lunes, 8 de septiembre de 2008

Mediadora de todas las gracias



Mediadora de todas las gracias
Decíamos que el papel, la misión y el deber de la Santísima Virgen, como Madre de las almas, es proporcionarles todo lo que les es necesario o útil para su salvación o santificación.
Ella cumplirá gustosamente con esta misión y deber a causa de su incomparable amor materno, que supera con creces el afecto de todas las madres de la tierra, aunque se concentrara en un solo hijo.
Pero ¿está Ella en condiciones de satisfacer las necesidades de sus innumerables hijos?
Pues hay madres buenas, abnegadas y llenas de afecto, pero que son impotentes para proporcionar a sus hijos lo que ellos requieren para el cuerpo y para el alma.
¡Cuánto debieron sufrir nuestras madres de familia, y cuánto deben seguir sufriendo en muchos países, al no poder alimentar y vestir convenientemente a sus hijos enflaquecidos, y al verlos, impotentes, perecer de miseria y de indigencia ante sus ojos!
¿Hay espectáculo más trágico que el de una madre que solloza de desesperación junto al lecho en que sufre o agoniza su hijo, porque se siente impotente para arrancar de la muerte, aunque fuese al precio de su propia vida, al hijo que ama con toda su alma?
Cristianos, nosotros no tenemos una Madre impotente: sino que nuestra Madre es todopoderosa. No con una omnipotencia que venga de Ella misma, pues Ella es creatura; sino de una omnipotencia que le es comunicada por Dios mismo: Ella es la Omnipotencia suplicante, como la llama la Tradición cristiana. Su oración es siempre conforme con los designios divinos, y está orientada hacia la mayor gloria de Dios. Por eso, Ella no se ve nunca rechazada, y alcanza siempre infaliblemente lo que Ella pide. Sus oraciones son órdenes…
Siempre nos enseñaron esto. Lo creemos y estamos convencidos de ello. Esta convicción debe arraigarse aún más profundamente en nuestras almas. Debemos tener claramente ante el espíritu los fundamentos doctrinales de esta convicción.
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1º La oración de Nuestra Señora es infaliblemente escuchada, porque Ella es Reina de todos los Santos. Nos dirigimos con confianza a San Antonio, a Santa Teresita del Niño Jesús, a San Luis María de Montfort. La experiencia nos demuestra que la oración de estos santos tienen gran fuerza ante Dios, justamente porque son santos. María es más santa que los demás santos, más santa aún que todos los demás santos juntos. El grado de su gracia y de su gloria, y por lo tanto el grado de su unión con Dios, supera el de todos los santos y ángeles reunidos. San Anselmo hace la suposición imposible de que todos los bienaventurados y ángeles recen en un sentido, y Nuestra Señora sola en sentido contrario: y dice que en este caso sería María, sin duda alguna, quien ganaría la partida.
2º La oración de María es infaliblemente escuchada, en segundo lugar, porque Ella es Madre de Dios. Cuando uno u otro santo solicitan un favor, es un humilde servidor, una pequeña sirvienta, quienes se dirigen a Dios. Pero cuando la voz de María se hace oír, es la voz de la Madre del Todopoderoso. Y si una madre no puede negar nada a su hijo, tampoco un hijo bien nacido puede rechazar la súplica de su madre, si lo que ella le pide es bueno y razonable, y no supera el poder de su hijo. ¿Acaso Jesús, que ama a su Madre con un amor nunca igualado, podrá resistirse a las oraciones de Nuestra Señora, cuando lo que Ella le pide es siempre justo y razonable, pues Ella reza según la voluntad y los designios de Dios, que Ella ve claramente en su Esencia, y lo que Ella pide está siempre en los límites de su poder, puesto que, en cuanto Dios, El es Todopoderoso y no tiene más que querer para hacer?
3º La oración de María es infaliblemente escuchada, además, porque Ella es Corredentora con Jesús, y las gracias que Ella solicita por nosotros las ha merecido realmente, aunque sólo sea con un mérito de conveniencia, por su vida de humildad, pobreza y santidad, y sobre todo por su colaboración generosa con Cristo en el Sacrificio de la Cruz.
El salario que merecemos por nuestro trabajo nos corresponde en toda justicia: podemos disponer de él como mejor nos parezca. Las gracias y favores que la Santísima Virgen solicita para nosotros por sus oraciones son como la ganancia o salario de su vida sacrificada y sobre todo de su participación a los misterios de la Pasión y muerte de Jesús. Por eso, sin lugar a dudas, Ella puede hacer valer ciertos derechos sobre estos dones y gracias; Ella puede, de común acuerdo con Jesús, disponer de ellos en favor de quien Ella quiera. Y es evidente que Dios respetará estos derechos y realizará unos deseos tan sólidamente fundados. Nuestra Señora, más o menos, reza como sigue: «Señor de toda grandeza y de toda bondad, Aquella a quien Os habéis dignado amar por encima de toda creatura pide que tal y cual gracia, adquirida y merecida por Ella en colaboración con Vuestro y su único Jesús, se aplique a tal alma, que Ella designa a Vuestra infinita Bondad y Misericordia». Salta a la vista que semejante oración no puede no ser escuchada.
Este es principalmente el motivo por el cual, según la expresión de León XIII, se ha concedido a María un poder casi ilimitado en la distribución de las gracias: Aquella que fue Cooperadora de Cristo en el misterio mismo de la Redención, debía ser también asociada a la distribución de las gracias provenientes de esta Redención . Y este es también el motivo por el que, según una expresión de San Bernardino de Siena, citada igualmente por León XIII, Ella distribuye las gracias de Dios a quien quiere, cuando quiere, cuanto quiere y como quiere .
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De este modo la oración de María es infaliblemente escuchada. Su oración no se diferencia solamente de la oración de los demás santos por un grado distinto de fervor, de intensidad y por ende de poder, sino que es de una especie distinta, perteneciente a un orden superior: su oración entra en el orden de la intercesión misma de Cristo, porque Ella misma fue elevada a un orden de existencia superior. Su oración, es cierto, sigue siendo siempre una humilde súplica. Pero, por otra parte, como es la oración de la Madre de Dios y de la Corredentora con Cristo, es además la expresión de un querer, de una voluntad siempre respetuosa pero también siempre respetada, de que tal gracia, fruto de su colaboración y de su compasión con Cristo, sea aplicada al alma que, en su bondad y solicitud maternales, Ella designa a la infinita munificencia divina.
Decíamos que debemos apelar a menudo a la maternidad de María respecto de nuestras almas. Apelemos igualmente a la espléndida prerrogativa de su Mediación universal, de que Dios la revistió.
Recemos más o menos en el siguiente sentido: «¡Dadora encantadora de todos los bienes de Dios, generosa Mediadora de todas las gracias, acuérdate de que Dios te ha hecho lo que eres en favor de la pobre humanidad! Ejerce ahora también conmigo, miserable como soy, la misión sublime que Dios te ha confiado. Te es un placer y una dicha socorrer con tus bienes a los pobres y necesitados. Yo soy el más pobre de los pobres. Inclínese, pues, tu Corazón misericordioso hacia mi miseria, y ábranse generosamente tus manos de abundancia y de bendición sobre mi indigencia. ¡Mediadora de todas las gracias, ruega por mí! ¡Distribuidora generosa de todos los dones de Dios, apiádate de mí!».
XVA ejemplo de Jesús
Pocas verdades en nuestra santa religión son tan consoladoras como la del Cuerpo místico de Cristo, doctrina sobre la que, en estas últimas décadas, se sintió atraída particularmente la atención de la Iglesia docente y discente. Formamos con Cristo un solo y mismo Cuerpo místico, del que El es Cabeza y nosotros miembros.
Los miembros comparten a su modo todo lo que pertenece a la Cabeza. Por regla general hay que admitir que todo lo que es cierto de la Cabeza debe verificarse, guardando las debidas proporciones, en los miembros que somos nosotros. San Pablo, que es el doctor de esta sublime doctrina, forjó toda una serie de palabras nuevas para expresar nuestra participación en los misterios de Jesús. Y las leyes que rigen esta solidaridad con Cristo son ordinariamente tales que nosotros compartimos en nuestra vida sobrenatural y divina los misterios que Jesús vivió en su vida natural y humana. Esto no ha de extrañarnos desde el momento que recordamos que nuestra santificación o «divinización» por la gracia es el fruto precioso y el sublime equivalente de la «humanización» o Encarnación del Hijo de Dios, y que, después de todo, el plan divino se resume en un Dios-hombre y un hombre-Dios, un Dios que se hace hombre para que el hombre, en cuanto es posible, se haga Dios .
De este modo Jesús, en su vida humana, murió, fue sepultado y resucitó: y nosotros, de modo espiritual, hemos de morir, ser sepultados con El en el orden moral, resucitar con El a una vida nueva, santa, superior, y habitar con El en el cielo con el corazón y el pensamiento. Igualmente Jesús, según su vida humana, nació de la Virgen María: y también nosotros hemos de recibir de esta divina Madre la vida sobrenatural de la gracia.
Pues bien, la Santísima Virgen fue para Jesús Niño y Adolescente la Providencia creada y el instrumento del Padre para proporcionarle todo lo que El necesitaba en el plano humano y temporal: alimento, vestido, mantenimiento, etc. Por voluntad de Dios Ella instruyó también a Jesús Niño y le dio una educación cuidada, de la que El no tenia necesidad ni en cuanto Dios ni en cuanto hombre, pero que quiso recibir por humildad, porque quiso sernos semejante en todo excepto el pecado, y también para enseñarnos lo que podemos esperar de su Madre, que es también la nuestra, y lo que nosotros debemos ser y hacer para con Ella. Nuestra Señora cuidaba de su Hijo que crecía, con una indecible ternura y una fidelidad admirable. Jesús aprendió de Ella —únicamente con ciencia humana experimental, pues con ciencia divina y ciencia infusa Jesús conocía todo eso de manera mucho más perfecta que su Madre— toda clase de conocimientos humanos y prácticos. Se puede decir en este sentido que Jesús aprendió de su Madre a caminar, a hablar, a leer, a rezar, a trabajar, etc.
A causa de nuestra unión con Cristo, la Santísima Virgen nos debe estos mismos cuidados maternos para formarnos y hacernos crecer en la vida sobrenatural. Es su deber proporcionarnos todo lo que nos es necesario o útil en este orden de cosas. Todos nosotros le hemos sido confiados en Cristo por el Padre. Ella ve y ama a Jesús en nosotros, y continua prodigándole en nosotros sus cuidados más tiernos y maternos. Pío XII afirma neta y formalmente esta verdad en el magnífico epílogo mariano de la gran Encíclica Mystici Corporis, en el que, después de haber enseñado la doctrina, tan apreciada por Montfort, sobre la maternidad de María sobre todo el Cuerpo místico, Cabeza y miembros, el Santo Padre continúa: «Ella prodiga al Cuerpo místico de Cristo… el mismo maternal cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús».
Y Jesús acepta con diligencia estos cuidados amorosos de su bendita Madre. Como el niño más sencillo, confiado y amante, pedía sin cesar el auxilio de su santísima Madre. Recurría a Ella cuando tenía hambre o sed, o cuando, como niño, deseaba descansar. Cuando deseaba conocer algo con experiencia humana, a Ella le planteaba ordinariamente sus preguntas. Ella es quien secaba sus lágrimas de niño, y Ella lo consolaba en sus dolores más profundos. Consultaba sus dificultades con Ella, aunque, como volvemos a repetir, no tenía ninguna necesidad de sus luces ni en cuanto Dios ni en cuanto hombre. Ella era su ayuda, su recurso en todas las cosas, como toda madre prudente y amante lo es para sus hijos, sobre todo para sus hijos pequeños.
De este modo también nosotros podemos y debemos, a ejemplo de Jesús, recurrir a nuestra Madre amadísima en todas las circunstancias difíciles, humildes o graves, de nuestra vida.
A ejemplo de Jesús. Pero, lo que es aún más hermoso y eficaz: en unión, no, en unidad con Jesús. Así es como podemos rezar, y debemos recomendar este modo especialmente en las grandes pruebas de la vida, porque al parecer obra irresistiblemente sobre el Corazón de nuestra Madre: «Mira bien, Madre, quién es el que se echa a tus pies. Es Jesús mismo, pues soy una porción de Cristo. Por lo tanto, Jesús mismo es quien te habla, quien te pide: ¡Madre, la mano de Jesús está herida, Tú debes vendarla!… ¡Madre, el ojo de Jesús está enfermo; Tú debes curarlo!… ¡Madre, el corazón de Jesús está triste: Tú debes consolarlo!… ¡Madre, en resumidas cuentas, Jesús es quien necesita tu socorro: Tú no puedes negárselo!…».
¡Qué verdades conmovedoras nos enseña nuestra fe! ¡Qué grandeza incomparable nos confiere nuestra condición de cristianos! ¡Audacia maravillosa, que el dogma católico justifica!
¿Y cómo una oración semejante dejaría de llegar hasta el Corazón de Nuestra Señora, y de asegurarnos su preciosísima asistencia?