lunes, 8 de septiembre de 2008

Pío XII y la Consagración a la Santísima Virgen



Pío XII y la Consagracióna la Santísima Virgen
Cuando, a partir de 1936 y los años siguientes, escribíamos los artículos que aparecen hoy en un volumen, la consagración mariana montfortana era en suma una devoción privada. Sin duda varios Papas, como San Pío X, Benedicto XV y Pío XI, habían hecho esta consagración y la habían recomendado. Pero difícilmente se hubiese podido hablar de una aprobación pública y oficial.
Desde entonces se produjo a este respecto un cambio importantísimo: la consagración a la Santísima Virgen es de ahora en más una manifestación de la devoción mariana en la Iglesia.
Hubo primero la consagración, por Su Santidad Pío XII, de la Iglesia y de todo el género humano a la Santísima Virgen, al Corazón Inmaculado de María, el 31 de octubre de 1942, en el transcurso de un mensaje radiofónico al pueblo portugués reunido en Fátima, consagración renovada luego en una grandiosa ceremonia en San Pedro de Roma, el 8 de diciembre siguiente. El Santo Padre decía en ella:
«Reina del santísimo Rosario, Auxilio de los cristianos, Refugio del género humano, Triunfadora en todos los combates de Dios…, Nos, como Padre común de la gran familia humana y como Vicario de Aquel a quien todo poder ha sido dado en el cielo y en la tierra, y de quien Nos hemos recibido el cuidado de todas las almas redimidas con su Sangre que pueblan el universo, a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado…, Nos confiamos y Nos consagramos, no sólo en unión con la santa Iglesia, Cuerpo místico de vuestro amado Jesús…, sino también con el mundo entero… De igual modo que al Corazón de vuestro amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano…, así igualmente nosotros también nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y vuestro patrocinio apresuren el triunfo del reino de Dios, y que todas las naciones, puestas en paz entre ellas y con Dios, os proclamen bienaventurada y entonen con Vos, de un extremo al otro del mundo, un eterno Magnificat de gloria, amor y agradecimiento al Corazón de Jesús, el único en el cual ellas pueden encontrar la Verdad, la Vida y la Paz».
El 1 de mayo de 1948 apareció la Encíclica mariana Auspicia quædam, un documento oficial y universal, en el cual se recuerda enérgicamente la consagración de la Iglesia y del mundo efectivamente renovada, y se expresa el deseo de que todos, por una consagración privada y colectiva, adhieran a este gran acto:
«Deseamos que todos la hagan cada vez que una ocasión propicia lo permita, no solamente en cada diócesis y en cada parroquia, sino también en el hogar doméstico de cada uno; pues Nos esperamos que gracias a esta consagración privada y pública, se nos concederán más abundantemente los beneficios y dones celestiales».
Por estos actos solemnes la consagración a la Santísima Virgen ha entrado definitivamente en el culto oficial de la Iglesia. Las consideraciones que van a seguir adquieren de ahora en adelante una mayor actualidad.
El Papa actualmente reinante fue aún más lejos. Definió —esta vez en alocuciones pronunciadas en un círculo más restringido, es cierto— de qué modo debe ser comprendida, hecha y vivida esta consagración.
El 22 de noviembre de 1946 el Santo Padre recibe en audiencia a un cierto número de dirigentes y de participantes de la «Gran Vuelta», esta marcha triunfal de Nuestra Señora de Boulogne a través de Francia, a cuya ocasión los fieles eran invitados a consagrarse a la Santísima Virgen. El Santo Padre les da formalmente una consigna y se expresa así:
«Sed fieles a Aquella que os ha guiado hasta aquí. Haciendo eco a nuestro llamado al mundo, lo habéis hecho escuchar alrededor vuestro; habéis recorrido toda Francia para hacerlo resonar, y habéis invitado a todos los cristianos a renovar personalmente, cada cual en su propio nombre, la consagración al Corazón Inmaculado de María, pronunciada por sus Pastores en nombre de todos. Habéis recogido ya diez millones de adhesiones individuales, resultado que nos causa gran gozo y despierta en Nos gran esperanza.
Pero la condición indispensable para la perseverancia en esta consagración es entender su verdadero sentido, captar todo su alcance, y asumir lealmente todas sus obligaciones. Volvemos a recordar aquí lo que Nos decíamos sobre este tema en un aniversario muy querido a Nuestro corazón: La consagración a la Madre de Dios… es un don total de sí, para toda la vida y para la eternidad; no un don de pura forma o de puro sentimiento, sino un don efectivo, realizado en la intensidad de la vida cristiana y mariana» .
Estas palabras son para nosotros sumamente alentadoras y preciosas, ya que constituyen incontestablemente una aprobación de la consagración mariana en el sentido montfortano. No pretendemos de ningún modo que por ellas Pío XII aconseje formalmente el acto de la santa esclavitud, con el abandono a la Santísima Virgen del derecho de disponer de nuestras oraciones, de nuestras indulgencias y de todo el valor comunicable de nuestras buenas obras. Pero veremos por lo que sigue que los artículos que reproducimos y que fueron escritos mucho antes de esta fecha, tenían por adelantado como título cada una de las palabras pontificias que definían el acto de consagración mariana.
Finalmente, la consagración mariana montfortana, tomada en toda su acepción y en toda su extensión, fue oficialmente aprobada por el Santo Padre en las «Cartas Decretales» que promulgan la canonización de San Luis María de Montfort. Pío XII habla en ellas de «la devoción ardiente, sólida y recta» que el gran apóstol alimentaba hacia Nuestra Señora, y que fue el secreto tanto de su santidad como de su incomparable apostolado; y llama a esta devoción por su nombre: «la noble y santa esclavitud de Jesús en María». Roma locuta. El Papa ha hablado. Que se escuche simplemente su palabra. Esta palabra, evidentemente, confiere una nueva fuerza a las consideraciones que vienen a continuación. ¡Ojalá sea también para ellas una prenda de bendición y de fecundidad!