. Sin duda varios Papas, como San Pío X, Benedicto XV y Pío XI, habían hecho esta consagración y la habían recomendado. Pero difícilmente se hubiese podido hablar de una aprobación pública y oficial.
Desde entonces se produjo a este respecto un cambio importantísimo: la consagración a la Santísima Virgen es de ahora en más una manifestación de la devoción mariana en la Iglesia.
Hubo primero la consagración, por Su Santidad Pío XII, de la Iglesia y de todo el género humano a la Santísima Virgen, al Corazón Inmaculado de María, el 31 de octubre de 1942, en el transcurso de un mensaje radiofónico al pueblo portugués reunido en Fátima, consagración renovada luego en una grandiosa ceremonia en San Pedro de Roma, el 8 de diciembre siguiente. El Santo Padre decía en ella:
«Reina del santísimo Rosario, Auxilio de los cristianos, Refugio del género humano, Triunfadora en todos los combates de Dios…, Nos, como Padre común de la gran familia humana y como Vicario de Aquel a quien todo poder ha sido dado en el cielo y en la tierra, y de quien Nos hemos recibido el cuidado de todas las almas redimidas con su Sangre que pueblan el universo, a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado…, Nos confiamos y Nos consagramos, no sólo en unión con la santa Iglesia, Cuerpo místico de vuestro amado Jesús…, sino también con el mundo entero… De igual modo que al Corazón de vuestro amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano…, así igualmente nosotros también nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y vuestro patrocinio apresuren el triunfo del reino de Dios, y que todas las naciones, puestas en paz entre ellas y con Dios, os proclamen bienaventurada y entonen con Vos, de un extremo al otro del mundo, un eterno Magnificat de gloria, amor y agradecimiento al Corazón de Jesús, el único en el cual ellas pueden encontrar la Verdad, la Vida y la Paz».
El 1 de mayo de 1948 apareció la Encíclica mariana Auspicia quædam, un documento oficial y universal, en el cual se recuerda enérgicamente la consagración de la Iglesia y del mundo efectivamente renovada, y se expresa el deseo de que todos, por una consagración privada y colectiva, adhieran a este gran acto:
«Deseamos que todos la hagan cada vez que una ocasión propicia lo permita, no solamente en cada diócesis y en cada parroquia, sino también en el hogar doméstico de cada uno; pues Nos esperamos que gracias a esta consagración privada y pública, se nos concederán más abundantemente los beneficios y dones celestiales».
Por estos actos solemnes la consagración a la Santísima Virgen ha entrado definitivamente en el culto oficial de la Iglesia. Las consideraciones que van a seguir adquieren de ahora en adelante una mayor actualidad.
El Papa actualmente reinante fue aún más lejos. Definió —esta vez en alocuciones pronunciadas en un círculo más restringido, es cierto— de qué modo debe ser comprendida, hecha y vivida esta consagración.
El 22 de noviembre de 1946 el Santo Padre recibe en audiencia a un cierto número de dirigentes y de participantes de la «Gran Vuelta», esta marcha triunfal de Nuestra Señora de Boulogne a través de Francia, a cuya ocasión los fieles eran invitados a consagrarse a la Santísima Virgen. El Santo Padre les da formalmente una consigna y se expresa así:
«Sed fieles a Aquella que os ha guiado hasta aquí. Haciendo eco a nuestro llamado al mundo, lo habéis hecho escuchar alrededor vuestro; habéis recorrido toda Francia para hacerlo resonar, y habéis invitado a todos los cristianos a renovar personalmente, cada cual en su propio nombre, la consagración al Corazón Inmaculado de María, pronunciada por sus Pastores en nombre de todos. Habéis recogido ya diez millones de adhesiones individuales, resultado que nos causa gran gozo y despierta en Nos gran esperanza.
Pero la condición indispensable para la perseverancia en esta consagración es entender su verdadero sentido, captar todo su alcance, y asumir lealmente todas sus obligaciones. Volvemos a recordar aquí lo que Nos decíamos sobre este tema en un aniversario muy querido a Nuestro corazón: La consagración a la Madre de Dios… es un don total de sí, para toda la vida y para la eternidad; no un don de pura forma o de puro sentimiento, sino un don efectivo, realizado en la intensidad de la vida cristiana y mariana» .
Estas palabras son para nosotros sumamente alentadoras y preciosas, ya que constituyen incontestablemente una aprobación de la consagración mariana en el sentido montfortano. No pretendemos de ningún modo que por ellas Pío XII aconseje formalmente el acto de la santa esclavitud, con el abandono a la Santísima Virgen del derecho de disponer de nuestras oraciones, de nuestras indulgencias y de todo el valor comunicable de nuestras buenas obras. Pero veremos por lo que sigue que los artículos que reproducimos y que fueron escritos mucho antes de esta fecha, tenían por adelantado como título cada una de las palabras pontificias que definían el acto de consagración mariana.
Finalmente, la consagración mariana montfortana, tomada en toda su acepción y en toda su extensión, fue oficialmente aprobada por el Santo Padre en las «Cartas Decretales» que promulgan la canonización de San Luis María de Montfort. Pío XII habla en ellas de «la devoción ardiente, sólida y recta» que el gran apóstol alimentaba hacia Nuestra Señora, y que fue el secreto tanto de su santidad como de su incomparable apostolado; y llama a esta devoción por su nombre: «la noble y santa esclavitud de Jesús en María». Roma locuta. El Papa ha hablado. Que se escuche simplemente su palabra. Esta palabra, evidentemente, confiere una nueva fuerza a las consideraciones que vienen a continuación. ¡Ojalá sea también para ellas una prenda de bendición y de fecundidad!

¿Quién es María?



¿Quién es María?
Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre(Mt. 19 6)
María ha sido esencialmente querida por Dios como la nueva Eva de Cristo, el nuevo Adán. Difícilmente se encontrará definición más exacta y más completa de Ella que la que Dios mismo dio de Eva en el momento en que creó a la primera mujer: «Adiutorium simile sibi, una Ayuda semejante a El». María será para Cristo en el orden de la reparación y de la gracia lo que Eva fue para Adán en el orden de la caída y del pecado.
Se obra como se es: «Operari sequitur esse». Para colaborar con Cristo, Ella deberá serle semejante en su ser. Ella le será semejante —no igual— por su exención del pecado original, por su plenitud propia de gracia, y por la eminencia singular de sus virtudes.
Para colaborar con El de manera habitual y verdaderamente oficial, Ella deberá también estarle unida por lazos duraderos y físicos. Es evidente que un matrimonio ordinario quedaba excluido. Dios hace entonces algo admirable: para que María sea la Esposa espiritual y la Cooperadora universal de Jesús, la convierte en su Madre según la carne, y la vincula así de manera definitiva a Cristo por los lazos físicos más estrechos que se puedan concebir. También por este mismo hecho, Ella queda elevada al plan y al nivel de Cristo, cosa igualmente indispensable para una colaboración perpetua. El es el Hijo de Dios, Dios mismo; Ella será la Madre de Dios, dignidad menor, ciertamente, que la de Cristo, pero dignidad en cierto aspecto infinita, que la eleva, tanto como es posible, a la altura de Cristo, de la manera que conviene perfectamente a su condición de nueva Eva.
Desde ahora Ella está equipada para realizar, en unión con Cristo y en dependencia absoluta de El, su gran obra de glorificación del Padre y de salvación de la Humanidad.
Ella será, ante todo, Corredentora con El, no solamente en el sentido de que por su libre consentimiento Ella nos da verdaderamente al Redentor; no solamente en que, por sus méritos y oraciones, Ella contribuye a la aplicación de los frutos de la Redención a las almas; sino Corredentora en el sentido estricto y completo de la palabra: Ella no forma con Cristo más que un solo principio moral del acto redentor mismo, participando del Sacrificio decisivo, no como elemento principal, pero sí como causa integrante por libre voluntad de Dios: Ella es Sacrificadora secundaria y Víctima subordinada del Sacrificio del Calvario.
El acto redentor del Calvario, al que queda vinculada toda la vida de Cristo, y también todas las acciones de María desde que se convirtió en Madre y en Socia indisoluble del Hijo de Dios, reviste también el aspecto del mérito, y merece por lo tanto todas las gracias necesarias o útiles para la salvación de la humanidad. María participa también de este aspecto de la Pasión de Cristo, como de todos los demás, y merece, al menos con mérito de conveniencia , todas las gracias que serán impartidas a la humanidad. Cristo es Mediador supremo de todas las gracias, que El conquistó al precio de su Sangre; María participa de este derecho de distribución de las gracias por la colaboración que Ella aportó en su adquisición. Por ser Corredentora, María es Mediadora y Distribuidora de todas las gracias, ejerciendo esta función por una causalidad moral de destinación o de consentimiento, por una causalidad de oración, y también probablemente por una causalidad de producción física, subordinada e instrumental, pero libre y verdadera.
Ahora bien, la gracia es la vida del alma, su vida sobrenatural. María es juntamente con Cristo, y por más de un título, el principio de toda vida sobrenatural, porque, en dependencia de Cristo, es causa multiforme de la gracia en las almas. Al dar así verdaderamente la vida a las almas, Ella es su Madre, su verdadera Madre, no ciertamente según una maternidad natural, pero sí con una maternidad real y no solamente metafórica y por modo de decir. En el orden de la vida divina Ella cumple de manera sobreeminente toda la misión y todas las funciones que una madre ordinaria ejerce en la vida de su hijo. María es, pues, Madre de las almas, por ser Mediadora de todas las gracias.
Redimir las almas, aplicarles los frutos de la redención, comunicarles y hacerles aceptar la gracia, y darlas así a luz a la vida sobrenatural, formarlas y hacerlas crecer en ella, no se hace solo, es una obra difícil; no se realiza sino en contra de fuerzas adversas coaligadas contra Dios y contra las almas: el demonio, el mundo y las facultades desordenadas que, como un virus indestructible, el pecado original dejó en el hombre. Lo cual quiere decir que redención, santificación y vivificación son una lucha, un combate incesante. Pues bien, en esta lucha María es la eterna adversaria de Satanás, detrás de la cual Cristo parece esconderse, como en otro tiempo la Serpiente se había escudado detrás de Eva. María es la eterna y siempre victoriosa Combatiente de los buenos combates de Dios. Más que eso: por debajo de Cristo, Ella es la invencible Generala de los ejércitos divinos, pues conduce y dirige el combate. Ella es para la Iglesia y para las almas todo lo que un general es para su ejército: da a las almas, a los mismos jefes de la Iglesia, las luces apropiadas para despistar las emboscadas de Satán y dirigir la batalla; sostiene también los ánimos, relanza sin cesar a sus hijos a la lucha, los provee de las armas adecuadas que deben asegurarles la victoria; pues todo eso es, con toda evidencia, obra de la gracia: gracia de luz, de valentía, de fortaleza, de perseverancia; y toda gracia, después de Cristo, nos viene de María. Por ser Corredentora y Mediadora de todas las gracias, Ella es Generala «victoriosa en todas las batallas de Dios» .
Pero también, finalmente, por ser Madre de Dios, Socia universal de Cristo y Corredentora de la humanidad, María es Reina universal junto a Cristo Rey. Ella es Reina, como lo admiten unánimemente los teólogos, según una realeza verdadera y efectiva, que se ejerce sobre toda criatura, tanto sobre los ángeles como sobre los hombres, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural; realeza que es participación de la de Cristo, se extiende tan lejos como la de El, se ejerce de manera análoga a la de El, pero le sigue siendo siempre plenamente subordinada.
Esta es sustancialmente la misión de María. No podemos aquí describirla más a lo largo, ni probarla; pero debíamos recordarla sucintamente. En función de estas magníficas verdades vamos a estudiar el culto singular que debemos a María, y responder a la pregunta: ¿Qué actitud debemos tener con Aquella que Dios ha colocado junto a Cristo en el corazón mismo de su Misterio de salvación?
Ante todo, deberemos establecer la necesidad y la obligación de un culto mariano elemental, y la gran utilidad de una devoción más perfecta a María. Luego, después de recordar los principios que nos tendrán que guiar en la elección de las diferentes formas de devoción a Nuestra Señora, deberemos estudiar cómo puede este culto mariano ejercerse de la mejor manera. ¡Dígnese la divina Mediadora de todas las gracias asistirnos en este estudio!

Utilidad y necesidad de la “vida mariana”



Utilidad y necesidad de la "vida mariana"
Para establecer la necesidad del culto mariano en general, y el valor de una vida mariana más perfecta en particular, partimos de un principio indiscutible, el que Cristo mismo formuló como línea general de conducta, aunque lo hiciese con motivo de un precepto particular: «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre».
1º El Padre Billot S. J. razonaba con justeza y claridad cuando escribía: «María, en la religión cristiana, es absolutamente inseparable de Cristo, tanto antes como después de la Encarnación: antes de la Encarnación, en la espera y en la expectativa del mundo; después de la Encarnación, en el culto y en el amor de la Iglesia. En efecto, somos llamados y vinculados de nuevo a las cosas celestiales sólo por la Pareja bienaventurada que es la Mujer y su Hijo. Por donde concluyo que el culto a la Santísima Virgen es una nota negativa de la verdadera religión cristiana. Digo: nota negativa; porque no es necesario que dondequiera se encuentre este culto, se encuentre la verdadera Iglesia; pero al menos donde este culto está ausente, por el mismo hecho no se encuentra la auténtica religión cristiana. Y es que la verdadera cristiandad no podría ser la que trunca la naturaleza de nuestra "religación" por Cristo, instituida por Dios, separando al Hijo bendito de la Mujer de la cual procede» .
De donde resulta que el culto a la Santísima Virgen, considerado de manera general y objetivamente hablando, es necesario para la salvación y, por lo tanto, gravemente obligatorio. Quien se negara a tener un mínimo de devoción mariana, se pondría en serio peligro de comprometer su destino eterno, porque se negaría a emplear para este fin un medio y una mediación que Dios ha querido utilizar en toda la línea de su obra santificadora, y del que también nosotros debemos servirnos, por consiguiente, para alcanzar nuestro fin supremo.
2º El culto mariano pertenece a la sustancia misma del cristianismo. Es esta una verdad que no ha penetrado suficientemente en el espíritu de gran número de cristianos. Para ellos la devoción mariana es, sin duda, muy buena y recomendable, pero en definitiva secundaria, si no facultativa. Es un error fundamental. La fórmula del cristianismo, ya se lo considere como la venida de Dios a nosotros, ya como nuestra ascensión hacia El, no es Jesús solamente, sino Jesús-María. Sin duda podría haber sido de otro modo, ya que Dios no tenía ninguna necesidad de María; pero quiso El que fuera así. Es lo que había comprendido perfectamente uno de los mayores escritores espirituales del siglo XIX, Monseñor Gay, cuando escribía: «Por eso quienes no otorgan a María en ese mismo cristianismo más que el lugar de una devoción, aunque sea el de una devoción principal, no entienden bien la obra de Dios y no tienen el sentido de Cristo… Ella pertenece a la sustancia misma de la religión».
3º Una tercera conclusión que se impone irresistiblemente a nosotros como un «principium per se notum», esto es, como un principio evidente, es que adaptarnos plenamente en este campo al plan de Dios, concediendo íntegramente a Nuestra Señora, en nuestra vida, el lugar que le corresponde según este mismo plan divino, debe acarrear las más preciosas ventajas, no sólo para cada alma en particular, sino también para todo el conjunto de la Iglesia de Dios. María es, por libre voluntad de Dios, un eslabón importante e indispensable en la cadena de las causalidades elevantes y santificantes que se ejercen sobre las almas. Es evidente que este divino mecanismo funcionará más fácil y seguramente cuando, por el reconocimiento teórico y práctico del papel de María, le facilitemos el ejercicio de sus funciones maternas y mediadoras en nuestra alma y en la comunidad cristiana.
4º Al contrario, las lagunas en esta materia, lagunas culpables y voluntarias, e incluso las lagunas inconscientes, aunque no en el mismo grado, han de resultar funestas tanto para el individuo como para la sociedad. Un organismo no se compone solamente de la cabeza y del cuerpo con sus miembros: el cuello es un órgano de contacto indispensable entre la cabeza y los miembros. O más exactamente aún: un ser humano no debe disponer solamente de un cerebro, centro de todo el sistema nervioso; ya que no podría subsistir y ejercer su actividad sin otro órgano central, el corazón. Ahora bien, María es el cuello o —metáfora más exacta y más impresionante aún— el Corazón de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
El Padre Faber, que junto a Monseñor Gay fue la figura más sobresaliente de la literatura espiritual del siglo XIX, lo constataba de manera penetrante. Después de recordar toda clase de miserias, deficiencias y debilidades en sus correligionarios, prosigue: «¿Cuál es, pues, el remedio que les falta? ¿Cuál es el remedio indicado por Dios mismo? Si nos referimos a las revelaciones de los santos, es un inmenso crecimiento de la devoción a la Santísima Virgen; pero, comprendámoslo bien, lo inmenso no tiene límites. Aquí, en Inglaterra, no se predica a María lo suficiente, ni la mitad de lo que fuera debido. La devoción que se le tiene es débil, raquítica y pobre… Su ignorancia de la teología le quita toda vida y toda dignidad; no es, como debería serlo, el carácter saliente de nuestra religión; no tiene fe en sí misma. Y por eso no se ama bastante a Jesús, ni se convierten los herejes, ni se exalta a la Iglesia; las almas que podrían ser santas se marchitan y se degeneran; no se frecuenta los sacramentos como es debido; no se evangeliza a las almas con entusiasmo y celo apostólicos; no se conoce a Jesús, porque se deja a María en el olvido… Esta sombra indigna y miserable, a la que nos atrevemos a dar el nombre de devoción a la Santísima Virgen, es la causa de todas estas miserias, de todas estas tinieblas, de todos estos males, de todas estas omisiones, de toda esta relajación… Dios quiere expresamente una devoción a su santa Madre muy distinta, mucho mayor, mucho más amplia, mucho más extensa» .
Faber, es cierto, escribía para su país y para su tiempo. Nuestra época, incontestablemente, ha realizado progresos en este ámbito, y los católicos de todos los países no tienen que luchar con las mismas dificultades que los que viven en medio de una población con una mayoría protestante aplastante. Pero eso no quita que hay un fondo de verdad en esta queja: la falta de una devoción íntegramente adaptada al plan de Dios es causa de lagunas y de debilidad espiritual. Y no podemos menos que suscribir las aspiraciones del pastor anglicano convertido: «¡Oh, si tan sólo se conociera a María, ya no habría frialdad con Jesucristo! ¡Oh, si tan sólo se conociera a María, cuánto más admirable sería nuestra fe, y cuán diferentes serían nuestras comuniones! ¡Oh, si tan sólo se conociera a María, cuánto más felices, cuánto más santos, cuánto menos mundanos seríamos, y cuánto mejor nos convertiríamos en imágenes vivas de Nuestro Señor y Salvador, su amadísimo y divino Hijo!».
5º Demos un nuevo paso adelante en nuestras conclusiones y constataciones. Es sumamente deseable e importante para la salvación y santificación de las almas, y para la obtención del reino de Dios en la tierra, llevar el culto mariano a su perfección en nuestra alma y en todas las almas: «De Maria numquam satis» —sin exageración ninguna, por supuesto; la cual, por otra parte, es imposible desde que nos acordamos de que María es una criatura—. Debemos en todo, y por lo tanto también en la materia que nos ocupa, apuntar a la perfección, y a la perfección más elevada.
6º Apuntar a la perfección del culto mariano se impone especialmente en nuestra época. Todo el mundo reconoce que desde hace 80 años, y muy especialmente desde hace unos 30 años, el «Misterio de María» se ha impuesto a la atención de la Iglesia, tanto docente como discente, y que este Misterio ha sido comprendido con más claridad y profundizado singularmente. Es una de las grandes gracias de nuestro tiempo. Es evidente que a este conocimiento más neto y más profundo de la doctrina mariana, y muy especialmente de la misión de Nuestra Señora, debe responder una devoción creciente, intensificada. Como cristianos del siglo XX, debemos buscar y aceptar ávidamente las formas más ricas y más elevadas de la devoción mariana, o, como se dice más justamente hoy, de la «vida mariana».
Este proceso lo vemos realizarse ante nuestros ojos en la Iglesia de Dios, por la acción profunda y poderosa del Espíritu Santo, y bajo la influencia y dirección de la santa Jerarquía. En todas partes sale a la luz una convicción casi unánime de que vivimos «la hora de María, la época de María, el siglo de María». El acontecimiento mariano grandioso de que acabamos de ser testigos dichosos, la definición dogmática de la Asunción corporal de Nuestra Señora, es una nueva y poderosa prueba de ello. Ha llegado el tiempo predicho por Montfort, «este tiempo feliz en que la divina María será establecida Dueña y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su grande y único Jesús…, en que las almas respirarán a María, tanto como los cuerpos respiran el aire…, y en que como consecuencia de ello acaecerán cosas maravillosas en estos bajos lugares» . Se está cumpliendo la voluntad formal de Dios: «Dios quiere que su santa Madre sea al presente más conocida, más amada, más honrada que nunca». Y Montfort añade unas palabras que pueden ser una introducción y una transición a lo que hemos de explicar en lo que sigue: «Lo que sucederá, sin duda, si los predestinados entran, con la luz y la gracia del Espíritu Santo, en la práctica interior y perfecta que yo les descubriré a continuación»

Lo que debe ser nuestro culto mariano:Sus principios



Lo que debe ser nuestro culto mariano:Sus principios
El culto mariano es obligatorio y necesario, como respuesta de nuestra parte a la importantísima misión que Dios ha confiado a su santísima Madre. Este culto pertenece a la sustancia misma de la religión cristiana; y es importantísimo, para la glorificación de Dios y nuestra propia santificación, que la devoción mariana sea llevada a su más elevada perfección, a fin de que se adapte plenamente al plan divino. Este perfeccionamiento se impone especialmente en nuestro tiempo, en que el Misterio de María ha sido iluminado con una luz más viva que en ninguna otra época de la historia del cristianismo. Todo esto lo hemos visto hasta aquí.
Ahora se nos plantea otra gran pregunta: ¿Cómo organizar este culto mariano? ¿De qué elementos debe componerse, de qué cualidades debe estar revestido, para realizar íntegramente el plan de Dios y responder plenamente a la misión singular de María? Vamos a tratar de contestar a esta pregunta, después de adelantar algunos principios según los cuales parece que ha de organizarse nuestra vida mariana.
1º Nuestro culto mariano, ante todo, ha de tener en cuenta el valor intrínseco de la Santísima Virgen misma, o más justamente, de su «conjunctio cum Deo», de su acercamiento a Dios, de su unión con Dios, que es la «ratio formalis», la razón propia del culto debido a los santos. Ahora bien, en María esta unión a Dios es totalmente singular y excepcional. Ella está unida de la manera más estrecha con Dios por medio de la gracia santificante, cuya plenitud recibió, una plenitud que le es propia; pero sobre todo por medio de la maternidad divina, que después de la unión hipostática es el lazo más estrecho con Dios que se pueda concebir. Por esta Maternidad la Santísima Virgen queda puesta en un orden aparte. Según una frase célebre, Ella llega a los confines de la Divinidad, y posee una dignidad infinita en razón de su término. Por este doble título le corresponde, por lo tanto, fuera y por encima de todos los ángeles y santos, un culto particular, de un género especial, que tiene en el lenguaje de la Iglesia un nombre propio. Honramos a los santos con un culto de dulía; debemos a María el culto de hiperdulía.
2º Nuestro culto mariano debe luego tener en cuenta la misión singular de la Santísima Virgen, cuyos diferentes aspectos hemos recordado. Es preciso que nuestro culto mariano apunte a hacer posible y fácil el cumplimiento de su papel de Corredentora del género humano, de Mediadora de todas las gracias, de Madre de todas las almas, de Adversaria de Satanás y Generala de los ejércitos divinos, y de Reina del reino de Dios. Es preciso, pues, que nuestro culto mariano abrace y reúna toda clase de actitudes, de matices, que respondan a los diferentes aspectos del papel múltiple, pero único, que el Señor le ha asignado. Nuestra devoción mariana, bajo pretexto de ser simple, no ha de ser unilateral, «uniforme»; al contrario, para adaptarse al plan de Dios, ha de ser rica y multiforme.
3º Y cuando se reflexiona seriamente en este plan divino sobre María, uno se admira, por una parte, de la universalidad de la intervención de la Santísima Virgen en las intervenciones sobrenaturales divinas; y, por otra parte, de la pluralidad de las influencias que Dios le ha reservado en la realización de sus designios.
Universalidad de la intervención de Nuestra Señora. Por voluntad de Dios, Ella se encuentra siempre y en todas partes junto a Cristo: en las profecías y figuras del Antiguo Testamento; en toda la vida de Jesús en la tierra, especialmente en las horas dominantes y características de esta vida; y también en todas las consecuencias de la vida y muerte de Cristo: Pentecostés, la santificación de las almas, la edificación del reino de Dios sobre la tierra, ya visto bajo su aspecto positivo, ya visto bajo el aspecto negativo de lucha contra Satán y contra todas las potestades perversas; igualmente, en la consumación, por la gloria eterna, de la obra glorificadora de Dios y santificadora de los hombres. Todavía no se lo ha tenido suficientemente en cuenta: toda operación divina sobrenatural es mariana, siempre y en todas partes mariana, realizada invariablemente por y con María, y esto hasta en sus más humildes detalles, como la aplicación de la menor gracia actual; de manera parecida a como el corazón hace sentir universalmente su acción, propulsando la sangre hasta las más finas ramificaciones de la circulación sanguínea.
Para determinar nuestra actitud respecto a la Santísima Virgen, no se ha tenido tampoco en cuenta lo suficiente, a lo que parece, la multiformidad de las intervenciones que Dios ha dejado a María en todas sus obras de gracia. Para la Encarnación le ha concedido una cuádruple influencia: de mérito, de oración, de consentimiento y de producción física materna. En el Misterio de la Cruz, nos explican los teólogos, Ella colabora de los cinco modos con que Cristo, según la doctrina de Santo Tomás, operó nuestra salvación: por modo de satisfacción, de mérito, de redención, de sacrificio y de causalidad eficiente. En el misterio de la comunicación de la gracia, prolongación encantadora de la Encarnación, encontramos también, aunque con alguna ligera adaptación, la cuádruple causalidad señalada a propósito de la Encarnación: Ella nos ha merecido toda gracia, Ella nos la destina y consiente a ella por un acto libre y consciente de su voluntad, Ella la obtiene por su omnipotente oración, y Ella la produce probablemente en el alma por su operación física ministerial.
4º El culto mariano puede y debe ser exterior, por más de un motivo. Es un postulado de la naturaleza humana, y los derechos de María sobre nuestro cuerpo lo reclaman. Las prácticas exteriores, de ordinario, contribuyen no poco a despertar o reavivar las disposiciones interiores del alma. Pero, en orden principal, nuestro culto mariano debe ser interior, espiritual. El culto exterior sólo tiene valor en la medida en que es llevado y sostenido por las disposiciones internas del alma. Espiritualización de la vida mariana significará de ordinario perfeccionamiento y progreso. Debemos honrar a María como adoramos a Dios, «in spiritu et veritate», en espíritu y en verdad.
5º San Luis María de Montfort, en una obra que sin duda nunca fue superada, enumera una veintena de prácticas exteriores e interiores de la verdadera Devoción a María, y añade que no sería difícil alargar esta lista . Esta multiplicidad, esta variedad de prácticas correría a veces el riesgo de causar una cierta confusión, una especie de dispersión en las almas. No siempre se sabrá clasificar estas diferentes prácticas según su valor respectivo, discernir lo accesorio de lo principal; y no es raro que personas de buena voluntad se sobrecarguen de prácticas, hasta comprometer una tendencia seria y efectiva a la perfección, que pide calma y serenidad. Por eso, es muy deseable que las prácticas marianas sean unificadas, sistematizadas, agrupadas alrededor de un núcleo central, de modo que sea fácil abarcarlas con una mirada, discernir el valor relativo de cada una, y alcanzar así, en fin, la unidad en la variedad, y la variedad en la unidad.
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Para aplicar todos estos principios y seguir todas estas directivas, parece que no podemos hacer nada mejor que ponernos a la escuela de San Luis María de Montfort. Los mejores teólogos de nuestra época consideran que su libro es incomparable. Lo que en él nos presenta no es, en sus grandes líneas, una devoción particular, destinada a tal congregación o a tal grupo de almas especialmente orientadas. Si se la mira de cerca, se echará de ver que se trata de la buena devoción mariana tradicional, católica, pero llevada a su más elevada perfección con toda la lógica del espíritu y del corazón. Por lo demás, es indudable que todos los elementos de su doctrina mariana se encuentran explícitamente en la Tradición. Pero en ninguna parte, que sepamos, encontraremos agrupados, coordinados y sistematizados todos estos elementos teóricos y prácticos, como en este gran maestro de la vida mariana, de manera que la práctica de la vida mariana resulte considerablemente más clara y fácil.
Parece también que esta doctrina responde a todas las exigencias que hemos formulado. De este modo el pensamiento y el culto de María se introducen en el corazón mismo de la vida cristiana, que por este solo motivo queda «marializada» totalmente y de más de una manera. Encontramos aquí a la vez la multiplicidad y la unidad, lo interior como elemento principal, sin excluir las mejores prácticas exteriores.
Por lo demás, hacemos notar que para exponer la vida mariana así comprendida, no apelamos solamente a San Luis María de Montfort y a sus comentadores, ni tampoco solamente a los grandes devotos y glorificadores de María, tales como San Bernardo, San Juan Eudes, San Alfonso, y otros. Sino que apelamos además a la autoridad de numerosísimos príncipes de la Iglesia y obispos, en nuestro país especialmente a la autoridad del Cardenal Mercier, de ilustre memoria, y de su digno sucesor, Su Excelencia el Cardenal Van Roey. Apelaremos igualmente, en una cierta medida que será más tarde escrupulosamente determinada, al mismo Sumo Pontífice Pío XII, que oficialmente, en su encíclica Auspicia quædam, recomendó a todos la consagración mariana, y que definió también, en alocuciones particulares, la naturaleza y las cualidades de esta consagración. Nos encontramos, por lo tanto, en un terreno seguro y sólido.
VDarse
Cada vez que nuestro Padre expone de entrada y con cierta extensión su perfecta devoción a Nuestra Señora, llama a nuestra consagración una donación. «Esta devoción consiste en darse por entero a la Santísima Virgen, para ser enteramente de Jesucristo por Ella» . «Ella consiste en darse por entero en calidad de esclavo a María, y a Jesús por Ella» .
Esta palabra es sencilla. Un niño de seis años la comprende.
Pero es de la mayor importancia entenderla bien aquí. A veces se le ha dado un significado tan disminuido, que quedaba comprometida la esencia misma de la santa esclavitud.
Nos damos a Jesús por María.
Dar no es pedir.
Es profundamente lamentable que la mayoría de los cristianos no vean en la devoción a la Santísima Virgen más que una cosa: pedirle su auxilio, particularmente en las horas más difíciles.
Sin duda podemos y, en cierto sentido, debemos, según el consejo de Montfort mismo, «implorar la ayuda de nuestra buena Madre en todo tiempo, en todo lugar y en toda cosa» . Somos niños pequeños, y los niñitos tienen siempre la palabra «mamá» en la boca.
Muy bien. Pero si nos detenemos ahí, estamos lejos de practicar la devoción mariana perfecta. Devoción significa entrega, pertenencia, y el nombre de hiperdulía, consagrado por la Iglesia para el culto de Nuestra Señora, significa dependencia, servidumbre.
Dar no es tampoco confiar en depósito. Cuando confío una suma de dinero a alguien, ese dinero sigue siendo mío. Aquel a quien se lo confío no recibe, de suyo, ningún provecho, sino sólo deber y preocupaciones.
Muy distinto es cuando yo doy un regalo a alguno de mis amigos. Ese objeto, en adelante, pasa a ser suyo, de modo que puede disponer de él como guste. La donación, en sí misma, va toda en provecho del donatario, es decir, de aquel a quien se hace, y no del donante, esto es, de aquel que da.
Cuando los cristianos, por ejemplo en el día de la primera Comunión, se consagran a la Santísima Virgen, no entienden ordinariamente este acto, desgraciadamente, sino en el siguiente sentido: Pongo mi vida entera bajo la protección de Nuestra Señora, para ser feliz en esta vida y en la otra. Eso es únicamente confiarse a la Santísima Virgen como un depósito. Este acto se hace directamente con miras al provecho personal, ya sea temporal, ya sea eterno. Una vez más, está bien. Pero estamos lejos aún de una devoción perfecta a la divina Madre de Jesús.
Nunca lo repetiremos bastante, pues se trata aquí de una diferencia fundamental, esencial, entre la consagración según San Luis María de Montfort y la mayoría de los demás ofrecimientos: por la verdadera Devoción no nos confiamos solamente a María con miras a un provecho personal cualquiera, sino que nos damos a Jesús por María con todo lo que tenemos y con todo lo que somos. Como consecuencia de este acto, nos consideramos en toda realidad como cosa y propiedad de Nuestra Señora, de que Ella podrá disponer libremente, siempre según la voluntad de Dios y la naturaleza de las cosas. En función de la donación que acaba de realizarse, Montfort nos hace decir en el Acto de Consagración: «Dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece… según vuestro beneplácito…».
Esto es evidentemente una donación con todas sus consecuencias esenciales.
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Debemos aquí prestar atención.
Lo damos todo a Nuestra Señora. Montfort lo dice formalmente: nuestro cuerpo y nuestra alma, nuestros sentidos y nuestras facultades, nuestros bienes exteriores e interiores, nuestros méritos y nuestras virtudes .
Sería, pues, un error fundamental pensar que le damos a la Santísima Virgen únicamente lo que Ella puede aplicar a otros, es decir, el valor satisfactorio e impetratorio de nuestras buenas obras, y la eficacia de nuestras oraciones como tales, y que el resto, esto es, el 95% de la extensión de nuestra consagración, le sería solamente confiada en depósito, bajo pretexto de que le es imposible utilizar todo eso en favor de otros. Es una falsa concepción, que arruina la santa esclavitud de arriba abajo. Lo damos todo, incluso lo que por su propia naturaleza debe forzosamente, en cierto sentido, seguir siendo nuestro, porque nos es inherente, porque forma parte de nosotros mismos, de modo que dejaría de existir si fuera separado de nosotros.
Pero la Santísima Virgen, se dirá tal vez, no puede transferir ni aplicar a nadie más que a nosotros mismos nuestra gracia santificante, nuestras virtudes, nuestros méritos propiamente dichos. Desde entonces, ¿puede hablarse de verdadera donación en esto?
¡Sí, por supuesto! Le damos algo a alguien desde el momento en que le reconocemos, libremente y sin obligación de devolución, el derecho de propiedad sobre una cosa que está en nuestra posesión. Por lo tanto, me doy enteramente a Nuestra Señora cuando le reconozco un derecho de propiedad sobre lo que soy y sobre lo que poseo.
Está claro que la santísima Madre de Dios tan sólo podrá ejercer ese derecho de propiedad según la naturaleza de lo que le ha sido cedido. Ella podrá transferir a otros, si lo quiere, mis bienes temporales. Al contrario, mi cuerpo y mi alma, mis sentidos y mis facultades, en el orden natural, son bienes intransferibles, que no pueden ser comunicados a otros. En el orden sobrenatural Ella podrá aplicar a otras almas los valores secundarios de mis acciones, a saber el satisfactorio y el impetratorio, mientras que la gracia, las virtudes y los méritos propiamente dichos son por su propia naturaleza inaplicables a otros. Si la Santísima Virgen no puede comunicar estos valores sobrenaturales a otras personas, no se debe a la ineficacia o a la debilidad del derecho de propiedad que le reconozco sobre todo esto, sino a la naturaleza misma de lo que es objeto de este derecho.
Y no nos imaginemos que eso sea algo tan raro. Alguien me regala una casa, un auto, un balón de fútbol y un fajo de billetes de banco. Todo eso es mío en adelante. ¿Por casualidad dejará de ser mía la casa porque no puedo darle puntapiés como a una pelota, o el balón porque no puedo vivir en él, o los billetes de banco porque no pueden servirme como medio de transporte?
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Se podrá objetar aún que no puede haber aquí donación alguna. En efecto, la Santísima Virgen, al margen del acto que realizamos, posee ya un derecho de propiedad sobre todo lo que nosotros podamos ofrecerle.
Y sin embargo nos damos a Jesús por María.
Y ante todo, por lo que mira a mis oraciones, mis indulgencias y todos los valores sobrenaturales comunicables de mis acciones, no sólo tengo el poder, sino también el derecho de disponer de todo eso según mi voluntad. Por lo tanto, cuando cedo estos derechos a mi divina Madre, le doy realmente estos bienes sobrenaturales.
Luego, suponiendo —como lo admitimos de buena gana— que la santísima Madre de Dios posee, juntamente con Jesús, un verdadero poder y un verdadero derecho de propiedad sobre todo lo que está fuera de Dios, nada nos impide hablar de donación a propósito de nuestra consagración total. En efecto, la donación, como observa Santo Tomas , no excluye forzosamente la obligación de ceder una cosa, ni los derechos de aquel a quien entregamos un objeto. Sí, es cierto, Cristo y su santísima Madre pueden hacer valer verdaderos derechos sobre lo que soy y lo que poseo; pero yo tengo la facultad de reconocer o ignorar estos derechos; y así, cuando por amor —y no por recompensa— reconozco libremente mi pertenencia a ellos, me doy realmente a Jesús por María, o en otras palabras me entrego a Ellos, como dice Montfort en su Consagración.
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¡Madre, me he dado a Ti!
Sólo en esta entrega total de mí mismo podía descansar tu amor y el mío.
He oído muchas veces —y jamás sin emoción— a madres preguntar a sus hijitos: «¿De quién es este niño?». Y cuando el pequeño, apretándose estrechamente contra el corazón de su madre, contestaba: «De mamá», se podía ver al punto cómo una ola inmensa de ternura invadía y sumergía a la dichosa madre…
¡Madre, sé que no puedo darte mayor gusto que decirte: Soy tuyo!…
Te lo diré, pues, y te lo diré a menudo, muy a menudo: ¡Madre, soy tuyo!
Te lo diré en cada instante, aceptándolo todo de tu mano, no refiriendo nada a mí mismo, haciéndolo y soportándolo todo por Ti, viniendo fielmente, como un hijo, a deponerlo todo en tus manos, en tu corazón.
Un alma de buena voluntad, pero débil, nos escribía: «Digo cada día: Me doy enteramente a Jesús por María. Pero al minuto siguiente ya estoy retomando por partes lo que había dado. No puedo ser una verdadera esclava de amor, y sin embargo querría serlo. ¡Ya he tomado tantas veces excelentes propósitos!».
Madre, así somos todos: de buena voluntad, pero tan frágiles, tan cambiantes…
Cuando de nuevo te haya hurtado una porción de lo que te había entregado, vendré sencillamente a decirte: «Madre, una vez más volví a caer; una vez más robé algo de la oblación que te había hecho. Perdón, Madre. Te prometo portarme mejor».
Haré eso cada día, estaré obligado a hacerlo a cada hora, más seguido tal vez… Pero estoy seguro que en tu incansable bondad sonreirás cada vez que vuelva a Ti. Y además me ayudarás, ¿no es cierto, Madre? Tú me sostendrás con tu fortaleza; Tú me educarás en tu esclavitud, pues le toca a las madres educar a sus hijitos.
Y un día, Madre, repetiré definitivamente estas palabras… ¡Qué hermoso será el cielo, aunque sólo sea por permitirme repetir sin cesar y sin arrepentirme jamás: Madre, soy tuyo!
VIDarse por entero
Nuestra perfecta Consagración a la Santísima Virgen es una verdadera donación: significa entregarse como propiedad a Nuestra Señora, reconocerle un verdadero derecho de propiedad sobre todo cuanto somos y todo cuanto tenemos.
Además de lo que se requiere para todo acto verdaderamente humano, a saber, conocimiento y voluntad libre, esta donación, para realizar la esencia de la santa esclavitud, ha de estar revestido de tres cualidades indispensables: debe ser total y universal, definitiva y eterna, y desinteresada o hecha por amor. Nuestro Padre lo enseña formalmente .
En un capítulo anterior hemos resaltado el aspecto de donación en nuestra perfecta Consagración. Ahora querríamos llamar la atención sobre la totalidad y la universalidad del ofrecimiento que hacemos de nosotros mismos a Jesús por María.
La enseñanza de Montfort no puede ser más clara al respecto. «Esta devoción consiste en darse por entero a la Santísima Virgen, para ser enteramente de Jesucristo por Ella…». Lo damos todo, «y esto sin reserva alguna, ni aun de un céntimo, de un cabello ni de la más mínima buena acción…» .
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Madre, con alegría te lo repito: te he dado mi cuerpo con todos sus sentidos y sus miembros: ojos, orejas, boca y todo lo que es de este cuerpo, la vista, el oído, el gusto, el olfato, el tacto y todas las potencias que de algún modo dependen de la materia: imaginación, memoria, pasiones, todas las facultades de conocimiento y de apetito sensibles.
Madre, te he dado mi alma, esta alma tan bella, tan grande, espiritual, inmortal, según la cual he sido creado a imagen y semejanza de Dios; mi alma con sus magníficas potencias de inteligencia y de libre voluntad, con todas las riquezas de saber y de virtud que en ella se encierran.
Madre, te he dado mi corazón, mi corazón con sus abismos insondables de amor, con sus angustias y sus alegrías, con sus tempestades y sus arrebatos.
Madre, yo mismo me he dado a Ti: no sólo mi cuerpo, mi corazón y mi alma, sino también mi ser, mi existencia, mi subsistencia propia, mi personalidad, que es el último toque dado a un ser intelectual. La verdad pura es que toda mi persona, yo mismo, soy tu cosa y tu propiedad.
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Con lo que soy y lo que seré, te he dado también lo que poseo o lo que podré alguna vez poseer.
Madre, te he dado y te doy de nuevo todos mis bienes materiales y temporales. Otros hermanos y hermanas mías en la santa esclavitud te han dado muchísimo en este campo: casas y propiedades, dinero y títulos, ricas joyas y muebles preciosos. Afortunadamente yo soy pobre; pero lo que poseo o lo que está solamente a mi uso, lo considero como tuyo: los vestidos que llevo, el alimento que tomo, los muebles y los libros de que me sirvo, el dinero que me es confiado. Madre, todo esto es tuyo. Como propietaria incontestada, puedes disponer de todo ello para dar o quitar. Todo eso lo recibiré de tus manos, y no lo usaré sino según tus designios.
Madre, te abandonamos otros bienes preciosos, nuestra reputación, la estima que se nos tiene, el afecto que se nos muestra, el respeto de que se nos rodea… Madre, todos los lazos de la sangre y de la amistad, los lazos que nos unen a nuestros compañeros de religión, a nuestros hermanos y hermanas en la santa esclavitud, a quienes quieren vivir, trabajar, sufrir, luchar y morir con nosotros por el mismo ideal, el reino de Cristo por María: estos lazos y todos los demás están en tus manos con un derecho pleno y entero para atarlos y desatarlos. Te damos todas las almas que de algún modo son nuestras: tuyas son desde ahora en la misma medida en que son nuestras. Sabemos que así quedan aseguradas bajo tu manto real, dulcemente colocadas en tu Corazón materno.
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Cuanto más pobres somos en bienes temporales, y sobre todo cuanto más desprendidos estamos de ellos, tanto más ricos podemos ser, Madre, en bienes interiores, sobrenaturales, que por consiguiente también tenemos la dicha de ofrecerte.
Madre, tu esclavo de amor se da a Ti con todas las maravillosas riquezas sobrenaturales de que lo ha gratificado la munificencia de Jesús y la vuestra.
Tuya es, Madre de los vivos, la vida divina que llevamos en nosotros, la gracia santificante, esta participación maravillosa de la vida misma de Dios, por la cual la Santísima Trinidad viene a morar en nosotros de manera nueva y misteriosa. ¡Qué tesoro, Madre, podemos ofrecerte de este modo: Dios mismo en nosotros!
Tuyas son, Amadísima, las potencias de acción del hombre nuevo en nosotros: las virtudes infusas, teologales y morales, por las cuales estamos capacitados a realizar actos divinos, que merecen en estricta justicia la eterna visión del rostro de Dios. Tuyas son nuestras virtudes adquiridas, que son una facilidad y un hábito de vivir según las miras de Dios y las tuyas.
Tuyos son los dones del Espíritu Santo, tu Esposo divino, esos dones que nos hacen dóciles y maleables a la acción adorable que, por Ti y contigo, ejerce en nuestras almas.
Tuyas son, Soberana amadísima, todas las gracias actuales, todas las influencias divinas que nos llegan por Jesús y por Ti.
Tuyos son los valores múltiples y preciosos de todas nuestras buenas obras: el valor meritorio, por el que nos aseguramos el crecimiento de vida divina en la tierra, y el aumento de gloria divina en la eternidad; el valor satisfactorio, que nos hace expiar los castigos merecidos por nuestras faltas y saldar las deudas de alma que hemos contraído; el valor impetratorio, por el cual nos aseguramos de nuevo la acción iluminadora, consoladora y fortificadora del Espíritu de Dios. Y esto te lo ofrecemos respecto a todas nuestras buenas obras, tanto las que ya hemos realizado hasta ahora, como las que realizaremos en el futuro.
Tuya es, Tesorera del Señor, la virtud especial de todas nuestras oraciones, este poder formidable que el Señor nos ha conferido para obtenerlo y realizarlo todo.
Tuyas son, Madre querida, las indulgencias que ganamos, estas letras de cambio preciosas, emitidas por la Iglesia, en el banco del Padre, contando con el inmenso depósito de las satisfacciones infinitas de Jesús, de las tuyas, oh María, y de todos los bienaventurados del Paraíso.
Tuyo es, Madre, lo que otras almas, por agradecimiento o por caridad, por deber o por piedad, nos comunican de la virtud satisfactoria o impetratoria de sus oraciones y de sus buenas obras; tuya es, María, toda oración hecha por nosotros, todo sufrimiento soportado por nosotros, toda indulgencia ganada por nosotros, todas las Misas ofrecidas por nuestras intenciones, ahora y más tarde, incluso cuando nuestros ojos se hayan cerrado a la luz de esta tierra…
Esta enumeración ya es larga, oh María: pero no es suficientemente larga para tu amor… ni para el nuestro. Tú deseas que aún alarguemos esta lista con algunos «dones»…
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¿Dones? ¿Son realmente dones, lo que podemos añadir aquí?
Tú quieres, oh María, que nos demos a Ti tal como somos. Nos entregamos, pues, a Ti, no sólo con nuestro activo, sino también con nuestro pasivo, con nuestros pecados y nuestras faltas, nuestros defectos y nuestras debilidades, nuestras deudas y nuestras obligaciones. Querríamos no imponerte esta miserable carga, pero, juntamente con Jesús, Tú nos lo reclamas.
Como tu Jesús a San Jerónimo en una memorable noche de Navidad en Belén, Tú nos dices también: «Hijo mío, dame tus pecados».
Madre querida, no podemos negarnos a ello. Sabemos, puesto que eres Corredentora, que has cargado sobre Ti, juntamente con Jesús, los castigos de nuestras faltas: de mil maneras te las ingenias para que estas penas nos sean perdonadas; juntamente con Jesús has satisfecho por nosotros, miserables.
Y si la mancha misma del pecado que llamamos venial se pega a nuestra alma, Tú velarás por que estas manchas sean lavadas y limpiadas por los sacramentos, por la contrición, por la penitencia, por la oración, por una vida santa, o por mil otros medios.
Madre, casi no nos atrevemos a pensarlo: si uno de tus hijos y esclavos de amor cayese por desgracia en el pecado grave, Tú no le dejarás ni un minuto de respiro: con tu amor poderoso y con tus gracias irresistibles lo perseguirás y lo empujarás hacia el buen Pastor, que acoge con un gozo infinito a la oveja particularmente amada…
Madre, nos damos a Ti con nuestras inclinaciones malas, con nuestra naturaleza corrompida, con nuestros miserables defectos, con nuestros vicios inveterados: somos impotentes para corregir, domar y refrenar todo esto. Tu fortaleza nos ayudará a realizar este milagro.
Madre, Tú quieres aceptar también, lo sabemos, nuestras deudas y obligaciones con nuestros padres y amigos, nuestros benefactores y subordinados, con las almas que nos son confiadas, con las grandes intenciones de la Iglesia y las necesidades inmensas del mundo entero. Madre, confiadamente te abandonamos todo esto. Sabemos que Tú sabrás saldar estas hipotecas que recaen sobre nuestras almas, pagar ricamente todas estas deudas que pesan sobre nosotros, satisfacer regiamente a todas nuestras obligaciones…
Madre, ahora comprendemos mejor la consoladora palabra de tu gran apóstol: que Tú eres el suplemento de todas nuestras deficiencias. Queremos rivalizar contigo en generosidad de amor, estando seguros de antemano, sin embargo, de que seremos vencidos… Si de buena gana abandonamos nuestra pequeña fortuna espiritual, algunos cientos de pesos apenas, para que Tú dispongas de ellos a tu gusto, Tú, para colmar nuestros déficits y cubrir nuestras deudas, pones a nuestra disposición tus millones espirituales, el incomparable tesoro de méritos y de gracias que el Señor te ha concedido.
Cuando, de algún modo, hayamos cometido una falta por nuestra culpa o por inadvertencia, o dicho una palabra desafortunada, o realizado un acto fuera de lugar, iremos a Ti con la sencillez y la confianza del niño que lleva a su madre una pequeña obra que acaba de estropear: «Madre, de nuevo salió mal… He vuelto ha hacer una tontería. No debes extrañarte, ni yo tampoco. ¿No quieres reparar mi falta, hacer que esta palabra o este acto no tengan consecuencias funestas para mi alma o para otras almas, y menos aún para la gloria santa de Dios y tu reino bendito, oh María?».
¡Madre, qué contentos estamos de ser tuyos! ¡Qué felices somos de que te dignes aceptar nuestro pobre ofrecimiento y hacer tuyo el inmenso peso de nuestras deudas y debilidades!
¡Madre, qué bueno es ser tu esclavo de amor!
VIIPara siempre…
Muchas veces nos han preguntado: ¿No puedo hacer mi consagración por algún tiempo, por un mes, por un año? ¿No puedo hacer un intento antes de comprometerme de manera definitiva?
Por supuesto, nada nos impide entregarnos a la Santísima Virgen a modo de prueba. Ni podemos censurar tampoco a los directores que piden a sus penitentes que se ejerzan en la práctica interior de la verdadera Devoción, antes de permitir un compromiso definitivo.
Pero se ha de saber, en todo caso, que con una consagración temporal no se es aún verdaderamente esclavo de Jesús en María.
Los textos de Montfort no pueden ser más claros: «Se le debe dar… todo lo que tenemos… y todo lo que podamos tener en lo por venir en el orden de la naturaleza, de la gracia o de la gloria…, y esto por toda la eternidad» . Y una de las diferencias esenciales entre el servidor y el esclavo es precisamente que «el servidor no está sino por un tiempo al servicio de su señor, y el esclavo lo está para siempre» .
Nuestro mismo Acto de Consagración no nos deja ninguna duda: «Dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece… en el tiempo y en la eternidad».
¡Es tan natural, cuando se quiere amar con perfección a Nuestra Señora, darse a Ella para siempre!
No darse para siempre es, a las claras, no darse por entero.
El amor, un gran amor, apunta directamente a esta donación definitiva, aspira a una unión durable e indisoluble. Para el afecto humano, el «siempre» con que sueña es a veces de muy corta duración. Nuestro amor a Dios, a la santísima Madre de Dios, toma este «siempre» en serio, a la letra. Nos damos por toda la eternidad.
Además, para la santificación de nuestra alma, este elemento de continuidad y de estabilidad es de grandísimo valor. Es uno de los motivos por los cuales los religiosos hacen votos perpetuos, y se comprometen para siempre a tender a la perfección, a la santidad. Por la santa esclavitud, el alma se siente fijada en Dios, en la Santísima Virgen. Es una garantía contra la inconstancia, la inestabilidad, la ligereza, que tanto mal hacen al alma.
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¡Madre, somos tuyos para siempre!
Nos es muy provechoso recordarnos y profundizar esta palabra, esta verdad.
Para siempre…
Para toda nuestra vida en este mundo.
Tuyos son, María, los días tranquilos y soleados de nuestra primavera, las riquezas y los esplendores, la energía y la vitalidad de nuestro verano, pero también los días que vengan luego, que vienen ya, de actividad reducida, de follaje que cae y de luz que declina…
Tuyos somos, Madre, en las horas fugitivas de alegría y de entusiasmo, y también en las horas de tristeza y de prueba, de tedio y de disgusto, de duda y de angustia, que a tu Hijo y a tu Dios le plazca enviarnos.
Tuyos somos, Madre, en las horas tan dulces de la oración consolada y del inefable arrebato de la unión divina experimentada; pero también somos tuyos —no lo olvides— cuando la tentación nos acecha, la seducción nos invade y la tempestad estalla; tuyos, Madre, cuando la debilidad humana prevalece y está a punto de entrar el desaliento…
Tuyos somos cuando la salud robusta alimente en nosotros la llama de la vitalidad y de la energía; tuyos también, cuando nuestras fuerzas declinen, cuando la enfermedad nos ataque; tuyos en nuestra última enfermedad, en nuestras luchas supremas, en la agonía, en la muerte…
¡Es tan consolador, Madre divina, saber que rodeas el lecho de muerte de tus hijos y esclavos de amor con toda clase de precauciones, con mil atenciones maternas, que son otros tantos signos de que estás y permaneces con ellos! ¡Qué consoladora es la seguridad que nos da tu gran Apóstol, de que «asistes ordinariamente a la muerte dulce y tranquila de tus esclavos, para conducirlos Tú misma a los júbilos de la eternidad» ! ¡Es tan conmovedor saber que a veces incluso te muestras de manera visible a los más fieles de tus hijos en esos momentos temibles…! Todo eso muestra que, por nuestra consagración, somos tuyos en la vida y en la muerte, y que tienes mucho cuidado de no olvidarlo en esta hora decisiva y suprema. Confiamos, oh Bendita, en que, porque somos tuyos, nos conducirás por tu mano, o mejor dicho, nos llevarás en tu corazón, a través del temible túnel de la muerte, hacia la morada bendita de la Luz.
Para siempre, sí: en la muerte y más allá de la muerte.
Cuando, por la purificación suprema, estemos encerrados en las ardientes prisiones del Purgatorio, seremos tuyos, porque nos hemos dado a Ti para siempre. En cada suspiro de dolor arrancado a nuestra alma, volveremos a repetir: «Salve, Regina, Mater misericordiæ: Dios te salve, a Ti, que eres mi Reina en medio de estas llamas purificadoras, como lo fuiste en otro tiempo en medio de las lágrimas del exilio; pero también mi Madre de misericordia, de la que espero todo alivio y toda liberación».
Para siempre…
¡Madre, nuestro cielo es tuyo! Nuestra corona de gloria y nuestra palma de inmortalidad la echaremos a los pies de tu trono. Nuestro corazón no puede contenerse de gozo al pensamiento de que, como consecuencia de nuestra donación, hecha en la tierra en un día inolvidable, toda nuestra eternidad será tuya. Piensa, oh María, en esta serie interminable de siglos de gloria y de felicidad, o más bien en este eterno ahora, este interminable e inmutable instante que abarcará todos los siglos, todos los millones de siglos…
¡Madre, qué contentos estamos de ofrecerte un regalo tan hermoso! Porque es un magnífico regalo el que, en un instante único, en un solo grito de amor, reunamos toda nuestra vida, todo nuestro pasado con los méritos que nos quedan, todo nuestro presente, y también todo nuestro futuro en la tierra, en el purgatorio y en el cielo; que recojamos y condensemos todo eso en un instante único, en un acto espléndido, para echarlo a tus pies; no, para encerrarlo en tu Corazón materno. ¡Eso es, Montfort tenía mucha razón de decirlo, amaros «de la mejor manera»!
«
¡Ojalá nuestro «para siempre» no sea una fórmula vana, una mentira miserable!
Hay algunos —pocos, a Dios gracias— que retoman la palabra dada, violan un pacto sagrado, renuncian a su esclavitud. A estos los compadecemos. Son para nosotros, tanto ellos como quienes los dirigen, un verdadero enigma.
Por nuestra parte, no hemos retractado formalmente nuestra donación. No hemos roto del todo los lazos que nos ataban a Ella. Pero por nuestras infidelidades pequeñas y grandes hemos retomado lo ya dado, hemos regateado, hemos partido nuestro «para siempre», hemos disminuido el valor de nuestra donación.
A Jesús y a María les pedimos perdón por estos hurtos, les ofrecemos una retractación por estos robos, y les suplicamos humildemente nos concedan la fortaleza necesaria para una mayor fidelidad.
Les prometemos no volver a arrebatarles voluntariamente un solo instante por el pecado, por muy «venial» que sea; les prometemos guardar intacta, de ahora en adelante, nuestra magnífica donación, cuanto a su extensión y cuanto a su duración; les prometemos acordarnos frecuentemente de vivir sin cesar nuestra donación
¡«para siempre»!
VIIIPor amor
Tres son las cualidades requeridas para la esencia misma de nuestra perfecta Consagración a Jesús por María: que sea total, que sea definitiva, y que sea hecha por amor puro y perfecto a Dios y a su santísima Madre.
Ahora nos toca examinar esta última cualidad.
Desinterés de la esclavitud de amor hacia Nuestra Señora
Nuestro Padre nos señala ya el «desinterés» como una de las cualidades de la verdadera Devoción a la Santísima Virgen en general: «Un verdadero devoto de María no sirve a esta augusta Reina por espíritu de lucro o de interés, ni para su bien temporal ni eterno, corporal ni espiritual, sino únicamente porque Ella merece ser servida, y Dios solo en Ella; no ama a María precisamente porque lo beneficia, o porque esto espera de Ella, sino porque Ella es amable» .
Y cuando Montfort expone en detalle el Acto de Consagración, se expresa del siguiente modo: [Hay que dar todo a Nuestra Señora] «sin pretender ni esperar ninguna otra recompensa por nuestra ofrenda y nuestro servicio, que el honor de pertenecer a Jesucristo por Ella y en Ella, aunque esta amable Señora no fuese, como siempre lo es, la más liberal y la más agradecida de las criaturas» .
Y al hablar de la última de las prácticas interiores de la perfecta Devoción a María, que son en suma nuestra Consagración puesta en práctica, nos advierte: «No debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de estar por Ella unido a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y en la eternidad» .
Para comprender todo esto debemos recordar algunos puntos de la doctrina católica sobre este tema, que no deja de ser difícil.
Debemos amar a Dios con caridad perfecta, es decir, amarlo por Sí mismo y por encima de todos los seres. Este es el acto de la virtud teologal más elevada y preciosa.
Con esta virtud teologal podemos y debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y en primer lugar a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre de las almas.
El amor a la Santísima Virgen es, pues, un acto de la más perfecta de las virtudes teologales, pues la amamos en Dios y por Dios.
La caridad no es perfecta si se la practica directamente a causa de las ventajas o de los beneficios, incluso espirituales y sobrenaturales, que hemos recibido o esperamos recibir de Dios y de su divina Madre .
No es que sea condenable o no sea bueno desear o buscar nuestra perfección y nuestra felicidad personal, con todo lo que a ella se refiere y todo lo que a ella conduce. Al contrario, tenemos el deber de hacerlo.
Pero no es eso precisamente la caridad: todo eso tiene que ver más bien con la virtud de esperanza.
El deseo y la prosecución de nuestra esperanza y de nuestra felicidad no son plenamente perfectos sino cuando son asumidos, informados y sobreelevados por la caridad. Lo cual se hace, por ejemplo, del siguiente modo: «Deseo y espero la santidad y la felicidad, y todo lo que es necesario y útil para alcanzarla. Todo eso lo deseo, ante todo, porque en la perfección y en la bienaventuranza consiste precisamente la unión de mi alma con Dios y con María, a la que aspira esencialmente la divina caridad; porque de esta manera puedo glorificar más perfectamente a Dios y a su santísima Madre».
De este modo cada acto de esperanza y cada aspiración a nuestra perfección personal, y todo lo que de cerca o de lejos nos conduzca a ella, se convierte en un acto de puro amor a Dios y a la Santísima Virgen.
La Iglesia nos enseña que no nos es posible establecernos en un estado habitual de permanente caridad «pura», de modo que la consideración de la recompensa o del castigo no tenga ya parte alguna en la vida de un alma .
Por otra parte, es perfectamente conforme al espíritu de la Iglesia que nos ejercitemos en producir actos de caridad perfecta y pura para con Dios y la Santísima Virgen; que nos ejerzamos en hacer las propias acciones por la gloria del Altísimo y de Nuestra Señora, sin pensar explícitamente en las ventajas, incluso sobrenaturales, que pueden resultarnos de estos actos; y cuando este pensamiento de los provechos personales se presente a nuestro espíritu, captarlo y arrastrarlo en la corriente más rica de la caridad perfecta: «Dios mío, mi buena Madre, deseo y acepto todos estos progresos y ventajas personales, sobre todo para poder servirte y glorificarte más perfectamente con ellos, y estarte unido más íntimamente».
Consagración perfecta y caridad perfecta
No se puede dudar de que nuestra Consagración total es uno de los actos más ricos de caridad perfecta hacia Dios y Nuestra Señora.
Santo Tomás observa muy justamente: «El motivo que nos empuja a dar gratuitamente es el amor; pues damos algo a alguien gratuitamente porque queremos un bien para él. — [Esta es justamente la definición del amor: «velle bonum», querer el bien]. — La primera cosa, pues, que le damos, es el amor: y así el amor es el primer don, gracias al cual se dan todos los demás dones gratuitos» .
La donación gratuita procede, pues, del amor, y no puede proceder sino de un amor verdadero y desinteresado.
Ahora bien, por nuestra perfecta Consagración, hacemos la donación más completa y desinteresada de todo cuanto somos y de todo cuanto tenemos.
Por lo tanto, es absolutamente evidente que esta donación es una de las manifestaciones más elevadas del amor perfecto a Dios y a su santísima Madre: «Amar perfectamente es darse, es entregarse… El amor, cuando es perfecto, entrega completamente el amante al amado. Es el acto distintivo y exclusivo del amor, ya que sólo él lo puede producir; es también su acto capital y decisivo: no puede producir otro mayor» .
Retengamos, pues, las conclusiones siguientes:
1º Nuestra perfecta Consagración es un acto elevadísimo de caridad perfecta hacia Dios y nuestra divina Madre.
2º Cada renovación de nuestra Consagración significa igualmente un acto de perfecto y puro amor a Ellos.
3º Cada ejercicio de la vida mariana, realizado en este espíritu, reviste el valor de un acto de caridad perfecta.
Este pensamiento contribuirá no poco a hacernos estimar en su justo valor nuestra magnífica Devoción, y a hacérnosla practicar y vivir fielmente.
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Una pregunta se plantea ahora: ¿cómo conciliar esta doctrina con las promesas que San Luis María de Montfort vincula a la práctica fiel de la perfecta Devoción, promesas que él mismo asigna como motivos de esta práctica?
En efecto, Montfort consagra decenas de páginas de su querido Tratado a describir los «efectos maravillosos que esta devoción produce en las almas fieles» . Y los motivos por los cuales nos incita a esta práctica fiel pueden ser reducidos, en gran parte, a las ventajas espirituales que nos procura . Es particularmente conocida esta afirmación típica de nuestro Padre en el 8º motivo: «La divina María, siendo la más honrada y la más liberal de todas las criaturas, nunca se deja vencer en amor y en liberalidad; y por un huevo, dice un santo varón, da Ella un buey : es decir, por poco que se le dé, da Ella mucho de lo que ha recibido de Dios» .
Las relaciones entre el deseo, la búsqueda de la recompensa y el puro amor de Dios, son una cuestión sutil, sobre la cual raramente se encuentra, incluso en los escritores espirituales y en los teólogos, una exposición clara, completa y satisfactoria.
No es este el lugar para extendernos en consideraciones teológicas profundas sobre este tema. Daremos solamente lo que nuestros lectores pueden comprender y deben saber sobre este punto.
El más perfecto y puro amor de Dios no excluye de ningún modo el amor bien comprendido de sí mismo; al contrario, debemos amarnos a nosotros mismos con caridad sobrenatural, en Dios y por Dios, y por lo tanto, desear nuestra propia felicidad y apuntar a nuestra perfección. Esta intención o tendencia a nuestro perfeccionamiento personal, puede ser una manifestación de la más perfecta y pura caridad para con Dios. Igualmente, apuntar a la unión con Dios y a todo lo que esta unión supone o comporta, es una necesidad imperiosa, y por ende una manifestación auténtica, de nuestra caridad divina.
Así, pues, de la práctica de la santa esclavitud podemos esperar muy legítimamente libertad interior, liberación de los escrúpulos, desarrollo magnífico de nuestra vida divina, adelantamiento hacia Dios por un camino corto, seguro y fácil: todo eso es unión con Dios y con María, o medio para llegar a ella; de donde resulta que esta espera, este deseo, esta esperanza, no es en resumen más que un acto de verdadera caridad para con Dios y para con su santísima Madre.
Nuestra caridad perfecta para con Dios y su santísima Madre no excluye, por lo tanto, el deseo y la esperanza de la recompensa: este deseo, esta esperanza, son asumidos y arrastrados en la corriente más rica y preciosa de la caridad. Nuestra santidad y nuestra bienaventuranza, por otra parte, son la mejor glorificación de Dios y de su divina Madre.
Todo esto se encuentra compendiado en la palabra de Montfort cuando escribe: [No hay que] «pretender ni esperar ninguna otra recompensa por nuestra ofrenda y nuestro servicio, que el honor de pertenecer a Jesucristo por Ella y en Ella» . Y en otra parte: «No debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de estar por Ella unido a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y en la eternidad» .
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Por ahí mismo cae otra objeción, que a veces hemos oído plantear contra esta Devoción perfecta a María: «Este amor puro que pide la verdadera Devoción es muy difícil de practicar. Sólo las almas selectas son llamadas a esta práctica».
Es tal vez muy frecuente exagerar en demasía la dificultad de practicar la pura caridad para con Dios. Y se olvida que el amor perfecto a Dios, el amor que Dios tiene por Sí mismo, al menos en su grado inferior, esto es, hasta excluir el pecado mortal, no es de consejo, sino estrictamente obligatorio para todos los hombres bajo pena de pecado grave. Por lo tanto, ha de ser posible y accesible a todos. Y si no estamos estrictamente obligados a practicar la caridad perfecta en sus grados superiores, no por eso dejamos todos de ser llamados e invitados a ellos.
Por eso no hay que exagerar tampoco la dificultad del amor desinteresado y perfecto a María.
La caridad que aquí se requiere no es un amor sensible o sentido, el amor de las facultades sensitivas en nosotros; sino que se trata del amor razonado o razonable, el amor de voluntad, que es el verdadero amor humano. Quienquiera reflexiona en las grandezas, en la belleza, en la santidad y en la bondad de la Santísima Virgen puede, con la ayuda de la gracia que nunca le falta, amar a María por Sí misma y en Sí misma, o más bien por Dios y en Dios, y no por su propio provecho, y consiguientemente darse a Ella y servirla por el mismo motivo elevado.
Todos los hombres son llamados al amor puro de Dios y al servicio perfecto de María. Si muy pocos hombres contestan plenamente a este llamamiento, eso no cambia nada al llamamiento mismo. Eso muestra solamente nuestra falta de generosidad, nuestra cobardía para olvidarnos y renunciarnos a nosotros mismos; pues este olvido y renuncia son necesarios para llegar al servicio perfecto de Dios y de su dulcísima Madre.
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Decíamos más arriba que saber que nuestra verdadera Devoción es la expresión elevadísima del más puro amor, debiera darnos una gran estima por nuestra vida mariana.
La estima no basta.
En la Edad Media se buscó con pasión la llamada «piedra filosofal», que debía permitir transformar en oro los metales más viles.
El puro amor de Dios y de María, cuando nuestra vida queda impregnada de él, es esta verdadera piedra filosofal, que transforma nuestras acciones más ordinarias en el oro más precioso.
Seamos dichosos de haber encontrado este tesoro, y usémoslo sin cesar.
Introduzcamos frecuentemente en nuestra vida este pensamiento, de manera neta, formal y explícita: ¡Todo por amor a Dios y a su santísima Madre!
Hagámoslo por medio de una breve fórmula verbal, o mejor aún, por un acto puramente espiritual e interior; pero digamos y repitamos en cada ocupación que comenzamos, en cada oración que elevamos, en cada cruz que recibimos:
¡Dios mío, te amo: por amor me entrego a Ti por María!
¡Mi dulce Madre, por puro amor quiero pertenecerte enteramente y para siempre!
¡Todo por amor a Ti, Jesús, y por amor a tu venerada Madre!
¡Todo por amor a Jesús y a María!

A Jesús por María



A Jesús por María
La base y el punto de partida de la vida mariana en el espíritu del Padre de Montfort consiste en la donación total y definitiva de sí mismo a la Santísima Virgen, y por Ella a Jesús. Debemos subrayar ahora este último punto.
Se ha visto de todo. ¿No se ha dicho y escrito, después de la Consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, que el movimiento mariano montfortano no tenía nada que ver con este acontecimiento, que la Consagración de San Luis María no se dirigía a la Santísima Virgen, sino a Jesús? No vamos a contestar extensamente a semejantes aserciones. Hay que estar voluntariamente ciego para no ver la evidencia misma. El solo texto de la Consagración del Padre de Montfort basta ampliamente para convencernos de ello.
Más frecuentemente se presenta la siguiente objeción: «Quiero ser y soy de Cristo, de Dios. ¿Cómo y por qué darme a María? Esta Consagración a María, ¿no impide o daña acaso la orientación obligatoria de nuestra alma hacia Cristo, hacia Dios?».
En el último volumen de esta serie trataremos ex profeso esta cuestión. Recordaremos entonces la doctrina y daremos indicaciones lo suficientemente detalladas para la práctica. En la presente explicación de la Consagración misma nos tenemos que limitar a explicaciones más breves; sin embargo, esperamos que ilustrarán suficientemente que tanto en la Consagración como en la vida de dependencia y de unión que es su consecuencia, siempre se concede fielmente a Dios y a Cristo el primer lugar, y que aplicamos aquí leal y plenamente la gran divisa cristiana, universalmente aceptada: A Jesús por María.
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Notemos ante todo que nuestra Consagración se hace a Jesús, a Jesús y a María, a Jesús por María. Los testimonios de San Luis María de Montfort sobre este punto son tan formales como numerosos.
En el «Tratado de la Verdadera Devoción» nos dice: «Cuando más un alma esté consagrada a María, tanto más lo estará a Jesucristo… Esta devoción consiste, pues, en darse por entero a la Santísima Virgen, para ser enteramente de Jesucristo por Ella… Se sigue de ello que uno se consagra al mismo tiempo a la Santísima Virgen y a Jesucristo; a la Santísima Virgen, como al medio perfecto que Jesucristo ha elegido para unirse a nosotros y unirnos a El; y a Nuestro Señor como a nuestro último fin, al cual debemos todo lo que somos, como a nuestro Redentor y a nuestro Dios» .
Y en «El Secreto de María» formula una afirmación tan clara como categórica: «[Esta devoción] consiste en darse enteramente, en calidad de esclavo, a María y a Jesús por Ella» .
No hace falta decir que el texto mismo de la Consagración es aquí el argumento decisivo. En él se lee: «Me doy por entero a Jesucristo, la Sabiduría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento todos los días de mi vida. Y a fin de serle más fiel de lo que le he sido hasta aquí, os elijo hoy, ¡oh María!, en presencia de toda la corte celestial, por Madre y Dueña mía. Os entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y exteriores, y aun el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y futuras».
Por lo tanto, nos damos a Jesús y a María, en orden principal a Cristo como a nuestro fin último, secundariamente a la Santísima Virgen, que es nuestro camino inmaculado y perfecto para ir a Cristo y a Dios. Y de este modo nos adaptamos totalmente al plan redentor de Dios, libremente decidido por El, que exige que en el orden sobrenatural lo tengamos todo, absolutamente todo, por Jesús y por María: por Jesús como causa principal de todo ser y de todo obrar en el orden de la gracia, y también de María, causa subordinada pero universal, de la Encarnación, de la Redención, de la Santificación y de la gracia.
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A algunas personas les parece extraño, cuando no imposible, pertenecer a la vez a Jesús y a su santísima Madre. Se trata de una dificultad aparente, que no resiste a la reflexión seria. Los mismos objetos, los mismos muebles, el mismo dinero, la misma casa pertenecen al marido y a la esposa, al padre y a la madre en nuestros hogares cristianos, que se funden habitualmente en comunidad de bienes. Nada se opone a esta posesión en común, que no comporta ninguna dificultad cuando la armonía y la paz reinan en el matrimonio. De modo parecido, no hay el menor inconveniente ni la menor dificultad en que pertenezcamos simultáneamente a Jesús y a María, que viven en una unidad inmutable de alma, de amor y de voluntad.
Así lo comprendieron y practicaron —y esto debe tranquilizar a las almas escrupulosas en la materia— los apóstoles y los privilegiados del divino Corazón de Jesús. El Padre Mateo, incomparable apóstol contemporáneo del Rey de Amor, es esclavo de Nuestra Señora. Y lo es, «porque sé que al pasar por María amo más a Jesús; le doy un gusto inmenso, me adapto a sus designios providenciales, y centuplico el pobre valor de mi ofrecimiento. Realzo el valor de mi holocausto ofrecido sin cesar en el altar del Corazón de María, mi Reina, mi Mediadora y mi Madre» . Y Santa Margarita María misma, cuya vida puede presentarse verdaderamente como la personificación del «Per Mariam ad Jesum», declara en un magnífico Acto de Consagración: «Santísima, amabilísima y gloriosísima Virgen, Madre de Dios y nuestra querida Madre, Maestra y Abogada, a quien nos hemos dado y consagrado enteramente, gloriándonos de perteneceros en calidad de hijas, siervas y esclavas en el tiempo y para la eternidad: de común acuerdo nos echamos a vuestros pies para renovar los compromisos de nuestra fidelidad y esclavitud hacia Vos, y suplicaros que en calidad de cosas vuestras nos ofrezcáis, dediquéis, consagréis e inmoléis al Sagrado Corazón del adorable Jesús, con todo lo que hagamos o suframos, sin reservarnos nada» .
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En nuestra consagración, pues, se respeta y se realiza plenamente nuestra pertenencia a Jesús. En la vida de unión, que tratamos de llevar como consecuencia de esta donación, el Maestro conserva plenamente el lugar único que le corresponde en nuestra vida. Hemos dicho que en una publicación ulterior volveremos más extensamente sobre el tema. Nos limitamos aquí a algunos pensamientos rápidos para tranquilizar a las personas temerosas de que la vida mariana perjudique su vida de intimidad con Cristo, con la Santísima Trinidad que vive y habita en su alma.
Vivimos nuestra consagración por medio de las prácticas interiores: «Hacer todas las acciones por María, con María, en María y para María». Pero nuestro Padre nos hace observar que es «a fin de hacerlas más perfectamente por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo» .
El verdadero esclavo de María no vive solamente en dependencia y unión con la Santísima Virgen, sino sobre todo en dependencia y unión con Jesús. Por regla general —pueden haber excepciones por atractivos de gracia— el esclavo de amor de Nuestra Señora vive su vida explícitamente con Jesús y con su Madre, con Jesús por María.
Recordemos además que no sólo la verdadera Devoción puede y debe ir acompañada de la vida de unión con Cristo, sino también que por los actos directos de amor y de veneración a la Santísima Virgen honramos, amamos y servimos al adorable Jesús, nuestro Salvador y Señor.
En efecto, somos los esclavos de amor de Nuestra Señora, porque Jesús mismo nos ha dado el ejemplo acabado de esta vida de pertenencia y dependencia.
Somos también los esclavos de amor de la Reina, y queremos vivir como tales, porque creemos que así respetamos del mejor modo posible la voluntad de Cristo Dios, que ha querido que su Madre desempeñe un papel tan grande en todas sus obras de gracia.
Somos los esclavos voluntarios de Nuestra Señora, porque estamos convencidos de que este es el camino más corto, más seguro y más perfecto para llegar a la unión divina: «Si, pues, establecemos nosotros la sólida devoción a la Santísima Virgen, no es sino para establecer más perfectamente la de Jesucristo, no es sino para dar un medio fácil y seguro para encontrar a Jesucristo… Esta devoción nos es necesaria para encontrar a Jesucristo perfectamente, amarlo tiernamente y servirlo fielmente» .
Finalmente, y sobre todo, todo acto de amor y de respeto para con la Santísima Virgen es forzosamente, para quien conoce la doctrina cristiana, un homenaje de amor y de veneración para con Jesucristo. Pues honramos y amamos a Nuestra Señora ante todo en cuanto que Ella es la Madre de Jesús, la Madre de Dios, y luego en cuanto que es llena de gracia, es decir, llena de la vida de Jesús, en quien Ella se encuentra transformada mucho más que San Pablo o que cualquier otro santo: ya no es Ella la que vive, sino que Cristo es quien vive en Ella.
Por eso Montfort tiene razón de escribir: «Nunca se honra más a Jesucristo que cuando se honra más a la Santísima Virgen» .
Resumiendo, nuestra Consagración es una donación a Jesús por María; nuestra vida es una vida de unión con Jesús y con María. Lejos de ser un obstáculo para la intimidad con Cristo, la vida mariana es, al contrario, el mejor medio para llegar a ella.
Dulce Madre de Cristo, revélanos a tu Jesús, haz que lo amemos y vivamos de El. Y con ello prueba a todos el valor inefable del secreto de gracia que nos has revelado.
Adorabilísimo y amabilísimo Jesús, haznos participar de tu incomparable amor a tu Madre, de tu vida de dulcísima intimidad y dependencia para con Ella, a fin de que toda nuestra vida sea la realización de la gran y amada divisa: ¡A Jesús por María!

“En calidad de esclavo”



"En calidad de esclavo"
En los últimos decenios, la perfecta Devoción a la Santísima Virgen se difundió de manera asombrosa en el mundo, y especialmente en Bélgica.
No siempre fue sin esfuerzo.
Como esta es una de las manifestaciones más preciosas de la vida cristiana, y uno de los medios más eficaces para promover la gloria de Dios y el reino de Cristo, es perfectamente normal que su difusión se tope con serias dificultades.
Una de las que hemos tenido que superar sin cesar es el temor y la repugnancia que inspira a primera vista el nombre de nuestra excelente devoción a Nuestra Señora.
¡Cuántas veces hemos oído decir: «Quiero ser hijo de María, pero no su esclavo… Es más perfecto llamarse hijo que esclavo de la Santísima Virgen»!
La mayoría de nuestros esclavos de amor comprenden y aprecian este nombre. Hay otros que guardan una cierta aprensión por la palabra y sólo difícilmente se acostumbran a las resonancias peyorativas que comporta.
Nuestros asociados, y sobre todo nuestros propagandistas, deben estar bien instruidos, y bien armados de veras, para las luchas que a veces deben librar o sostener.
Por eso es útil, si no necesario, examinar a fondo este nombre, y tratar de él un poco más extensamente. Dígnese Nuestra Señora amadísima conceder sus gracias de luz convincente a los capítulos que vamos a consagrar a este tema.
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Montfort no duda en llamarnos «esclavos, esclavos de amor y de voluntad» de Jesús y de María.
En «El Secreto de María» escribe tranquilamente que la devoción a la Santísima Virgen «consiste en darse por entero en calidad de esclavo a María, y a Jesús por Ella». Y en el Acto de Consagración, que proviene, es cierto, no del «Tratado de la Verdadera Devoción», ni de «El Secreto de María», sino del «Amor de la Sabiduría eterna», nos hace decir: «Os entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma…».
En su doble trabajo mariano, nuestro Padre describe extensamente la diferencia que hay entre un siervo y un esclavo, y demuestra que debemos pertenecer a Jesús y a María, no sólo como siervos, sino también como esclavos voluntarios de amor .
Algunos, en otro tiempo, pensaron poder o deber resolver la dificultad suprimiendo de los escritos de Montfort —¡así de simple!— toda mención de esclavitud. Es una solución que, evidentemente, no podemos aceptar ni aplicar. Sería mutilar la obra de nuestro Padre y saquear su herencia. Y si bien es cierto que el nombre o la expresión no es lo más importante, no es menos cierto que si se abandona el verdadero nombre, se corre el riesgo de falsificar el verdadero espíritu de la devoción mariana montfortana.
Por lo tanto, sin dar una importancia exagerada al nombre, debemos conservarlo, explicarlo y defenderlo, incluso si esta actitud presenta inconvenientes desde el punto de vista de la propaganda.
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En las presentes líneas esperamos poder condensar lo que hay que pensar de este nombre. Y luego, en las páginas siguientes, nos esforzaremos por explicar y justificar estas diversas proposiciones.
El nombre de esclavo, aplicado al alma para designar sus relaciones con Dios, con Jesucristo y también con la Santísima Virgen, es una palabra plenamente cristiana, porque es tradicional y escrituraria. Pero debe ser entendida en su acepción únicamente esencial. Sin decir todas las relaciones del alma cristiana con Dios y con la Santísima Virgen, es la única palabra que exprese de un solo golpe nuestra pertenencia total, definitiva y gratuita a Jesús por María. Sin embargo, no hay que dar una importancia exagerada a una palabra en cuanto tal; para practicar perfectamente la verdadera Devoción a Nuestra Señora no es absolutamente necesario servirse de ella; mas no sería sensato tampoco alejarse de la práctica más excelente de devoción hacia la Santísima Virgen a causa de las resonancias peyorativas que parecen vincularse a una palabra.
Mostremos ante todo que esta palabrita terrible (?) se encuentra frecuentemente en la tradición cristiana, y eso en la boca y en la pluma de aquellos que son considerados generalmente como los testigos auténticos del verdadero sentido cristiano.
Así, el santo Cura de Ars se había ligado por voto a la santa esclavitud de María. Más tarde estableció en Ars la cofradía de la santa esclavitud, y tenía la costumbre de decir que quienquiera tomaba en serio su salvación, debía entrar en esta saludable cofradía.
San Alfonso de Ligorio, Doctor de la Iglesia y uno de los mayores devotos de María que jamás haya visto el mundo, hace decir a sus hijos: «Oh Madre del amor hermoso, aceptadme como vuestro siervo y esclavo eterno. Mi reino en este mundo será servir a vuestro Jesús y serviros a Vos misma, oh la más hermosa de las Vírgenes. No quiero ya ser mío, sino que quiero ser sólo vuestro, en la vida y en la muerte».
Sería fácil, en los siglos XVII y XVIII, citar a un sinnúmero de hombres santos e ilustres, que estaban orgullosos de llamarse esclavos de amor de la Reina del cielo: San Juan Eudes, el Cardenal de Bérulle, el Padre Olier, etc. Igualmente, series enteras de obispos belgas de esta misma época reclaman para sí este verdadero título de nobleza.
Santa Margarita María, la esposa amante y confidente del Corazón de Jesús, sabía que esta santa esclavitud en nada pone trabas al más íntimo trato de amor con El. Por eso escribe en un admirable Acto de Consagración: «Santísima, amabilísima y gloriosísima Virgen, Madre de Dios…, a quien nos hemos dado y consagrado enteramente, gloriándonos de perteneceros en calidad de hijas, siervas y esclavas en el tiempo y para la eternidad: de común acuerdo nos echamos a vuestros pies para renovar los compromisos de nuestra fidelidad y esclavitud hacia Vos, y suplicaros que en calidad de cosas vuestras nos ofrezcáis, dediquéis, consagréis e inmoléis al Sagrado Corazón del adorable Jesús… No queremos tener otra libertad que la de amarlo, ni otra gloria que la de pertenecerle en calidad de esclavas y víctimas de su puro amor… Queremos hacer consistir toda nuestra felicidad en vivir y morir en calidad de esclavas del adorable Corazón de Jesús, hijas y siervas de su santa Madre».
San Ignacio de Loyola, en la Meditación sobre el misterio de Belén, se considera a sí mismo como un «pobrecito esclavito indigno» de la Sagrada Familia.
Es notable, por otra parte, que nuestra Consagración total, con el nombre que le da Montfort, se encuentra en un gran número de Ordenes muy antiguas, como los Cartujos, los Trapenses, los Carmelitas, etc.
Hermosísima es la oración que el gran San Buenaventura dirige a María: «Gloriosísima Madre de Dios, Dueña del universo y Soberana de todo el género humano, a quien la corte celestial sirve con todos los Angeles, Arcángeles, Querubines, Serafines y todos los coros de los espíritus bienaventurados; yo, el más vil de los hombres y de las creaturas, espontáneamente, después de al Señor mi Dios, me entrego por entero como esclavo a Vos, Dominadora de las naciones y Reina de los reyes. Me despojo de todo derecho y de toda libertad, en la medida en que los poseo, para deponerlos por siempre en vuestras manos. Poseedme, Soberana, usadme, tratadme y empleadme como vuestro esclavo. Oh Soberana, os suplico que obréis así, y que no despreciéis la dependencia de vuestro siervo. Sed Vos mi Soberana eterna, y sea yo vuestro esclavo eterno mientras Dios sea Dios, a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén».
San Bernardo, el «Doctor melifluo», exclama: «No soy más que un vil esclavo, que tiene el gran honor de ser el siervo del Hijo al mismo tiempo que de la Madre».
El célebre monje, Notker de Liège, se declara «indignum Sanctæ Mariæ mancipium: el indigno esclavo de Santa María».
Del Papa Juan VII (comienzos del siglo VIII) no nos quedan más que dos inscripciones, que dicen en griego y en latín: «Esclavo de la Madre de Dios».
San Ildefonso nos aporta el testimonio de su país, España, en el siglo VII, cuando escribe: «Para ser el devoto esclavo del Hijo, aspiro a la fiel esclavitud de la Madre».
Los siglos más remotos del cristianismo dan testimonio en favor de esta noble y santa esclavitud. En las ruinas de Cartago se encontró un gran número de inscripciones, que se remontan según unos al siglo VI, según otros al siglo IV, en las que los cristianos de ese tiempo se proclaman «esclavos de la Madre de Dios».
Tenemos, por fin, una prueba decisiva, suficiente por sí misma, de la legitimidad de la palabra, en el catecismo compuesto según los deseos del Concilio de Trento, y destinado a enseñar a los fieles la verdadera y sana doctrina cristiana en esos tiempos de innovadores y de herejes. En él se afirma que es «muy justo que nos demos para siempre a nuestro Redentor y Señor no de otro modo que como esclavos: non secus ac mancipia».
¿No es asombroso que con testimonios tan formales y tan autorizados haya aún quienes puedan y se atrevan a poner en duda la ortodoxia de esta denominación tan cristiana?
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Hasta ahora no se ha escrito una historia completa y profunda de la santa esclavitud. Sería muy deseable que se emprendiera esta obra. ¿Qué joven Montfortano cautivado por su ideal, o qué otro sacerdote de María se sentirá llamado a esta tarea, ardua pero preciosísima? Estamos persuadidos de que trabajadores inteligentes, concienzudos y tenaces, harían verdaderos descubrimientos en este terreno, como lo prueban los datos recogidos, por ejemplo, por Kronenburg C. SS. R. en Holanda, el Padre Delattre de los Padres Blancos en Cartago, Monseñor Battandier en Roma, etc.
Por lo que a ti se refiere, apreciado lector, repasa con tu corazón, a modo de oración, los hermosos testimonios que hemos citado más arriba. ¡Nos es tan provechoso repetir nuestra pertenencia total a María por los labios y por el corazón de estas grandes almas cristianas y marianas!
Entonces veremos cómo es cierto, según el decir de San Alfonso, que para nosotros «reinar en esta tierra será precisamente servir como esclavos a Jesús y a su dulce Madre».
Que nuestra firma vaya siempre acompañada de la expresión de nuestra pertenencia total: que la fórmula E. d. M. (esclavo de María), u otra semejante, sea inseparable de nuestro nombre.
Así firmaba invariablemente San Luis María de Montfort, nuestro Padre y modelo: Luis María de Montfort, sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María