lunes, 8 de septiembre de 2008

Apostolado mariano oculto



Apostolado mariano oculto
Según el consejo de Montfort, queremos «emprender y realizar grandes cosas» por María, nuestra augusta Soberana y nuestra Madre amadísima.
Pero ¿qué sacerdote, qué religioso, y con mayor razón qué cristiano en el mundo se creerá capaz de realizar grandes cosas, en el sentido absoluto y pleno de la palabra, por medio de su actividad apostólica mariana? El sacerdote más celoso, el misionero más ardiente, el apóstol seglar más fervoroso, deberá contentarse la mayoría de las veces en su vida con llegar a lo sumo a algunos millares de personas para conducirlas a Dios por María. Y ¿qué es eso en comparación con los dos mil quinientos millones de hombres que pueblan actualmente nuestra tierra, y que se encuentran llamados todos a glorificar a Dios?
Y sin embargo sería preciso que ahora, ya, enseguida, se hagan grandes cosas en el mundo.
El imperio de Cristo amenazado
El peligro es grande en el reino de Dios. El cáncer de la descristianización ataca a todos los pueblos y prolonga y agrava sin cesar sus desastres. Hay pueblos cristianos en que este proceso comenzó más tarde, y en que el punto de partida del mal estaba situado más alto: pero el mal es general y roe las naciones más cristianas y generosas… ¡Es espantoso constatar la diferencia de porcentaje de «no practicantes» en muchos países entre 1910 y 1950!
Nuestros misioneros conquistan cada año, es cierto, millones de neófitos para la Iglesia de Dios. Pero, al lado de esto, ¿cuántas pérdidas ha sufrido el cristianismo, por millones y por decenas de millones, especialmente en los países controlados por el comunismo?
Lo sentimos todos: ¡hay que hacer algo! Hay que detener la ola de ateísmo que crece, amenazando con arrastrarlo todo. Y hay que hacerlo rápido. Si no, se perderán demasiadas almas. Si no, podría ser demasiado tarde: el mal se infiltraría demasiado profundamente en la sociedad para poder ser curado con la más dolorosa de las operaciones, una nueva guerra mundial o una catástrofe semejante… Cristo debe reinar: «Oportet Illum regnare!». Debe hacerlo a cualquier precio. ¡Y este reino es tan limitado! ¡Y este reino parcial está aun en peligro! ¿Qué hacer? ¿Cómo salvar al mundo y establecer y extender, por el reino de María, el reino glorioso de Jesús?
¿Un remedio decisivo?
Creemos que el remedio infalible y decisivo para detener la marea roja y rechazarla, para conquistar efectivamente el mundo para el reino de Cristo por el reino de María, sería el siguiente: que millares y millones de sacerdotes, de religiosos, de buenos cristianos en el mundo, ofrezcan su vida por este ideal. Se trataría de una liga mundial que, con o sin organización exterior, vinculase a todas las agrupaciones cristianas con un fin limitado y determinado, para hacer de ellas un ejército único e inmenso de almas, que avanzase irresistiblemente a la conquista de lo único que importa en definitiva: ¡el reino de Dios!
Esta liga mundial con organización exterior es sin duda una utopía. Esta exteriorización tampoco es indispensable. En todo caso, podemos difundir este espíritu apostólico a escala mundial, alrededor nuestro. También podemos, y para cada uno de nosotros es lo principal, realizar el acto espléndido de la consagración a María, vivir fielmente de él, y contribuir de este modo a este movimiento de «resistencia», que acabará por poder más que el tirano que esclaviza y brutaliza el mundo de las almas.
Entiéndasenos bien. Con esto no queremos difundir a vasta escala lo que se llama «acto o voto de víctima», por el que alguien se ofrece, en definitiva, al sufrimiento. No es nuestra intención. Nos parece que este acto no debe hacerse sin inspiración neta de la gracia, después de un noviciado conveniente del sufrimiento, y bajo el estricto control de un prudente y sabio director de conciencia, y estas condiciones se cumplirán muy raramente. Lo que pedimos aquí es que cada uno de nosotros ofrezca para el reino de Cristo por el reino de su dulce Madre su vida tal como Dios se la destina, con todo lo que ella le presenta, las penas y las alegrías, el trabajo y la oración, las distracciones y el descanso, con sus horas exaltadoras y la marcha cotidiana de las propias ocupaciones a menudo banales; en resumen, toda la vida.
Acto de elevado valor
Comiéncese, pues, haciendo este acto de ofrenda de toda la propia vida para el reino de Cristo por María, conscientemente, deliberadamente, después de un retiro, de una recolección, en un día de fiesta de Nuestra Señora o en otro día importante. Que cada cual componga una fórmula, o deje sencillamente hablar a su corazón. Quienes deseen una fórmula ya hecha, podrán encontrarla al fin de este volumen. Este acto significa, por lo tanto, que de ahora en adelante se adopta el reino de Cristo por María como ideal dominante, como único ideal, de toda la propia vida.
No hace falta decir que este acto debe ser pensado, enérgicamente querido e insistente, y no realizado a la ligera, en un impulso pasajero de sensibilidad, sino que ha de ser realmente la ofrenda de toda nuestra vida por este fin sublime. Luego se proseguirá la propia vida, si ya es buena, como antes; se cumplirán los mismos ejercicios de piedad, se entregará uno a las mismas ocupaciones, aun las más humildes. Pero todo eso quedará interiormente orientado hacia un magnífico ideal.
Queda claro también que este acto no perjudica en nada a la consagración total del esclavo voluntario de amor. Se trata, en definitiva, de esta misma consagración, o al menos de una parte de esta donación, pero hecha con una intención determinada que, como todas las demás, quedará sometida en última instancia a la aprobación de Cristo y de María, aprobación de que no podemos dudar de ningún modo en este caso.
Este acto se realiza por un triple fin superpuesto y coordinado: la gloria o el reino de Dios, el reino de Cristo, y el reino de su santa Madre. Según los atractivos y disposiciones, permanentes o transitorias, de cada cual, se podrá poner más fuertemente el acento en uno u otro de estos fines, coordinados entre sí. Se podrá pensar más formalmente en el reino de Dios o en el reino de Cristo, a condición de recordar habitualmente que no se realiza más que en el reino de Nuestra Señora. Pero no hay ningún inconveniente en que ciertas almas piensen más explícitamente en el triunfo de Nuestra Señora, puesto que este es el medio indispensable e infalible para ir al reino de Dios. Incluso es de esperar que muchos de nuestros lectores, esclarecidos en la materia, lo hagan. Pocos hombres relativamente han comprendido esta conexión necesaria. Sólo de estos puede esperarse que el ideal mariano encuentre en su alma suficiente resonancia.
Almas de deseo
Por lo tanto, hay que suspirar por la realización de nuestro magnífico ideal con grandes ardores de deseo. Esta debe ser la aspiración más ardiente y realmente el voto único de nuestro corazón y de nuestra vida. ¿Acaso el reino de Dios no es, en definitiva, el «unum necessarium», lo único necesario, puesto que tal es el fin que Dios mismo persigue en todas sus obras de gracia y de naturaleza? ¿Acaso un alma que ha comprendido el plan de Dios y ha ordenado en sí misma la caridad, puede desear otra cosa en última instancia? Sí, claro, su propia salvación y santidad personales, pero que ella deseará como una porción del reino de Dios en nosotros, en este mundo y en el otro. Y todos los bienes espirituales y temporales que se pueden desear para sí mismo o para otros, todo lo que uno puede pedir por su familia, sus amigos, su patria, su congregación religiosa, su parroquia, su diócesis, por la misma Iglesia de Dios y por el mundo, ¿no es una parte o un medio de este reino de Dios que ha de establecerse por María? Fuera de esta relación nada ha de tener para nosotros sino muy poco valor.
Toda la vida por este ideal
Como para la misma consagración, el pensamiento del ideal al que hemos dedicado toda nuestra vida debe impregnar y perfumar toda nuestra existencia.
¡En la vida de cada hombre, incluso en la de un sacerdote o religioso, hay tantas horas que, aun desde el punto de vista simplemente humano, pueden parecer perdidas! ¿Cuánto tiempo nos vemos obligados a consagrar diariamente al cuidado y mantenimiento de nuestro cuerpo? Comer, beber, dormir y todos los demás cuidados corporales, para un ser espiritual como el hombre, son poco elevados y un tanto humillantes. También precisamos de distracciones, de descanso, cosas en sí mismas que no tienen nada o poco que ver con aspiraciones superiores. San Pablo sentía vivamente todo esto y sufría por las exigencias de lo que llamaba «este cuerpo de muerte». Pero con un gesto decidido y sublime sobrenaturalizó todo esto, y nos pide que también nosotros hagamos lo mismo, como lo manifiesta su conocidísima recomendación: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Apoderémonos ávidamente de esta palabra. Repitamos este gesto que nos libera y ennoblece, y orientemos hacia la gloria de Dios, por el reino de su Madre y nuestra, todas estas acciones ordinarias: ¡beber, comer, dormir, fumar, recrearse, el juego, el deporte, absolutamente todo!