lunes, 8 de septiembre de 2008

La concupiscencia de los ojos



La concupiscencia de los ojos (1)
No podéis servir a Dios y a Mammón [la Codicia](Mt. 6 24)
El Reino de Mammón
Hemos visto lo que es el mundo en general y qué actitud deben tener con él los hijos y esclavos de la Santísima Virgen. Vamos a analizar ahora con más detalle el espíritu, las características y las manifestaciones de este mundo perverso, para poder combatirlo con más eficacia. «Todo lo que hay en el mundo, nos dice San Juan, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de la vida, no viene del Padre» . La sensualidad, la codicia y el orgullo son las características principales del mundo.
Tratemos aquí, en primer lugar, de la codicia o del servicio de Mammón.
Dios ha puesto al hombre a la cabeza de la creación visible, y le ha dado el derecho de disponer de los productos y frutos de la tierra para remediar sus necesidades. Por eso cada hombre tiene en sí mismo una inclinación natural —y también un derecho natural cuando se cumplen ciertas condiciones— a apropiarse de la medida de bienes temporales que le es necesaria o útil para su mantenimiento y el de su familia.
La primera caída del hombre y el pecado original deformaron esta inclinación legítima y la orientaron hacia un falso camino. El hombre se rebaja apegándose inconsideradamente a los bienes de la tierra, persiguiéndolos con pasión desordenada y por medios ilícitos. Los bienes materiales no son ya para él un medio, sino un fin, y a veces el fin último y supremo de ciertas vidas. El hombre ya no es rey y señor de los bienes terrenales, sino que se hace cautivo de él y se convierte realmente en su esclavo.
Casi todos los hombres dan culto en cierta medida a esta tendencia funesta. Mammón, el dios del dinero, rige en gran parte el mundo, y una gran muchedumbre de hombres se prosternan en adoración ante el Becerro de oro. Reunir dinero parece ser para mucha gente el asunto capital de su vida, y realmente lo único necesario.
¿De qué está lleno el pensamiento de la mayoría de la gente? ¿De qué se oye hablar, discutir, disputar en las casas, en los trenes y transportes, en los lugares de reunión y en las asambleas?
Quien no tiene nada quiere poseer. Quien posee ya un pequeño capital quiere aumentarlo. El millonario quiere hacerse multimillonario. Se quiere cada vez más lujo en el vestido, en el alimento, en la habitación, en los viajes, en las diversiones, etc. Y es que la codicia no tiene límites.
En el mundo un hombre es considerado por la medida de su riqueza y de su fortuna. La pobreza es la peor vergüenza, y los pobres no son tenidos en cuenta. El mundo tendrá todo tipo de consideraciones con un estafador que ha hecho fortuna, mientras que para el pobre más virtuoso no tendrá más que desprecio, palabras duras y tratamientos humillantes.
Y nuestra época alcanzó, sin duda alguna, un apogeo en este punto. El reino de Mammón está organizado con una habilidad y una perspicacia increíbles. Nuestra época es la de la gran industria, del capitalismo a ultranza, de la organización financiera refinada, de los trusts, de los consorcios, etc. El mundo está rodeado, como de una telaraña inmensa, de un número incalculable de bancos, de bolsas, de instituciones financieras de toda clase, en las que almas sin número se dejan perder para su desgracia temporal y eterna.
Se quiere ser rico y parecerlo. Se quiere ser rico fácil y rápidamente, no como fruto legítimo del trabajo corporal o espiritual, sino a modo de juego e incluso durmiendo, por medio de papeles de banco, que automáticamente pueden aumentar de valor.
Nuestra época es la de la idolatría del dinero por el dinero. Ya no se lo busca solamente como un medio de satisfacer las propias necesidades, pasiones o caprichos, sino como un fin, por el placer de poseerlo. Vivimos en un mundo al revés. La economía actual, en definitiva, tiende sobre todo a satisfacer a algunos grandes financieros, a los pontífices del templo de Mammón, que con sus inmensos capitales no pueden sacar más que la satisfacción de saber que son inmensamente ricos: ¡la voluptad despreciable del viejo avaro clásico, que con sus enflaquecidas manos palpa las piezas de su tesoro!
«La raíz de todos los males»
«La raíz de todos los males es el afán de dinero», dice San Pablo . Es incontestable que la codicia es uno de los medios más poderosos de que se vale Satán para pervertir a las almas y ahogar la buena semilla en el corazón de los cristianos.
Quien busca desordenadamente los bienes de este mundo sentirá cómo se debilitan sus sentimientos religiosos. Poco a poco se desinteresará de los valores espirituales y eternos. Ya no tendrá tiempo ni gusto por la oración y los deberes religiosos. Toda su atención quedará absorbida por los bienes despreciables que tanto ansía. Es un hecho que las regiones de Francia más ricas son también las más descristianizadas; que las provincias más pobres de Bélgica y Holanda son las más ejemplares desde el punto de vista religioso; y que estas mismas regiones, en la medida en que progresan en el campo material, se ven más amenazadas en el campo espiritual.
¡La codicia, raíz de todos los males! De ahí provienen, en efecto, las mentiras, los engaños, los robos e injusticias, y esto a una escala cada vez más vasta. La mentira se aclimata en los labios del hombre de negocios sin conciencia. Todo precio es justo, toda ganancia es honesta. Todo lo que se puede acaparar, de cualquier modo que sea, será considerado como posesión legítima. El pecado de injusticia no existe casi en el mundo, y muy raramente se lo oye en confesión. Un día nos dijo alguien, que sin embargo pretendía ser un buen cristiano: «Un hombre de negocios ha de tener una conciencia bastante amplia para que un auto pueda circular cómodamente por ella».
¡El afán del dinero, raíz de todos los males!: de la dureza y crueldad para con la gente menuda, de la explotación vergonzosa, sobre todo en otro tiempo, del trabajo de mujeres y niños, de la ruina de familias enteras por una concurrencia desleal… ¿Qué importa todo eso, mientras se engorde el monedero y se infle la cartera?
Por codicia hay asaltos y asesinatos cada día. Por codicia hay desunión en las familias, a veces en las mejores. Todo va bien hasta que llega el momento de «repartir». Y entonces se introducen a menudo disensiones y odios que a veces ya no se apagarán jamás.
Por codicia y afán del dinero se pierden millones de almas, que se apropian injustamente del bien de los demás y, aun frente a la muerte, no tienen valor para reparar el mal cometido y prefieren precipitarse en los abismos del infierno.
Se dice a veces que todo progresa en el mundo… En todo caso, en la estructura de nuestra sociedad moderna los deplorables efectos de la codicia han alcanzado proporciones espantosas. Los Papas no dejan de denunciar con términos enérgicos los abusos que en este campo deshonran a nuestro mundo moderno. El socialismo, y sobre todo el comunismo, son remedios peores que el mal. Pero se impone una sana y enérgica reforma de la estructura económica del mundo actual, y los Papas han dado repetidas veces indicaciones preciosas para realizarla. ¡Ojalá la humanidad escuche la voz de Cristo y no se deje encantar por las sirenas marxistas, que conducirían nuestra sociedad a los abismos!
Jesús y Mammón
¡Con qué tristeza y horror debe mirar el divino Corazón de Jesús nuestro mundo de codicia y de injusticia, de opresión de los pequeños y de los pobres; un mundo que, por lo tanto, está en formal y total contradicción con su doctrina y con su vida!
Hemos de observar sus acciones más que sus palabras. El no vivió, como hubiera podido hacerlo fácilmente, en un palacio real, en una residencia patricia lujosa, ni siquiera en el confort de lo que nosotros llamamos una casa burguesa. El nació pobre. Vivió y murió pobre, porque así lo quiso y porque sabía que así era mejor y más hermoso. Nacido en un establo, vivió en la humilde morada de un modesto artesano, murió sobre una cruz despojado de todo, y fue sepultado en un sepulcro que no era suyo. Su Madre y su Padre putativo eran pobres. Se rodeó de pecadores, de pobres en suma. Se dirigió preferentemente a los pobres, y pudo decir con toda verdad: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» .
Esta espléndida lección de su ejemplo, quiso El subrayarla con palabras inolvidables. Jamás meditaremos lo bastante, ni grabaremos suficientemente en nuestras almas las primeras palabras de su primer gran discurso, el Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos… Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados» .
Jesús no duda en señalar su preferencia por los pobres sobre los ricos, como en la alabanza del óbolo de la viuda pobre , y en la parábola de Lázaro y el rico Epulón . Y su pensamiento más íntimo sobre los pobres y desgraciados lo traduce netamente en esta proposición humanamente desconcertante: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis» .
¿Qué piensa Jesús de los ricos y de las riquezas?
1º La riqueza es un peligro muy grande. Una parte de la buena semilla, echada por el divino Sembrador, cae entre las espinas, que crecen y ahogan el buen grano. Y El mismo explica que es figura de aquellos que, al principio, escuchan la palabra de Dios, pero que luego, por el cuidado de las riquezas y de los placeres de la vida, se dejan apartar de una vida según la palabra de Dios .
2º Al pronunciar esta sentencia Jesús pensó, con tristeza infinita, en uno de sus discípulos, uno de los Doce, en cuya alma había caído millares de veces su divina palabra; en aquel que, como pocos otros, había recibido sus beneficios, había sido testigo de sus maravillas, y había recibido de El las muestras de la mayor confianza. Pero ese tal estaba encargado de llevar la bolsa con el dinero destinado al mantenimiento de Jesús, de los Doce y de los pobres. El afán del dinero y el apego a los bienes terrenales ahogaron la buena semilla en su alma, debilitaron y luego apagaron en su corazón el amor por su divino Maestro y su admiración por el Mesías. Judas, por codicia y amor del dinero, comenzó convirtiéndose en ladrón, para llegar a ser luego un criminal, el asesino de su Dios, aquel que, según el testimonio mismo de Jesús, sería el más culpable en el drama espantoso del Calvario. ¡En el entorno inmediato de Jesús Judas se perdió y se condenó, a causa de su apego desordenado a los bienes de este mundo!
3º Sobre este particular hay otro ejemplo en la vida de Jesús que, cosa excepcional y notable, los tres primeros Evangelistas cuentan con términos casi idénticos .
Un joven se acerca a Jesús, se echa a sus pies y le pregunta: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?». Jesús le contesta: «Guarda los mandamientos», y le enumera los principales. «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud», replica el joven. Entonces Jesús fija en él una mirada de amor y le dice: «Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».
«Ven y sígueme»… Era la fórmula mágica, no, casi sacramental, por la que El había subyugado a sus apóstoles y los había atraído a El. Unos pobres pescadores, a esta palabra, se habían levantado al punto y lo habían dejado todo inmediatamente, su padre, su barca, sus redes. Este joven, al contrario, no responde al llamamiento: se fue triste, «porque poseía muchos bienes», dice el Evangelio. ¡El apego a los bienes terrenos había privado a Cristo de un discípulo, de un apóstol, tal vez de otro San Juan!
Y Jesús dice entonces a sus apóstoles: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!… Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios». Y los discípulos se preguntan unos a otros: «Y ¿quién se podrá salvar?». Jesús no disminuye en nada la severidad de su palabra y contesta: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios».
Terrible palabra, en suma, que no es en definitiva más que el eco de esta otra sentencia: «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto» .
Y toda la doctrina del Maestro está condensada en esta sentencia: «No podéis servir a Dios y al Dinero» .
¡Dígnese nuestra divina Madre ayudarnos a comprender y aceptar esta doctrina austera de su Hijo!
¡Dígnese Ella ayudarnos, a cada cual según su estado de vida, a practicar en este punto las lecciones de Jesús y seguir sus ejemplos, a no buscar la riqueza, sobre todo por medios ilícitos, a estimar la pobreza y amar a los pobres, y a vivir en un desprendimiento perfecto de los bienes de la tierra, a fin de no perder el solo Bien infinito y eterno, sino amontonar tesoros para el cielo!
XXIVLa concupiscencia de los ojos (2)
María, Montfort y Mammón
Nadie compartió jamás como María los juicios, los sentimientos y las actitudes de alma de Jesús. Nadie se identificó jamás como Ella con los modos de ver y de obrar de su Jesús, Ella que recibió su palabra con una humildad afectuosa, la conservó fielmente en su Corazón y la meditó noche y día.
Sabemos así con certeza cuáles fueron sus disposiciones más íntimas hacia la pobreza y la riqueza. Ella compartió, y de muy buena gana, la pobreza de Jesús. Jamás se le cruzó el pensamiento de deplorarlo, ni de quejarse de ello. ¿Acaso Ella no deseaba ardientemente asemejarse en todo a su Hijo amadísimo?
¡Con qué predilección amó Ella a los pobres y desheredados, y qué estima, amor, compasión y caridad les manifestó!
Para asemejarnos a nuestra Madre amadísima, nosotros queremos también vivir pobres, estimar y amar la pobreza y a los pobres.
Además, ¿quién es más pobre que el esclavo, y por lo tanto más pobre que nosotros, esclavos de amor de Jesús en María? El esclavo no posee nada, y no puede poseer nada de derecho. Nosotros somos esclavos por libre voluntad y por amor. Nos hemos despojado también de nuestros bienes temporales. A los ojos de Jesús y de María estos bienes ya no son nuestros. No conservamos más, por decirlo así, que el uso y la administración de los bienes que les hemos ofrecido y cedido. Es la pobreza religiosa sin el voto. Seamos lógicos y consecuentes con nuestra santa esclavitud. Ya nada es nuestro. No dispongamos, pues de nuestros bienes temporales más que con el asentimiento de nuestra divina Madre y según su beneplácito.
De este modo el desprendimiento de los bienes del mundo queda sumamente facilitado. Puesto que no nos apegamos a bienes que no son nuestros.
Y el recuerdo de la Providencia materna de María nos facilita también la vida sin preocupaciones, por motivos de orden sobrenatural. Una madre debe proveer, tanto como le es posible, a las necesidades espirituales, pero también materiales, de sus hijos. Dejarse llevar por preocupaciones materiales sería una falta de confianza para con Ella. Se lo he confiado todo, también mis intereses de orden temporal. ¡Ella, y no yo, es quien debe preocuparse de todo eso!
«
Aquí se impone a nuestra atención la conducta de Montfort, este hijo verdadero y maravilloso apóstol de Nuestra Señora. Por inspiración de su Madre toma a la letra, como San Francisco de Asís, lo que Jesús enseñó y practicó sobre la riqueza y la pobreza. Joven de buena familia, a los veinte años entrega a los pobres su dinero y sus vestidos nuevos, hace voto de no poseer nunca nada en propiedad, y parte a París, para continuar allí sus estudios mendigando su pan y su cama para la noche. Exactamente como Jesús lo pide, vivirá en un abandono absoluto en la Providencia. Pisoteará y despreciará de veras la riqueza. Predicará enérgicamente contra el abuso y peligro de la opulencia y del lujo. Los pobres tendrán todas sus preferencias. Durante años enteros los cuidará y servirá en los hospitales. En los más repugnantes de entre ellos se esforzará en reconocer a Cristo. Jamás irá a la mesa sin ser acompañado por un pobre, a quien sirve con sus propias manos con atención y caridad. Como Jesús, alimenta a muchos indigentes que lo siguen por todas partes. Un día los pobres de Poitiers juntarán sus pequeños ahorros para comprarle a él un sombrero nuevo. ¡Cómo se habrá alegrado entonces su corazón: era más pobre que los pobres!
«María es mi gran riqueza», cantará en uno de sus cánticos. A Ella confiaba sus necesidades temporales, como todo lo demás. Y el Canónigo Blain nos asegura que los milagros de la providencia materna de María se multiplicaban a lo largo de sus días.
Nuestra actitud
A ejemplo de nuestro Padre amado, San Luis María de Montfort, queremos colocarnos en las antípodas del mundo perverso.
Ante todo, no olvidemos pedir por la oración el verdadero espíritu evangélico en este punto. Hagámoslo, por ejemplo, al rezar atenta y fervorosamente la 3ª decena del Rosario en honor del nacimiento de Jesús en el portal de Belén. En esta decena San Luis María nos hace pedir «el desprendimiento de los bienes del mundo, el desprecio de las riquezas y el amor de la pobreza».
La respuesta más simple y radical a la invitación de Cristo en materia de pobreza es abandonar el mundo y sus bienes engañosos para abrazar la vida religiosa, en la que se lleva una vida de pobreza y se renuncia por voto al derecho de poseer bienes temporales, o al menos al libre uso y a la disposición facultativa de estos bienes.
Si esto no fuera posible, como es el caso para la gran mayoría de nuestros lectores, luchemos entonces en el mundo, como valerosos soldados, contra su funesto espíritu.
«
Y en primer lugar evita con sumo cuidado la menor injusticia. ¡Muchos, que supuestamente son cristianos, en magníficos autos van al infierno! No todos los precios son justos, ni todas las ganancias son lícitas. Fuera las mentiras, fuera los fraudes en nuestras ventas o compras. Quien se aventura a hacer negocios con toda clase de trucos fraudulentos está perdido. Pronto no sabrá ya cómo salir de ahí, cómo reparar las injusticias cometidas, y se embarrará cada vez más. Si de veras quieres salvarte, sé prudente y delicado en este campo, aunque tuvieras que trabajar con más pena y menos provecho.
No trates de hacerte rico cueste lo que cueste. Cumple con tu deber, trabaja por tu familia, cuida tus negocios, pero no te afanes por acumular riquezas: «Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso», dice San Pablo. «Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas» .
San Pablo tiene razón. Las riquezas llevan consigo toda clase de preocupaciones. Los hombres más felices son los que saben contentarse con una existencia sencilla y modesta.
Si Dios te envía bienes temporales por encima de tus necesidades, tienes obligación de asistir con ellos, por amor a Cristo, a tu prójimo indigente. En este caso da de buena gana y generosamente.
Da a los pobres con amor y respeto. Da también abundantemente, en la medida de tus posibilidades, lo que llamamos «buenas obras». Sostén a tus sacerdotes, a tus iglesias. Envía ayudas a los valerosos misioneros, que se gastan y luchan por extender el reino de Dios. Sostén especialmente las obras que promueven la gloria y el reino de la Santísima Virgen. Es un deber elemental para los hijos y esclavos de amor de Nuestra Señora.
Quien desea ir hasta el fondo de las recomendaciones y consejos de Jesús, cuando no tenga otras obligaciones que cumplir, se desprende de todo lo superfluo: «No atesoréis tesoros en la tierra» .
En esto no hay que escuchar demasiado la sabiduría y prudencia del mundo; lo que es insensato para el mundo es muy a menudo sabiduría según Dios. Jesús lo dice muy claramente: «No os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal» .
Incluso en el mundo se puede hacer voto de pobreza, y eso de varios modos. Por ejemplo, se puede hacer voto de desprenderse de lo superfluo, y de no hacer ningún gasto sin el permiso del director, permiso que queda dado de manera general para cada gasto corriente, pero que habrá que pedir cada vez para los gastos extraordinarios.
«
Debemos luego evitar toda preocupación voluntaria con relación a los bienes temporales. Es una exigencia del Evangelio y de nuestro espíritu de dependencia y abandono. Cierto es que podemos y debemos ocuparnos en nuestros negocios con cuidado e inteligencia, pero hemos de apartar deliberadamente toda preocupación y toda inquietud voluntaria. Si no, ahogaremos en nuestra alma la buena semilla de la palabra de Dios. Jesús nos lo pide con términos encantadores, que nunca recordaremos lo bastante: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis… Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?… Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero Yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?… Pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» .
¡Qué hermoso, conmovedor y cierto es! A esto no hay nada que añadir. O sólo esto: que Dios, en su infinita bondad, nos ha dado también una Madre incomparablemente buena, que conoce todas nuestras necesidades y que, como instrumento fiel y atractivo de su liberalidad infinita, tendrá cuidado de sus hijos y esclavos de amor en todos los campos, incluido el de nuestras necesidades temporales.
«
El gran mal aquí, el verdadero obstáculo a la perfección cristiana, no es la posesión misma de los bienes de este mundo, sino el apego a estos bienes, que disminuye forzosamente la intensidad del amor a Dios. Por lo tanto, hemos de evitar cuidadosamente el apego al dinero, a las cosas preciosas, y a menudo incluso el apego a bagatelas, a naderías. Digamos frecuentemente al Señor y a su dulce Madre: «Me habéis dado los bienes de la tierra. Si me los queréis quitar, sea bendita de antemano vuestra santísima voluntad». Demos gracias a Jesús y a María cuando nos toca sufrir alguna pérdida o algún contratiempo. Deshagámonos valerosamente de aquellas cosas a que se apega nuestro corazón. Pero como la posesión lleva al apego, sobre todo la posesión de lo que es hermoso, precioso, brillante, prohibámonos todo lo que sabe a lujo o a opulencia. San Luis María de Montfort escribió un cántico severo de unos cientos de versos contra el lujo. Cierto es que en esto podemos tener en cuenta en cierta medida nuestra condición social y nuestras obligaciones, y sobre todo la voluntad de nuestros superiores y los deseos de nuestros parientes. Pero si queremos ser los preferidos de Dios y de su santísima Madre, debemos vivir en la sencillez y la pobreza. Sé limpio en tu vestido, en tu porte, en tu habitación. Pero en cuanto de ti dependa, evita la riqueza y el lujo. ¿Para qué esos sillones costosos, estos espejos lujosos, estas alfombras mullidas, todo este amueblamiento de gran valor, y otras mil cosas brillantes e inútiles? Aquí se podría aplicar rectamente la repuesta de Judas: «Todo esto se podía haber vendido a buen precio y habérselo dado a los pobres» . ¿Por qué no llevaríamos vestidos zurcidos? El Cardenal Mercier así lo hacía. ¿Para qué comprar vestidos muy caros cuando puede bastarnos ropa más sencilla? No hay duda de que a veces necesitamos una fiesta, un descanso, una celebración. Pero ¿por qué estos gastos insensatos con motivo de kermesses, de matrimonios, de primeras comuniones? Todo eso va contra el espíritu del Evangelio. Sobre todo, podemos y debemos practicar la pobreza en todo lo que está a nuestro uso personal: nuestro despacho de trabajo y nuestro dormitorio, nuestros vestidos y nuestros muebles, etc. Aparta resueltamente en este orden de cosas todo lo que sientes que no es según los deseos y preferencias de Jesús y de María.
Esta regla no tiene más que una excepción: puede ser hermoso, rico y precioso todo lo que nos recuerda y mira directamente a Jesús y a su santísima Madre. Nada es demasiado hermoso para nuestras iglesias, para nuestras capillas, para nuestros sagrarios, para los santuarios de Nuestra Señora. Ten en tu casa imágenes bonitas de Jesús y de su santa Madre, y adórnalas con lo que encuentres de más precioso. María Magdalena no recibió de Jesús un reproche, sino una alabanza, por haber derramado en sus pies un perfume de alto valor.
«
Desprecia las riquezas y el dinero. Ten respeto de la pobreza y de los pobres. Escucha el consejo de Santiago y no hagas acepción de personas, a no ser en favor de los pobres e indigentes . Claro está que tienen sus defectos, que son en gran parte consecuencia de sus condiciones de vida. No son atractivos, y muy a menudo son rudos e incultos. Pero a pesar de todo, a la luz de la fe, veamos en ellos a Cristo sufriente, y amémosle, reverenciémosle y sirvámosle a El en el pobre, como lo hacía la Santísima Virgen, y a ejemplo también de nuestro Padre, que al llevar a la Providencia a un pobre cubierto de harapos y de llagas, y encontrando la puerta cerrada, llamaba diciendo: «¡Abran, abran a Jesucristo!».
¡Así sea nuestra vida! Sólo entonces se cortarán los lazos que nos apegan a la tierra, y se romperá el hilo que nos mantenía cautivos: ¡libres, como la alondra, volaremos cantando al cielo! . Allí está nuestro tesoro, y por eso allí ha de estar también nuestro corazón; allí nos espera el Bien infinito, el único que puede saciarnos para siempre y satisfacer plenamente todas las aspiraciones de nuestra alma.