lunes, 8 de septiembre de 2008

EPILOGO Una voz augusta de ultratumba



EPILOGOUna voz augusta de ultratumba
Hará ya veintiocho años que, el sábado 23 de enero de 1926, fiesta de los Desposorios de la Santísima Virgen, se apagaba en Bruselas, en la Clínica de la calle de las Cenizas, el Cardenal Mercier, una de las mayores figuras de nuestra historia nacional y de la misma historia de la Iglesia desde hace 100 años. El Cardenal Mercier era esclavo convencido de María, apóstol de esta perfecta Devoción, cuya práctica y difusión fue incluso el pensamiento dominante de los últimos años de su vida, porque veía en ella la respuesta más adecuada posible de nuestra parte a la doctrina de la Mediación universal de todas las gracias.
Nos ha parecido oportuno recordar aquí algunas páginas de su gran Carta Pastoral del mes de noviembre de 1924, sobre «La Mediación Universal de la Santísima Virgen y la verdadera Devoción a María según el Beato Luis María Grignion de Montfort» .
La lectura de estas páginas será un poderoso aliciente para quienes ya se han entregado totalmente a María. Ojalá contribuyan, por la luz que aportan a las almas, a destruir ciertas dudas, que el gran Cardenal reconoce sencillamente haber experimentado él mismo, pero que fueron vencidas por un estudio más profundo de la doctrina montfortana.
«La santa esclavitud» tal como la entiende Montfort
La palabra «esclavitud» asusta a veces a espíritus mal avisados. Por lo que a mí se refiere, reconozco que en otro tiempo me chocaba.
Es que la esclavitud evoca comúnmente el recuerdo del despotismo pagano, en el que el esclavo era considerado como la cosa de su dueño, cuya ley y cuyos caprichos debía soportar; evoca también la idea de los mercados repugnantes de Africa, en los que mujeres y niños son vendidos como ganado. De ahí la tendencia a creer que constituirse voluntariamente como esclavo sería renunciar a esta libertad de los hijos de Dios, de la que estamos tan orgullosos con justo motivo, o abdicar de nuestra personalidad moral, rebajarse.
No nos atrevemos, es cierto, a sacar resueltamente esta conclusión: una voz secreta nos advierte que un Beato cuyos escritos han sido juzgados como irreprochables por la Iglesia, cuyo culto público autoriza, y que arrastra en su seguimiento a toda una legión de fervorosos y santos discípulos, no puede ser una doctrina espiritualmente envilecedora; pero eso no impide que la palabra «esclavo» mal comprendida da miedo, frena piadosos impulsos, y paraliza en muchos el desarrollo de la devoción total a la Santísima Virgen María.
Hay esclavos que lo son por fuerza, y a los que su amo explota o maltrata; hay también esclavos que se constituyen tales por propia voluntad, y para los que su amo es una garantía de estabilidad de vida económica, una protección, una providencia.
El religioso renuncia voluntariamente a la libre disposición de su haber, a fin de ocuparse más fácilmente, libre ya de las preocupaciones materiales, del servicio de Dios. Este religioso se hace esclavo en el sentido económico de la palabra, pero se hace espiritualmente más libre; su aparente servidumbre es un provecho.
En términos más generales, el esclavo consciente y voluntario es aquel que, desconfiando de su propia debilidad, pide apoyarse en un brazo más vigoroso que el suyo, a fin de caminar con paso más firme y más seguro.
Y cuando este brazo es el de una madre y un padre, la esclavitud es una esclavitud de amor.
De esta esclavitud de amor habla Grignion de Montfort.
Tiene por fin arrancarnos de nuestras miserias, remediar a nuestro estado de debilidad, hacernos encontrar seguridad y libertad en el Corazón y en los brazos de una Madre, todopoderosa sobre el Corazón de Dios.
Es un compromiso irrevocable al servicio de Dios, sin preocupación mercenaria, por amor filial: es eso, y sólo eso.
Por él, el alma se fija en la donación de sí misma al Espíritu de Dios: es «espiritual». Se inspira en la caridad más pura: es «santo». Libera el corazón de las cadenas del egoísmo: es «voluntario», y realiza las condiciones más propicias para la verdadera libertad.
«¿Sabéis —pregunta Santa Teresa— qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced» .
No nos dejemos espantar, pues, por las apariencias de una palabra. Apuntemos a lo real; penetrémonos del sentido del Evangelio. Considerémonos por lo que somos, débiles y, después de todo, siempre miserables.
Hagámonos resueltamente «esclavos de Dios», «esclavos de María». Entreguémonos filialmente, pero sin reserva, a la solicitud de nuestra Madre. En nuestra vida espiritual, abandonémosle nuestras marchas a tientas del comienzo, nuestros progresos, el presente, el futuro; en nuestros trabajos, en nuestras pruebas, mantengámonos bajo el manto de su protección materna.
Nosotros sobre todo, sacerdotes del Señor, seamos a la vez discípulos y propagadores de la «verdadera Devoción»; está en juego nuestra santidad personal, está en juego el éxito de nuestra acción pastoral.
Una vez que seamos enteramente de María, vivamos en paz; que nada, ni de fuera ni de dentro, turbe nuestra serenidad. Estamos bajo la custodia de la más poderosa y de la más amante de las Madres, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amplitud de la donación de sí mismo en el sentido de Montfort
Que yo sepa, no hay acto más comprehensivo de todo lo que un alma puede consagrar a Dios y a Cristo, que este acto de renuncia o de «esclavitud», tal como lo entiende el Beato de Montfort.
El imperio de la caridad crece en la medida en que se borra el egoísmo.
Los consejos evangélicos, tal como se los practica corrientemente, comportan la renuncia a los bienes exteriores, a las satisfacciones de los sentidos, a la independencia de la voluntad personal.
La devoción del Beato va más lejos: renuncia incluso a la libre disposición de todo lo que, en nuestra vida espiritual, es susceptible de convertirse en objeto de renuncia. Sin duda nuestro mérito, en el sentido estricto del término, título de justicia a la gloria eterna, es inalienable, rigurosamente personal; pero nuestros «méritos satisfactorios», es decir, nuestros títulos a la remisión de las penas aún debidas por la expiación de pecados perdonados, y nuestro poder de impetración, o «méritos impetratorios», es decir, nuestros títulos a la obtención de favores celestiales o de auxilios temporales para nosotros o para otros, no nos son tan personales que nos sea imposible renunciar a ellos. Si puedo renunciar a ellos, dice Montfort, renuncio, persuadido de que, cuanto menos me inmiscuya yo en la obra de mi salvación, mejor me prestaré a la acción eficaz y plena de Aquel que es el solo Camino, la sola Verdad y la sola Vida.
¡Ah, sí!, muy lejos va el abandono que nos predica el Beato, y del que nos da ejemplo; incluso parece ir hasta lo extremo. Solo Dios mide su alcance para cada alma. Solo Dios lo realizará sobre cada uno de sus elegidos en conformidad con su designio, a condición de que ellos se dejen conducir y amar por El.
Pero ¿acaso las almas generosas no aspiran a esto en nuestra época? A medida que se van haciendo más raros los discípulos de Cristo, ¿no parece que quienes quieren permanecerle irrevocablemente fieles experimentan más la necesidad de dárselo todo, de sacrificárselo todo? Son legión las almas que, sin comprender del todo el alcance de sus aspiraciones profundas, arden de deseos de ofrecerse como «hostias», como «víctimas» por la humanidad. ¿No es el Espíritu Santo quien da rienda suelta en ellas a sus gemidos, según la declaración del apóstol San Pablo: «Qué hemos de orar, según conviene, no lo sabemos; mas el Espíritu Santo mismo interviene a favor nuestro con gemidos inefables: Quid oremus, sicut oportet, nescimus, sed ipse Spiritus Sanctus postulat pro nobis gemitibus inenarrabilibus» .
La consagración de sí mismo a Jesús por María responde a esta necesidad de las almas.
En Grignion de Montfort había, además de un alma de santo, un temperamento de profeta.
La Oración Abrasada por la que pide a Dios misioneros para la Compañía de María, es tanto una visión sobre el futuro como un llamamiento al apostolado. Su introducción al «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen» termina con esta conclusión de aspecto profético: «María ha sido desconocida hasta aquí, que es una de las razones por qué Jesucristo no es conocido como debe serlo. Si, pues, como es cierto, el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan al mundo, ello no será sino continuación necesaria del conocimiento y del reino de la Santísima Virgen, que lo dio a luz la primera vez, y lo hará resplandecer la segunda» .
El futuro, amadísimos Hermanos, está en el secreto de Dios. No nos entretengamos en adivinarlo.
Pero preparémoslo.
Seglares y eclesiásticos, seamos apóstoles de María. Seamos sus hijos y consagrémosle un culto total en el que, por la renuncia más completa posible a todo lo que tenemos y a todo lo que somos, le pertenezcamos y le permanezcamos irrevocablemente entregados, a fin de que Ella, que es Madre de Misericordia, nos fije en Jesús, y que el día en que acabe nuestro exilio Ella venga maternamente a nuestro encuentro, ofreciéndonos por Sí misma el fruto bendito de su vientre, nuestro Salvador Jesús, que constituirá nuestra gloria: «Et Jesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exilium ostende».