lunes, 8 de septiembre de 2008

Mentalidad mariana



Mentalidad mariana
Para vivir en dependencia de Nuestra Señora y obedecerle en todo, debemos ante todo, como hemos dicho, «escuchar a Cristo», dejarnos conducir por sus prescripciones y consejos, tal como los encontramos sobre todo en su Evangelio. Este Evangelio, que es también, en cierto sentido, el Evangelio de María, hemos de conocerlo, y para eso leerlo, estudiarlo y meditarlo.
Para ser conducidos por el espíritu de María, debemos pensar, querer, hablar, obrar y vivir según el espíritu de Jesús.
En primer lugar hemos de aprender a pensar y a juzgar de manera mariana, y por ende evangélica.
La primera dependencia, la más importante que tengamos que practicar, es la del pensamiento, la de la inteligencia. Si Jesús y María reinan realmente en estas cimas luminosas de nuestra inteligencia, su dominación se extenderá fácilmente desde ahí al resto de nuestro campo vital. Al contrario, si estas cumbres fuesen inaccesibles para ellos, de manera que no lograran conquistarlas, su imperio sobre el resto de nuestra vida quedaría gravemente comprometido.
En efecto, se quiere como se piensa. Se obra según la propia manera de ver las cosas. Se vive según las propias convicciones. No es posible llevar una vida cristiana seria si no se piensa y no se juzga habitualmente, no según las miras del mundo —el evangelio de Satán—, sino según las enseñanzas de Cristo.
Y eso no es tan fácil.
Incluso es algo muy difícil, pues, para hacerlo, hemos de ir contra la opinión corriente, iba a decir de la opinión general, no sólo de los no creyentes y de los cristianos no practicantes, sino también de la mayor parte de los que llamamos buenos cristianos.
No somos lógicos con nuestras convicciones, no somos consecuentes con nuestro cristianismo. Somos cristianos por la Misa del domingo y una breve oración cotidiana. Los mejores lo son por la Misa, la sagrada Comunión y el Rosario de cada día.
Pero nuestra vida de inteligencia, nuestra mentalidad, ¡están tan poco influenciadas por nuestras convicciones cristianas! En mil cosas pensamos y juzgamos exactamente como lo harían los paganos, los no bautizados. Demasiado a menudo juzgamos las personas y cosas, los acontecimientos e instituciones, como gente sensata y prudente tal vez, como gente advertida y perspicaz, como gente de negocios experimentada, es decir, según la sabiduría que se practica en el mundo. Pero precisamente «la sabiduría del mundo es locura ante Dios», escribe San Pablo . Y así, demasiado a menudo nuestros juicios son diametralmente opuestos a los de Cristo, el único en ser la Verdad, la Sabiduría y la Luz del mundo.
Nunca, y por nada del mundo, hemos de aceptar juicio alguno contra las enseñanzas de Cristo. En el orden de la religión y de la moral no reconocemos como criterio supremo, norma inapelable y código único más que el del Evangelio, pero el Evangelio tal como lo explica y aplica la santa Iglesia, que es la continuación y prolongación de Cristo en la tierra.
¡Qué triste es ver tan a menudo cómo cristianos practicantes, esclavos de la Santísima Virgen, fieles de Comunión diaria, tienen apreciaciones directamente contrarias a Cristo y su Evangelio! Si entonces alguien trata de destacar el punto de vista evangélico y mariano, oye a veces respuestas pasmosas, como esta: «¡Sí, si se consideran las cosas desde este punto de vista! ¡Si tuviéramos que juzgar siempre así!…».
Pues sí, siempre y en todas partes hemos de pensar, juzgar y apreciar así todas las cosas, de modo evangélico y mariano. Es nuestro deber elemental, indiscutible, de cristianos y esclavos de amor.
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Es posible que algún lector, al leer esto, tenga la impresión de que exageramos, de que una mentalidad cristiana habitual no es algo tan raro y difícil.
Muy bien. ¿Quieres entonces que hagamos una prueba? ¿Quieres que tomemos algunas máximas centrales y dominantes del Evangelio, y nos preguntemos si conformamos habitualmente nuestros juicios y modos de ver con estos axiomas indiscutibles; que nos preguntemos también si hay muchos cristianos que piensen y obren según estas sublimes sentencias?
Cristo condensó en algunas frases su sabiduría divina y toda su concepción del mundo y de la vida.
Un día, al dirigirse a las turbas, les dijo —y su divina Madre adhiere plenamente a sus enseñanzas—: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo» .
Pero ¿quién de entre nosotros cree prácticamente en la bienaventuranza de la pobreza, y en el grandísimo peligro de las riquezas? ¿Quién se estima dichoso de ser pobre, y al contrario desgraciado y digno de compasión si es rico y acomodado? Para la mayoría de los hombres la vida es una carrera por los bienes de este mundo. Y nosotros mismos somos inconsolables si sufrimos pérdidas de dinero y experimentamos una baja en materia de bienes temporales. ¿Es esta la mentalidad evangélica y mariana?
Jesús dice, y su divina Madre lo repite con El: «Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados… ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre» .
Y nosotros nos estimamos dichosos cuando nada, pero realmente nada, nos falta en el alimento, en la vivienda, en el vestido. No pedimos sólo lo necesario, sino que necesitamos lo refinado, lo confortable, lo lujoso, lo superfluo. El bienestar de los demás nos apena cruelmente. ¿Es evangélico eso, es mariano?
Jesús dice también, y Nuestra Señora lo aprueba con toda su alma: «Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis… ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto» .
Y nosotros nos hemos ocupado sin cesar en huir de la cruz, y en sacudirla de nuestros hombros. Nos estimamos dichosos exactamente en la misma medida en que nos ahorramos algún sufrimiento. Huimos de las casas de luto y de tristeza, y buscamos la compañía de personas alegres, graciosas, ingeniosas. ¿Es evangélico eso, es mariano?
Jesús dice, y su dulce Madre lo juzga también así: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo… Alegraos ese día y saltad de gozo… ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!» .
Y nosotros nos contristamos, nos perturbamos, cuando no se nos rodea de mil atenciones, cuanto parece que no se nos presta atención por un instante, cuando parece que se prefiere más a otras personas que a nosotros, cuando se habla un poco menos favorablemente de nosotros… Y estamos dichosos y alegres de ser puestos en primer lugar, de ver que nuestro trabajo es apreciado y alabado, de ocupar, a gran o a pequeña escala, un lugar de honor… ¿Es evangélico eso, es mariano?
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No sería difícil proseguir y extender este examen de conciencia. Vivimos en un mundo al revés. Somos muy a menudo paganos con etiqueta cristiana. ¡Estamos tan lejos de la atmósfera cristiana y mariana en que debiéramos vivir!
¡Y somos la sal de la tierra! . Desgraciadamente, esta sal se ha desvirtuado, ya no tiene gusto. ¿Para qué puede servir ya? Es forzosamente incapaz de impregnar la masa de la humanidad, sanearla y cristianizarla.
¡Vamos! ¡Una vez por todas, pongamos fin a este triste estado de cosas! ¡Seamos cristianos serios, verdaderos esclavos de Jesús y de María! ¡Adelante! ¡Al trabajo!
En todo, absolutamente en todo, en las circunstancias más graves y en los más humildes sucesos cotidianos, adoptaré, primero de pensamiento y de juicio, y luego de acción, una actitud verdaderamente cristiana, la que me piden las miras de Jesús y de María. Todo acontecimiento, toda persona, toda doctrina, las consideraré con los ojos de Cristo y de su divina Madre, los apreciaré según su manera de ver, y no según el parecer del mundo. Cuando tenga que formar un juicio, cuando otros me pidan mi parecer, entraré un instante en mí mismo y me preguntaré: ¿Qué piensan de este caso Jesús y María? ¿Qué piensan Ellos de la alegría y del sufrimiento, de la propiedad y de las privaciones, del éxito y de las humillaciones, de la paz y de la guerra, de operaciones de banco y de especulaciones en la bolsa, de la moda y del deporte, del cine y de las novelas…? En todo les pediré su parecer, y conformaré a él mi juicio y mi conducta.
Podrá costarnos, y mucho. Veinte, treinta, cincuenta veces por día nos sorprenderemos en razonamientos humanos, en miras naturales, en falsas concepciones. Cada vez con calma y paciencia, pero también con energía y decisión, rectificaremos nuestras miras para conformarlas con las de Cristo y su dulce Madre.
Bajo la conducta y con la ayuda de esta Madre de bondad aprenderemos a enderezar nuestros errores, a disminuir poco a poco el número de estas faltas de juicio, y finalmente a suprimirlas.
Jesús es la Luz del mundo. María es el hermosísimo Candelabro de oro, que lleva esta Antorcha y la hace irradiar en todo el mundo. «Quien los contempla no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida»