lunes, 8 de septiembre de 2008

La consagración mariana en nuestra época



La consagración mariana en nuestra época
Todos los arroyos y afluentes de conocimiento y de devoción mariana de que acabamos de hablar se lanzan en el río real de la Consagración a María, Consagración que, bien comprendida, es sin contradicho el punto culminante de todo lo que se puede dar a Nuestra Señora; una cumbre, un punto de llegada, que debe ser a su vez un punto de partida para la práctica de todas las formas de la vida mariana, que están virtualmente contenidas en ella.
El 31 de octubre de 1942, en el transcurso de una alocución radiofónica dirigida al pueblo portugués reunido en la Cova da Iria para celebrar el 25º aniversario de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, Pío XII consagró oficialmente la Iglesia y el género humano a la Santísima Virgen, a su Corazón Inmaculado. Y para que no se pudiese dudar del carácter oficial de este acto, el Santo Padre lo renovó solemnemente durante una ceremonia religiosa en la basílica Vaticana el 8 de diciembre del mismo año.
En diferentes lugares se ha escrito la historia de esta Consagración. Quienes lo han hecho fueron los primeros en estar convencidos de no ser completos. Tal vez ni siquiera fueron siempre exactos. Si aquí, como es debido, queremos poner el acento no tanto en la devoción al Corazón purísimo de María, sino más bien en la Consagración, que final y principalmente se hace a la persona de la Santísima Virgen —que es lo que el mismo Santo Padre subraya por dos veces en su Acto de Consagración—, se deberá reconocer que San Luis María de Montfort, por sus escritos, fue no sólo el profeta, sino también el gran promotor del movimiento de consagración mariana. Bajo la influencia de San Luis María esta consagración ha tomado su verdadera forma y se ha establecido en el centro de la vida mariana y por ende cristiana, y no puede ya ser considerada como una manifestación muy secundaria de la piedad. Nada ni nadie contribuyó tanto como la doctrina de Montfort a crear la atmósfera favorable reclamada por los mismos Papas para proceder a la Consagración del mundo a Nuestra Señora. Cuando se estudian los diferentes movimientos que prepararon la Consagración del género humano a María por medio de la consagración individual, familiar, etc., encontramos siempre o casi siempre la influencia de Montfort a través de sus notables escritos.
Pues, sin hablar de la organización de peticiones en favor de esta consagración, hubo en diversos países, entre otros en Francia, en Suiza, en Italia, en América del Sur y en otras partes, movimientos de consagración personal y colectiva a la Santísima Virgen. Y es aún una de las glorias de nuestros países que en varias diócesis de Holanda y Bélgica esta consagración haya sido realizada por la casi unanimidad de los fieles, de las familias, de las parroquias, de las ciudades y de las agrupaciones de toda clase, después de una preparación intensiva, doctrinal y suplicante, de seis meses por lo menos. Era prevenir los deseos de la Santa Sede.
Los actos del Santo Padre
Como sucede de ordinario, estas diversas corrientes fueron captadas por el Vaticano y, con una impetuosidad creciente, relanzadas sobre el mundo. La Consagración del mundo a María, al Corazón Inmaculado de María, es uno de los mayores acontecimientos de la historia mariana de la Iglesia y de toda su historia simplemente, un gesto de la mayor importancia para la realización del reino de Nuestra Señora. Y el cielo respondió, y de manera impresionante, a este homenaje mariano: inmediatamente después de esta fecha comenzó el desmoronamiento del poder del nazismo, que debía consumarse diecisiete meses más tarde por la liberación completa y definitiva del mundo entero de esta humillante y paganizadora tiranía.
El reino de Cristo por el reino de María
El Santo Padre sabía que con este acto no estaba todo hecho, por muy importante que fuese. Nos parece poder decir que Pío XII comparte en sustancia las ideas de que tratamos aquí, y quiere obrar consecuentemente. El Papa de la Santísima Virgen parece estar convencido del vínculo estrecho y de la conexión necesaria querida por Dios, entre el reino de Nuestra Señora y el de su divino Hijo. En la fórmula de Consagración del mundo podemos leer: «De igual modo que al Corazón de vuestro amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano…, así igualmente Nosotros también Nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y vuestro patrocinio apresuren el triunfo del reino de Dios».
El 13 de mayo de 1946 el Santo Padre dirige una larga y magnífica alocución a los 600.000 peregrinos que asisten a la coronación de Nuestra Señora de Fátima. Entre otras cosas les dice: «Al coronar la estatua de Nuestra Señora… os habéis alistado como Cruzados para la conquista o la reconquista de su reino, que es el reino de Dios. Esto quiere decir que os obligáis a penar para que Ella sea amada, venerada, servida alrededor vuestro en la familia, en la sociedad, en el mundo».
En una carta autógrafa, dirigida a toda la familia de la «Gran Vuelta», y fechada del 2 de julio de 1948, el Papa escribía: «Lo hemos dicho y Nos gusta repetirlo: en la noche oscura que pesa sobre el mundo, vemos despuntar una aurora, anunciadora infalible del Sol de verdad, de justicia y de amor. En efecto, en esta generación herida e inquieta, este impulso para «volver» a las fuentes de agua viva, que brotan abundantemente de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, no es la menor señal de esperanza y de consuelo. Por eso Nos os felicitamos por tomar a pecho esta salvífica devoción mariana, por propagarla alrededor vuestro, por hacer de ella la palanca de vuestro apostolado. Nos queremos ver en ello la prenda y la garantía de la conversión de los pecadores, de la perseverancia y del progreso de los fieles, del restablecimiento de una verdadera paz en todas las naciones, entre ellas y con Dios». Esto es, evidentemente, el reino de Dios asegurado por el reino de María. La expresión no está, es cierto; en otras ocasiones el Soberano Pontífice la utiliza.
A los peregrinos portugueses, venidos a Roma el 2 de junio de 1951 para la inauguración de la iglesia jubilar de San Eugenio, y dentro de este templo, de la capilla de Nuestra Señora de Fátima, el Vicario de Cristo dice al día siguiente de esta ceremonia: «Implorad sin cesar para el mundo la intervención milagrosa de la Reina del mundo, a fin de que la esperanza de una paz verdadera se realice lo más rápidamente posible, y que el triunfo del Corazón Inmaculado de María haga llegar el triunfo del Corazón de Jesús en el reino de Dios».
Y, para terminar, una palabra que no puede ser más oficial, y que manifiesta la misma convicción y la misma esperanza, en las primeras líneas de la Constitución apostólica Munificentissimus Deus, que define la Asunción de la Santísima Virgen: «Es para Nos un gran consuelo ver manifestaciones públicas y vivas de la fe católica, y contemplar cómo la piedad a la Virgen María, Madre de Dios, está en pleno auge en todas partes, crece cada día más, y ofrece casi en todas partes los presagios de una vida mejor y más santa».
La consagración a la Santísima Virgen
Por lo que mira a la consagración a la Santísima Virgen, que es como la médula espinal del reino de María en las almas y en la sociedad, el Santo Padre no nos ha dado sólo el ejemplo, ni se ha limitado a recomendar su práctica y su difusión en sus Alocuciones y Cartas, sino que además —y ello nos dispensa de toda otra cita— lo ha hecho del modo más solemne y oficial en su Encíclica Auspicia quædam, del 1 de mayo de 1948. Después de haber recordado muy explícitamente el gran Acto de la Consagración del mundo, el Santo Padre prosigue: «Deseamos que, según lo permita la oportunidad, se haga esta consagración, tanto en las diócesis como en las parroquias y familias, y confiamos en que esta consagración, pública y privada, será fuente de abundantes beneficios y favores celestiales».
El Vicario de Jesucristo en la tierra desea, pues, la consagración de cada cristiano a la Santísima Virgen y, además, la consagración colectiva de los principales organismos de que se forma parte. Y espera de este acto las más ricas bendiciones del cielo.
Es cierto que hay consagración y consagración. Es evidente que una fórmula rezada de prisa, sin preparación ni convicción, no es capaz de producir los efectos esperados. Pío XII, en las alocuciones célebres, determinó la naturaleza y las cualidades de una consagración bien comprendida. Lo hizo del modo más claro y completo en su discurso a los dirigentes y participantes de la «Gran Vuelta» el 2 de noviembre de 1946, en el que recordaba y retomaba enseñanzas análogas dadas a los Congregacionistas de la Santísima Virgen el 21 de enero de 1945:
«Sed fieles a Aquella que os ha guiado hasta aquí. Haciendo eco a nuestro llamado al mundo, lo habéis hecho escuchar alrededor vuestro; habéis recorrido toda Francia para hacerlo resonar, y habéis invitado a todos los cristianos a renovar personalmente, cada cual en su propio nombre, la consagración al Corazón Inmaculado de María, pronunciada en nombre de todos por sus Pastores. Habéis recogido ya diez millones de adhesiones individuales, resultado que nos causa un gran gozo y despierta en nosotros una gran esperanza. Pero la condición indispensable para la perseverancia en esta consagración es entender su verdadero sentido, captar todo su alcance, y asumir lealmente todas sus obligaciones. Volvemos a recordar aquí lo que Nos decíamos sobre este tema en un aniversario muy querido a Nuestro corazón: La consagración a la Madre de Dios… es un don total de sí, para toda la vida y para toda la eternidad; no un don de pura forma o de puro sentimiento, sino un don efectivo, realizado en la intensidad de la vida cristiana y mariana».
Ciertamente que podríamos citar muchos otros actos y mil otros textos para mostrar en Pío XII al alma profundamente mariana, al Papa mariano por excelencia. Pero no señalaremos más que dos acontecimientos de importancia en la historia de la Iglesia. El primero es la definición dogmática de la Asunción de la Santísima Virgen, el 1 de noviembre de 1950, acto que, según el Cardenal Van Roey, imprime oficialmente a nuestra época el sello del siglo de María. Tal vez no se ha reconocido en todas partes a este gesto toda la atención que merecía: lo consideramos como uno de los acontecimientos más importantes de la historia del reino de Nuestra Señora y, de manera general, de la historia de la Iglesia.
El Año Mariano
El Santo Padre Pío XII no se cansa de «emprender y realizar grandes cosas por esta augusta Soberana». Es indudable que, en el orden de los actos oficiales de la Santa Sede, Pío XII no podía realizar actos más importantes que la Consagración de la Iglesia y del mundo a la Santísima Virgen y la definición dogmática de su Asunción gloriosa. Sin embargo, tenemos que señalar aún un acontecimiento mariano, debido a la iniciativa del Santo Padre, cuyas consecuencias para el conocimiento y el amor de la Santísima Virgen son realmente incalculables. Del 8 de diciembre de 1953 al 8 de diciembre de 1954 se celebró, por la primera vez en la historia de la Iglesia, un «Año Mariano», esto es, un año entero en que el pensamiento y la vida cristiana estarían centrados de manera muy especial en la Santísima Virgen. Eso fue sin duda la manifestación más impresionante de este «siglo de María» anunciado y preparado por Montfort. En el mundo entero los pensadores cristianos, en innumerables libros, en las sesiones de congresos marianos organizados en muchos países, en los periódicos cristianos, se volcaron sobre el misterio de María para profundizarlo aún más. Se requerirían volúmenes enteros para describir las manifestaciones marianas entusiastas y ardientes organizadas en todos los continentes. Se calcula en ocho millones el número de peregrinos venidos a Roma en este Año Mariano, cuando el Año Santo no había traído más que cuatro millones, a pesar de una organización muy estudiada. La jerarquía católica en el mundo entero celebró las glorias de María. Y nuestro glorioso y venerado Papa Pío XII, que había abierto este año de preparación al centenario de la definición de la Inmaculada Concepción por la Encíclica Fulgens Corona, lo clausuró por otra Encíclica, que será célebre en los fastos de la historia religiosa. La ceremonia de clausura del Año Mariano concluyó con un homenaje grandioso a la Realeza de María, cuyos fundamentos y ejercicio expone la Encíclica Ad cœli Reginam. Los teólogos habrán observado especialmente uno de los fundamentos doctrinales asignados por el Santo Padre a la soberanía de María: su intervención de orden subordinado junto a Cristo en la redención de la humanidad. «No os pertenecéis —decía San Pablo a los cristianos—, pues habéis sido comprados a un elevado precio» . El Apóstol de las naciones predica así la pertenencia a Cristo. Pío XII utiliza este mismo texto aplicándolo a la Santísima Virgen. Tenemos ahí un fundamento sólido para la soberanía de María, y asimismo para nuestra pertenencia total a Ella, que practicamos de manera ideal por la santa y noble esclavitud de amor.
Lo que acabamos de escribir sobre las palabras y actos del Santo Padre nos sugiere una reflexión, que es tal vez una respuesta a una objeción tácita de ciertos lectores. Montfort anuncia el reino de Cristo por el de María, y este por el conocimiento y la práctica más general de la «verdadera y sólida devoción que él enseña». Incluso aceptando la conexión necesaria que existe entre el triunfo de Cristo y el de su divina Madre, se guardará tal vez cierto escepticismo respecto de esta última afirmación (proposiciones 4ª y 5ª). Las citas que acabamos de hacer disipan por sí mismas estas dudas. Lo que el Santo Padre pide es equivalentemente lo mismo que aconseja San Luis María de Montfort: una consagración bien comprendida, hecha después de una larga y seria preparación y no de pura forma y precipitadamente, una consagración realizada en una vida cristiana y mariana fervorosa. La definición dada por el Santo Padre es idéntica a la de Montfort, con la sola diferencia de que el Papa no exige explícitamente la entrega a la Santísima Virgen del derecho de disponer del valor comunicable de nuestra vida, aunque está incluido implícitamente. Y si este abandono forma parte integrante del acto central de la vida mariana tal como la describe el Apóstol de María, no habría que exagerar la importancia de esta parte de nuestra oblación que, evidentemente, es menor que la donación de nuestro mismo ser y de nuestras facultades, y que hace que nuestros actos deliberados queden marcados con el sello de nuestra pertenencia a Nuestra Señora. Nos parece que si el mundo cristiano en su conjunto siguiese los consejos e indicaciones del Sumo Pontífice, no estaríamos lejos del reino de la Santísima Virgen tal como Montfort lo anuncia y describe.
Una objeción que es una confirmación
A veces se nos ha hecho también la siguiente objeción: «Usted nos presenta nuestra época como el siglo de María. ¿No es más bien la era del Sagrado Corazón, de Cristo Rey, de la Eucaristía, del Cuerpo místico, etc.?».
La objeción, como fácilmente se comprenderá, no es tal, sino más bien un argumento, un confirmatur de lo que acabamos de recordar. Los hechos, en cierta medida, dan razón a San Luis María: el reino de Cristo por el reino de María.
¡Ah, ciertamente, este reino tan deseado de nuestro Cristo adorado está lejos de haber llegado en su plenitud! No podemos cerrar los ojos ante toda clase de síntomas inquietantes: la caridad enfriada de un gran número, el bajón espantoso de la moralidad en muchos medios, la descristianización lenta pero progresiva de varios países. El catolicismo, y sobre todo el cristianismo en general, sufrió pérdidas gravísimas por la acción del comunismo y del socialismo nacional.
Pero frente a este triste balance hay indicios sumamente alentadores. La Iglesia ha recibido gracias insignes. Desde hace cincuenta años han nacido y se han desarrollado movimientos sumamente prometedores, que parecen anunciar y garantizar el triunfo de Cristo Rey. En 1900 el género humano fue solemnemente consagrado al divino Corazón de Jesús. El Pontificado de Pío XI transcurrió totalmente bajo el signo del reino de Cristo, y la fiesta de Cristo Rey es su fruto duradero y su memorial imperecedero. Son también gracias excepcionales para la Iglesia, que contienen ya un reino parcial de Cristo: una larga serie de grandes y santos Papas, un episcopado admirable y un clero tan excelente en su conjunto, que probablemente buscaríamos en vano otro semejante en los siglos precedentes. Tenemos además: el movimiento litúrgico, cuyo mérito principal es habernos hecho descubrir de nuevo el santo Sacrificio de la Misa; el movimiento eucarístico con la Comunión precoz de los niños y la Comunión frecuente de los adultos, que ha tenido como consecuencia un gran florecimiento de la vida interior incluso entre los seglares; el movimiento de Acción Católica, cuya influencia ya ha sido considerable y cuyos esfuerzos futuros podrían ser decisivos; el movimiento de Entronización del Sagrado Corazón, que ha introducido oficialmente a Cristo como Rey de amor en decenas de millones de hogares; el movimiento maravilloso de evangelización del mundo, el más poderoso que la Iglesia haya conocido desde el tiempo de los Apóstoles, y que tiene como particularidad contemporánea la introducción en masa del clero indígena, que podrá ejercer una influencia decisiva para la conversión de las naciones paganas. Y la comprensión más profunda del misterio de la Iglesia, del Cuerpo místico de Cristo, ¿no es una consecuencia de este reino del María, que es la Madre, el tipo y como la personificación de la Iglesia?
Es muy notable lo siguiente: ante todo, que todos o casi todos estos acontecimientos tuvieron lugar, y todos estos movimientos nacieron, después de que el reino de Nuestra Señora se hubiera establecido parcialmente desde comienzos del siglo XX; y luego, que todos los que han creado y propagado estos movimientos se hicieron notar casi siempre por una devoción excepcional a la Santísima Virgen, y la mayoría de entre ellos eran esclavos de María según la fórmula de Montfort: los Papas León XIII, San Pío X y Pío XI, los Cardenales Mercier y Van Rossum, el Padre Mateo, el Padre Lintelo, el Padre Poppe, y cuántos otros. Esta observación, ¿no nos recuerda la afirmación de Montfort de que «por medio de esta verdadera y sólida devoción… estos santos personajes lo lograrán todo»? Parece, pues, que la historia misma nos demuestra que tanto las comunidades como los individuos han de ser conducidos a Cristo por María: «Per Mariam ad Iesum».
Conclusión
De todo lo que acabamos de decir creemos poder concluir que todo hombre verdaderamente cristiano, que sin prevención y seriamente reflexiona en la doctrina y en los hechos que acabamos de recordar, adoptará con certeza moral la afirmación fundamental de la espiritualidad de San Luis María de Montfort: El reino de Cristo vendrá; llegará por el reino de María; esto es, llegará cuando el mundo cristiano haya reconocido teórica y prácticamente a María todo lo que le corresponde según el plan de Dios. Y esto lo haremos de modo perfecto siguiendo las enseñanzas del gran Apóstol de María, San Luis María de Montfort.