lunes, 8 de septiembre de 2008

“Como un instrumento”



"Como un instrumento"
En nuestro último capítulo hemos visto que, por consejo de Montfort, no debemos solamente obrar como la Santísima Virgen desea que lo hagamos, sino que también debemos dejar obrar a esta divina Madre en nosotros.
En los dos textos principales que citábamos, nuestro Padre emplea la misma expresión: debemos ponernos entre las manos de la Santísima Virgen como un instrumento.
«Es preciso ponerse y abandonarse en sus manos virginales, como un instrumento en las manos del operario, como un laúd en las manos de un buen tañedor…» .
«Es menester… ponerse como un instrumento en las manos de la Santísima Virgen, a fin de que Ella obre en nosotros, y haga de nosotros y por nosotros cuanto le plazca…» .
Debemos subrayar, exponer y explicar esta expresión y este pensamiento, de que podemos y debemos ser los instrumentos vivos, conscientes y consintientes de la Madre de la divina gracia.
Para analizar el pensamiento de Montfort vamos a tomar como él el ejemplo de un instrumento de música, pero de un instrumento de música muy conocido: el piano. El piano es el «instrumento» de que se sirve el artista, el músico.
«
Tenemos un piano… Es algo inerte, muerto, compuesto de madera, de hierro, de cobre, de marfil, etc.
Por sí mismo el piano es incapaz de «tocar», de producir música, ni siquiera un sonido cualquiera.
Pero que un músico, que un artista se coloque delante de este instrumento, se apodere de él y con habilidad accione sus teclas y pedales, y ahí todo cambia.
Olas de sonido suben de las profundidades inertes del piano; sonidos, y sonidos dispuestos, estructurados, coordinados según las leyes de la medida, del ritmo y de la armonía.
Son «melodías», sonidos vivos, sensibles, expresivos, que significan algo, que traducen la alegría, el dolor, el amor, el deseo, la oración, la desesperación, la adoración; que traducen claramente, en una palabra, toda clase de sentimientos humanos, y eso sin que sea necesario que estas melodías vayan acompañadas de canto y de palabras para precisar su significado.
Y si analizamos de más cerca lo que sucede aquí, es menester comprobar que el piano es el que toca, y que también toca el artista, aunque este último en un orden principal. Esos sonidos, esas melodías, son producidas por el piano, pero también por el músico que se sirve de este instrumento.
Sucede aquí algo misterioso, que nos cuesta comprender. El piano, por decirlo así, salió de su esfera, o mejor dicho, quedó elevado por encima de su esfera de ser y de acción como materia inerte y muerta. Este piano realiza ahora acciones humanas, para las que se requiere una inteligencia y una sensibilidad humanas: para componer una melodía, y combinar una armonía que exprese sentimientos humanos, se requieren absolutamente una inteligencia humana y un corazón humano.
Sin embargo, observemos que todo esto es pasajero. El piano es capaz de tocar melodías que traducen los sentimientos de un alma humana exactamente en la misma medida en que el artista ejerce su influencia sobre el instrumento. Desde que suelte teclas y pedales, el último sonido se apagará en las cuerdas del instrumento.
Es de notar también que decimos que el alma del artista pasa a este piano y se comunica a él, que el corazón del músico vibra en sus cuerdas, etc.
Y además hay que añadir que la habilidad y el talento artísticos del músico consiguen camuflar, disimular y corregir realmente, al menos en parte, los defectos de su instrumento. Si un gran artista se apodera de un piano muy ordinario, diremos enseguida: Ya no se reconoce a este instrumento, jamás hubiésemos creído que con medios tan pobres se hubiesen podido producir semejantes efectos.
«
Parece que nos hemos alejado mucho de la Santísima Virgen.
No tanto como podríamos suponerlo. Al contrario, estamos en el centro de nuestro tema.
Nosotros somos el piano, y la Santísima Virgen es la Artista.
Con la diferencia, sin duda, de que nosotros somos un instrumento vivo, dotado de inteligencia y de libertad, y que debemos entregarnos consciente y libremente a la influencia y a la acción de Dios y de Nuestra Señora, para que obren en nosotros y por nosotros.
Nosotros somos, pues, el piano, y la Santísima Virgen la Artista.
Nosotros somos hombres, capaces de acciones humanas, y de acciones humanas solamente: por nosotros mismos no podemos nada en un orden superior, en el orden sobrenatural.
Pero dejemos obrar a Nuestra Señora, esta Artista incomparable, esta inigualable Cantora de las grandezas divinas, esta maravillosa Música —«Tympanistria nostra», dice San Agustín—; dejémosla colocarse delante del teclado de nuestra alma y apoderarse de él por sus influencias de gracia, y permanezcamos nosotros totalmente entregados y dóciles a esta acción divina: Ella arrancará entonces de nuestra alma sonidos arrebatadores, melodías sobrehumanas, una música maravillosa y divina, que hará las delicias del corazón de Dios.
En ese momento, dice Montfort, María es quien obra en nosotros, quien hace de nosotros y por nosotros cuanto le place.
Nuestra alma es la que canta a Dios y se alegra en El: nosotros realizamos nuestras acciones, y las realizamos libremente.
Y sin embargo, es María la que en nosotros y por nosotros glorifica al Señor: «es la operación de María en ti», afirma Montfort.
Y como el alma del artista pasa a las cuerdas de su instrumento, del mismo modo, por la acción de la gracia elevante, el alma de María se comunica a nosotros, y su espíritu exulta en los cánticos de nuestra alma. Es la realización del deseo de San Ambrosio, recordado por San Luis María y por el mismo Pío XII: «El alma de María esté en todos nosotros para glorificar al Señor; el espíritu de María esté en todos nosotros para alegrarse en Dios».
Y el incomparable talento de la Artista sublime que es María tapa, disimula y corrige los defectos, los déficits, de nuestro pobre instrumento espiritual. «María purifica nuestras buenas obras y las embellece», dice Montfort. «Las embellece adornándolas con sus méritos y virtudes» , hasta el punto de que «la luz de su fe disipa las tinieblas de nuestro espíritu; que su humildad profunda remplaza a nuestro orgullo…; que el incendio de la caridad de su Corazón dilata y abrasa la tibieza y la frialdad del nuestro; que sus virtudes ocupan el lugar de nuestros pecados; que sus méritos son nuestro adorno y nuestro suplemento ante Dios; y que no tenemos otra alma más que la suya, para alabar y glorificar al Señor, ni otro corazón más que el suyo, para amar a Dios» .
¡Ah, sí, «qué dichosa es un alma cuando… está totalmente poseída y gobernada por el espíritu de María!» .
«
Todo esto no es un sueño insensato, una imaginación vana, sino una realidad viva y consoladora.
Pero por nuestra parte hemos de cumplir algunas condiciones para que todo esto pueda realizarse.
Volvamos al piano.
Ante todo es menester que este piano sea un instrumento conveniente. Si hay demasiadas notas falsas y cuerdas rotas, el pianista más hábil no sabrá qué hacer con él, y al cabo de algunos intentos desistirá desalentado.
El piano debe ser también manejable, sus teclas flexibles y suaves hasta un cierto punto. Si el músico tuviese que emplear toda su fuerza para manejar teclas y pedales, le sería imposible desplegar sus talentos.
El piano, sobre todo, debe dejarse hacer, ser pasivo en este sentido. Pues si el piano quisiese tocar por sí mismo y moverse según sus aires, el artista no podría hacer más que cruzarse de brazos. Las melodías del piano no se armonizarían con su inspiración personal, y la cooperación necesaria entre el artista y el instrumento se haría imposible.
Para que Nuestra Señora pueda servirse del instrumento de nuestra alma, es menester ante todo que este instrumento sea conveniente.
Debemos estar en estado de gracia: de otro modo le sería imposible a nuestra divina Madre producir en nosotros y por nosotros obras divinas.
Nuestra alma debe ser un instrumento conveniente: todo apego voluntario al pecado venial o a la creatura como tal, es una falsa nota, una cuerda que se ha roto en nuestra alma. Por lo tanto, debemos evitar con el mayor cuidado el pecado venial, sobre todo el plenamente voluntario, y las imperfecciones deliberadas, para que la gran Artista de Dios pueda servirse de su instrumento sin ningún obstáculo.
Este instrumento debe ser dócil y manejable. Para esto debemos entregarnos totalmente a Ella, y realmente «perdernos en Ella», no resistirle jamás a sabiendas, sino seguir dócilmente sus impulsos y aceptar su influencia.
Debemos también, y sobre todo, ser pasivos, en el sentido de que no debemos realizar jamás una acción por iniciativa puramente personal y por nuestra propia voluntad. Como lo dice excelentemente nuestro Padre, debemos «no tener vida interior ni operación espiritual que no dependa de Ella» . Hemos de renunciar sin cesar a nuestras propias miras y a nuestras voluntades propias, para dejarla obrar en nosotros.
En un próximo capítulo volveremos sobre esta «pasividad» santa, para provecho de las almas y para evitar malentendidos perjudiciales y dañinos.
«
Trataremos de vivir en la práctica lo que acabamos de escribir, y dejaremos realmente obrar a María en nosotros, si seguimos lo que se llama «el minuto de María» .
Consiste en esto: antes de nuestras acciones principales, como la meditación, la santa Misa, la Comunión, los ejercicios de piedad, el trabajo, el recreo, etc., nos recogeremos profundamente durante algunos instantes para realizar apacible e intensamente los cuatro actos siguientes:
1º Humillarnos profundamente delante de Dios y de la Santísima Virgen a causa de nuestras faltas, de nuestra indignidad y de nuestra incapacidad para todo bien.
2º Renunciar, antes de comenzar esta acción, a todo lo que viniese puramente de nosotros, y por lo tanto, a nuestras propias miras y a nuestra propia voluntad.
3º Darnos totalmente a Nuestra Señora como su cosa y su propiedad, y como un instrumento dócil, del que Ella pueda servirse a su gusto, según su voluntad.
4º Pedirle humildemente que se digne obrar en nosotros, para que nuestras acciones no tiendan más que a la gloria de solo Dios.
Esta es, incontestablemente, una fórmula integral de profunda vida espiritual y mariana, que puede llevarnos muy rápidamente a la dependencia interior y habitual para con Jesús y para con María