lunes, 8 de septiembre de 2008

“Ser interiormente esclavo”:dependencia activa



"Ser interiormente esclavo":dependencia activa
El primer principio práctico del verdadero esclavo de amor será, como hemos visto, no servirse de lo que ha consagrado a Nuestra Señora más que con su consentimiento y según sus voluntades.
Esto se puede hacer de manera más o menos habitual, y también de manera más o menos perfecta.
Un día, al encontrarme con una dirigente de obras sociales, me dijo: «Padre, nunca hago nada sin pedirle permiso a la Santísima Virgen. Nunca voy a la mesa sin pedirle: Madre, ¿puedo comer? Nunca salgo de casa sin decirle: Madre, ¿puedo hacer este recado, este paseo? Y lo mismo para todo lo demás».
Eso es muy hermoso y perfecto, y es plenamente conforme al espíritu de nuestra dependencia interior de María. Eso es ser hijo de María. ¿Acaso los niños no piden consejo y permiso a su madre, o tratan al menos de leer en sus ojos la aprobación o desaprobación de la acción que se aprestan a realizar? Y los niños, como sabemos, son los más grandes en el reino de Dios.
Por lo tanto, esta práctica es muy recomendable, sobre todo para quienes quieren subir más alto y apuntan a una vida espiritual más intensa: mirar a María, consultarla para toda decisión de alguna importancia. «Madre, ¿puedo comprar este vestido? ¿puedo leer este libro? ¿debo renunciar a este espectáculo, a esta reunión? ¿puedo emplear mi tiempo de esta manera? ¿puedo contraer esta amistad, hacer esta visita, escribir esta carta?», etc.
Ordinariamente la respuesta de Nuestra Señora a estas preguntas, respuesta que Ella dará por la voz de la conciencia y por las inspiraciones de la gracia, será clara y neta. Aquí hay que ser leal, y no hacerse creer, por cobardía, por miedo del sacrificio y por amor de las comodidades, que María aprueba esta decisión, este acto, que Ella no puede de ningún modo considerar buenos. En las personas de sentido común y juicio recto este peligro no existe apenas. Y aunque de vez en cuando nos equivocásemos sobre algunos detalles, e imaginásemos que la Santísima Virgen nos dice «sí» cuando en realidad ha dicho «no», la cosa no sería tan grave, puesto que habitualmente obramos, no sólo subjetiva sino también objetivamente, según sus designios y voluntades.
Hacemos notar también —lo cual es muy importante— que podemos usar más o menos imperfectamente según las miras de Nuestra Señora lo que le hemos consagrado. Podemos servirnos de nuestro cuerpo y de nuestra alma, de nuestros sentidos y de nuestras facultades, de nuestros bienes espirituales y temporales, de una manera que la Santísima Virgen no tiene que desaprobar. Ya está bien; eso ya es ser esclavo de María. Pero podemos también usar de todo ello de la manera que Nuestra Señora prefiere, la que le sea más agradable. Eso ya es mucho mejor: ya es ser esclavo perfecto de la santa Madre de Dios. Y es que, en efecto, hay cosas que nuestra divina Dueña exige de nosotros, hay otras que Ella nos aconseja, y hay otras que Ella nos pide.
En los ejemplos que siguen será fácil y provechoso hacer esta distinción.
Lo importante aquí es no obrar nunca como dueño, «cum animo domini», en un espíritu de propiedad y de independencia. Y tanto más aprovecharemos, cuanto más formal y neto sea el recuerdo de nuestra dependencia.
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Nuestro cuerpo está consagrado a María. ¡Qué motivo nuevo y apremiante tenemos en ello para conservar casto y puro este cuerpo, según el estado de vida que hayamos abrazado! A este cuerpo le concederemos ciertamente todo lo que le sea necesario e indispensable. Pero también lo mantendremos sujeto, sin ceder a sus caprichos ni satisfacer sus ridículas exigencias. Lo reduciremos a servidumbre, y no lo convertiremos nunca para los demás en piedra de escándalo por un porte indecente o vanidoso, o de cualquier otro modo; todo eso porque nuestro cuerpo es el templo de Dios, claro está, pero también porque es un templo consagrado a la Virgen purísima, a la Reina de las vírgenes.
Nuestros ojos le fueron consagrados. Nuestra mirada no se ha de posar jamás deliberadamente en cosas malas o peligrosas. Jamás nos han de servir para lecturas malsanas, para contemplar películas sensuales u otras representaciones chocantes. Cuando se presente la ocasión, impondremos a nuestros ojos una mortificación. Nos serviremos de ellos con alegría y agradecimiento para admirar lo que Dios ha hecho de hermoso y grande por Ella y por nosotros: y eso porque tal es el deseo de Nuestra Señora y Dueña.
Nuestra boca, nuestra facultad de hablar consagrada a María, no la deshonraremos con conversaciones escandalosas o ligeras, ni por anécdotas atrevidas, ni por la crítica de la autoridad o del prójimo, ni ha de servir siquiera para la conversación inútil con las creaturas. Nos serviremos de ella para decir o cantar las alabanzas de Dios y de su santa Madre, para todo lo que es noble y útil, incluso para una distracción honesta y permitida, siempre según las voluntades y deseos de nuestra Madre.
Nuestra inteligencia, nuestra imaginación ofrecidas a María, no las dejaremos divagar con representaciones peligrosas ni ensueños malsanos; sino que las llenaremos del pensamiento de las cosas divinas, de la contemplación de la imagen y de la belleza de María, de la meditación de todo lo que es necesario o saludable para nuestro avance espiritual y el cumplimiento de nuestro deber de cada día: pues así lo quiere nuestra Madre y Señora, María.
Con nuestro corazón, del que María es Reina, amaremos sencilla, pura y generosamente, con todo amor legítimo según nuestra propia condición de vida y estado: con afecto paterno, materno o filial, con el amor mutuo de los esposos, con el casto afecto de un novio hacia su novia y viceversa, con el hermoso y noble afecto de una amistad santificante, y sobre todo con el amor evangélico hacia los pobres, los humildes, los desgraciados, los niños… Pero combatiremos y excluiremos enérgicamente todo afecto culpable, turbador, fuera de lugar, o simplemente el embarazoso y embrollador afecto de la creatura como tal; pues María debe dirigirlo todo en el reino de nuestro corazón.
Le hemos entregado nuestros bienes temporales. Sobre todo en estos tiempos calamitosos, nos prohibiremos todo lujo exagerado, todo gasto superfluo. Usaremos nuestros bienes temporales —¡los de Nuestra Señora!— según sus miras e intenciones: sí, para nuestro mantenimiento conveniente y el de nuestra familia, e incluso, en su debido tiempo, para una distracción útil, y a veces necesaria. ¡Nuestra Madre, nuestra Mamá más bien, comprende tan bien que podamos necesitarlas! Pero en el empleo de estos bienes materiales daremos también una amplia parte, aun a costa de sacrificios reales, a los pobres e indigentes, a las misiones, a la construcción de iglesias y al mantenimiento de los sacerdotes, a todas las obras cristianas, y especialmente a las obras marianas que apuntan al reino de María y a la difusión de su perfecta Devoción… ¿Quién pensará en hacer esto, si no lo hacemos nosotros, esclavos de María?
Nuestro tiempo es de Ella. No queremos, como hace tanta gente hoy, perder, malgastar ni «matar» este tiempo tan precioso, no haciendo nada o haciendo naderías. De este tiempo emplearemos para el descanso y el recreo lo que sea estrictamente necesario y absolutamente útil. Dedicaremos una amplia parte de él a promover los intereses de Dios en nuestra alma por la oración, la meditación y la lectura piadosa. Este tiempo lo consagraremos a cumplir seria y valientemente los deberes de nuestro estado, las funciones de nuestro trabajo. Este tiempo lo usaremos, en la medida de nuestras posibilidades, para la gloria de Dios, el reino de su divina Madre, las obras de caridad y de apostolado, muy especialmente el apostolado mariano, el apostolado de la perfecta Devoción a Nuestra Señora.
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Compréndase bien que no pretendemos ni podemos dar aquí una descripción completa de todo lo que comporta nuestra santa esclavitud bien entendida en materia de dependencia activa respecto de María. Por el momento no hacemos más que dar algunos ejemplos rápidos de las consecuencias prácticas implicadas por nuestra perfecta Consagración.
Sin embargo, de estos ejemplos se desprende suficientemente la conclusión de que la santa esclavitud exige una vida cristiana seria, y conduce a una vida cristiana santa y perfecta. Un verdadero esclavo de María es un verdadero cristiano; un esclavo lógico y consecuente en sus actos es un santo, un gran santo, con una santidad que se pide, es cierto, a todos los bautizados, pero que se impone a nosotros por un motivo nuevo y poderoso: nuestra Consagración a Jesús por María; santidad maravillosamente facilitada, por otra parte, porque toda esta tendencia hacia el austero espíritu del Evangelio queda irradiada de la sonrisa de nuestra incomparable Madre, e impregnada de su alentadora influencia.