lunes, 8 de septiembre de 2008

¡Amén! ¡Así sea!



¡Amén! ¡Así sea! (1)
Hemos hablado de la Providencia paterna de Dios y de la providencia materna de María. Nada sucede en nuestra vida, absolutamente nada, que no sea querido o permitido por Dios, y que, en sus designios de bondad y de amor, no apunte y tienda a nuestra salvación y a nuestra santidad.
María conoce claramente todas las disposiciones divinas, incluso en la relación que tienen con la realización de nuestro destino. Ella adhiere a todo esto con una sumisión llena de respeto y amor, y pide a sus hijos y esclavos de amor que se entreguen totalmente a estas voluntades divinas, y las acepten con filial sumisión.
La Santísima Virgen, además, ejerce una gran influencia en nuestra vida. Los acontecimientos y las circunstancias que se ordenan a facilitar y realizar nuestra formación en la vida cristiana seria e íntegra, se deben a su intervención, que se da al menos bajo forma de oración.
Por lo tanto, una de las formas más importantes de nuestra sumisión a Dios y a la Santísima Virgen, o de esta esclavitud interior de que habla San Luis María de Montfort, es aceptar valientemente, con agradecimiento y alegría de voluntad, todos los acontecimientos, importantes o mínimos, que se escalonan a lo largo de nuestra vida y de cada uno de nuestros días.
Seamos concretos, seamos consecuentes en la práctica de la santa esclavitud de amor. Sepamos reconocer teórica y prácticamente la voluntad de Dios y de nuestra Madre dondequiera que esta voluntad se manifieste. No nos detengamos, como se hace demasiado a menudo, en las causas inmediatas y creadas de los acontecimientos que nos contristan o alegran, ya sea para apegarnos a ellas, ya sea para odiarlas y maldecirlas. Por encima de todos estos factores, dotados o privados de razón, veamos el decreto de Dios que quiere o permite todas estas cosas. Busquemos también y siempre en ellas la influencia de nuestra Madre divina, que dispuso y obtuvo estos acontecimientos para nosotros.
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Lo que tenemos que hacer, pues, es aceptar con docilidad perfecta y abandono absoluto a las directivas de Dios y de su santísima Madre, todas las circunstancias, todos los acontecimientos de nuestra vida, los más humildes como los más importantes, los más tristes como los más alentadores. Todo eso forma parte de las disposiciones paternas de Dios para con nosotros, y también de la formación materna que Nuestra Señora impone a nuestra alma.
Parece que no es nada, pero en realidad es algo grande, y a veces difícil, decir: ¡Amén! ¡Así sea!
En música hay obras maestras que fueron compuestas solamente sobre el tema de algunas notas, dos o tres a veces. Estas pocas sílabas bastarían para hacer de nuestra vida una obra maestra de santidad, si supiésemos repetirlas siempre con las disposiciones oportunas; si supiésemos decir: ¡Amén! ¡Así sea!, a todo lo que Dios y su divina Madre deciden y permiten en nuestra vida. Es impresionante que Montfort no pida otra gracia: «La única gracia que os pido, por pura misericordia, es que cada día y en cada momento de mi vida, diga tres veces Amén, Así sea, a todo lo que habéis hecho sobre la tierra cuando vivíais en ella; Así sea a todo lo que hacéis al presente en el cielo; Así sea a todo lo que hacéis en mi alma» .
Este ¡Amén! ¡Así sea!, lo murmuraremos con agradecimiento cuando, por la solicitud de nuestra Madre, se abran a lo largo de nuestro camino flores de bondad y de amistad; cuando resuenen en nuestros oídos cánticos de alegría; cuando la hermosa luz de la dicha y de la prosperidad venga a solear nuestra vida.
Este ¡Amén! ¡Así sea!, lo repetiremos frecuentemente cuando se nos prodiguen pequeñas alegrías o modestos alientos; por un hermoso libro que leemos, por una hora reconfortante que pasamos en amable compañía, por una buena palabra que nos impresiona, por un espectáculo edificante que nos es dado contemplar. Un Amén de agradecimiento subirá de nuestro corazón por un encuentro inopinado y beneficioso, por un mensaje alentador que se nos ha comunicado, por la solución inesperada de alguna dificultad, por un canto de pájaro que nos regocija, por una mirada de niño que nos conmueve, por un magnífico paisaje que admiramos, por una puesta de sol que nos maravilla… Todo eso viene de Dios. Todo eso viene también, en cierto sentido, de María. Estas son, entre mil otras cosas parecidas, las atenciones, las maternalísimas y delicadísimas atenciones que tiene para con nosotros Aquella que es mil veces más Madre que todas las madres de la tierra; de Aquella que por medio de estas cosas quiere hacernos sentir que Ella vive, que Ella nos ama, que Ella no nos olvida, y que Ella está cerca de nosotros para conducirnos a través de nuestra existencia.
Este Amén de la alegría y del agradecimiento se convertirá en ciertos días en un Magnificat triunfal, por ejemplo a la vista de la hermosura arrebatadora de un niño, de tu niño que acaba de revestirse en el bautismo con los esplendores de la gracia y de la vida misma de Dios; en el primer encuentro de un alma pura con Jesús Eucaristía; ante la aplastante grandeza de un nuevo sacerdote, hermano tuyo, hijo tuyo. En ciertos días este Amén se prolonga, se dilata, se transforma en un cántico de exultación, en esos días en que tempestades de alegría parecen conmover las profundidades de nuestra alma; cuando repentinamente el plan de Dios sobre tu vida se revela a tu alma, y comprendes la acción de la bondad infinita de Dios en ti y la solicitud infinitamente materna de María en toda tu existencia; o cuando has podido saborear durante algunos instantes la infinita dulzura del amor de Dios y de la presencia de Jesús en ti, y parece que toda la felicidad del cielo ha descendido de repente en tu alma… Repetiremos entonces con emoción indecible el Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Pero al mismo tiempo balbuciremos también, con un alma estremecida de felicidad y gratitud: ¡Amén! ¡Así sea!: ¡Gracias, Madre, gracias por todo! ¡Qué buena eres, indeciblemente buena y materna!…
XVI¡Amén! ¡Así sea! (2)
Este Amén trataré de decirlo también con valentía y energía en el sufrimiento y en la adversidad, para las cruces de toda clase y dimensión, de toda pesadez y duración.
¡Amén! ¡Así sea!, cuando me dirijan una palabra dura, cuando me hiera un gesto indelicado, cuando me aflija un juicio injusto, cuando se produzca un malentendido penoso con mis familiares o vecinos, cuando la comida no sea a mi gusto o cuando vengan a turbar mi descanso; ¡Amén! ¡Así sea!, cuando me vea contrariado en mis cálculos, cuando un pequeño incidente o nadería turba el orden que había soñado para mi trabajo, y eche a perder mi día. No, en esos momentos no quiero enfadarme ni refunfuñar, ni dejarme llevar por la ira o mal humor. ¡Rápido, una mirada a María! Ella lo ha dispuesto así para mi bien y progreso espiritual. ¡Amén! ¡Así sea!, mi buena Madre… Voy a poner a mal tiempo buena cara, y nadie sospechará que en el fondo de mi ser amenazó prevalecer el descontento o la rabieta…
¡Amén! ¡Así sea! Tu salud está quebrantada, tus fuerzas están destrozadas. Y sin embargo tus ocupaciones, tu deber de estado, parecían exigir una salud robusta. A consecuencia de esta enfermedad tu hogar va a quedar en completo desconcierto: vas a sufrir la pobreza, y los tuyos contigo. Echate en los brazos de tu Madre. «No comprendo, Madre, no puedo ni debo comprender. Sé solamente que también esta prueba me viene de tu amor materno y de la paterna Providencia de Dios. Por eso me abandono a Ti, y repito con voluntad plenamente sumisa: ¡Amén! ¡Así sea!».
¡Amén! ¡Así sea! Vives con un marido que te parece insoportable. Es buen cristiano, y también tiene buena voluntad, pero no llegáis a comprenderos. Vuestros caracteres son demasiado divergentes. Es un sufrimiento de cada momento, y hay choques a cada instante. «Madre, es duro, durísimo; en ciertos momentos me parece que ya no puedo soportar por más tiempo esta situación. Pero quiero creer que Tú has consentido a esta vida para mí, un purgatorio en la tierra, para que por medio de este camino, y no otro, merezca el cielo. Me cueste lo que me cueste, quiero repetir con la voluntad mi Amén: sí, así sea por todo el tiempo en que con tu Jesús lo juzgues oportuno».
¡Amén! ¡Así sea! Había soñado con una vida tan distinta… Había soñado en vivir con Jesús en su misma morada, como su humilde esposa, y me es imposible dejar el mundo… Había esperado consagrar mi vida a proyectos artísticos, y la paso en ocupaciones tan vulgares… Había esperado de mi apostolado frutos maravillosos, conversiones numerosas, una influencia vasta y profunda sobre las almas, y debo conformarme con resultados tan modestos… Había pensado ocupar un lugar importante en el mundo, jugar en él un papel de primer plano, y mi existencia se arrastra en medio de un entorno deprimente y en circunstancias tan prosaicas… Amen, o Mater et Domina… Así sea, Madre y Señora amadísima; no me toca mandar, sino obedecer y seguir.
¡Amén! ¡Así sea! Nada te sale bien. Eres lo que se llama un ave de desgracia. La preocupación del pan cotidiano pesa angustiosamente sobre ti. Todas tus empresas se ven condenadas al fracaso. Te parece que todas las cruces y pruebas te están destinadas a ti… Acuérdate del precio de la cruz y del sufrimiento que, por la oración de su Madre, Dios pueda enviarte. Cree sobre todo en la providencia materna de María para contigo. Jesús y María disponen de todo, a fin de cuentas, para tu mayor bien. Y cuando en ciertos momentos demasiado dolorosos tengas que gemir como Jesús en su agonía: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz», no dejes de añadir: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya».
¡Amén! ¡Así sea! Tenías un hijo, del cual todos decían que era un ángel, y que te era querido como la pupila de tus ojos, al igual que tu corazón y tu alma; un hijo que habría vivido verosímilmente en la piedad y en la virtud, que habría sido tu consuelo y tu sostén en los días de tu vejez. Y el ángel de la muerte te lo ha arrebatado… La flor ha sido cortada de su tallo, y el hijo arrancado de los brazos de sus padres. ¿Cómo es posible, Señor, que pidas semejantes sacrificios, e inflijas semejantes heridas a un corazón de padre o de madre?… Pero no, Señor, no he dicho nada: el dolor me estaba haciendo delirar. ¡Madre, fiat! Quiero creer firmemente, sin comprenderlo, que así es mejor para el reino de Dios, para mi hijo y para mi alma: ¡Amén, así sea, Providencia de mi Dios, providencia de mi Madre!
¡Amén! ¡Así sea!… O bien el hijo que habías pedido y alcanzado por tus oraciones, que antes de su nacimiento ya habías consagrado a María, que en tu regazo había aprendido a pronunciar con amor los dulces nombres de Jesús y de María, que para su educación habías confiado a sacerdotes o a religiosas; este hijo, por el cual habías velado con precauciones infinitas, por el cual habías rezado y sufrido noche y día; este hijo, precisamente este, se adentró en los caminos de la perdición. Es un hijo pródigo, que ha pisoteado su honor y su religión; en la licencia malgasta vergonzosamente su dinero y sus fuerzas, y te haría morir de tristeza… Por muy terrible que pueda ser esta prueba, también es, no querida, pero sí permitida, por Dios y por su santísima Madre, para que tu vida sea tanto más pura y generosa cuanto más vil y vergonzosa es la de tu hijo amado. Esta alma, al menos en el último minuto, se salvará por tus oraciones y sacrificios. Sigue esperando esta hora con paciencia y confianza, y con un corazón quebrantado repite a la Madre de los dolores y al Refugio de los pecadores: ¡Amén, así sea! ¡Madre, ven en mi ayuda, salva a esta alma, y haz que mi hijo vuelva a los brazos de tu Hijo!
Un día nos sentiremos abatidos definitivamente… Un día vendrá a llamar a nuestra puerta la más terrible mensajera de la voluntad de Dios y de María: ¡la muerte! En esos momentos nos acordaremos de que somos de Dios y de Ella, y que les hemos reconocido todo derecho sobre nosotros. Calmos y resignados, con amor y confianza, acogeremos la muerte, y con gratitud y alegría de voluntad diremos nuestro último Amén, así sea, a la última disposición que Jesús y María hayan tomado respecto de nosotros en esta tierra…
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En gran parte, como lo hemos comprendido, la práctica que detallamos aquí consiste en llevar nuestra cruz en dependencia de la santa voluntad de Dios y de las decisiones de la Santísima Virgen para con nosotros. Permítasenos aún dar, sobre este tema, las siguientes recomendaciones:
1º De las manos de Dios y de su santa Madre hemos de aceptar todas las cruces, sobre todo las menores, las más insignificantes. No tenemos ocasión muy frecuente de sufrir pruebas graves. Ante todo reconozcamos, y luego aceptemos la cruz de Jesús en las mil contrariedades de cada uno de nuestros días. Debemos decir nuestro Amén por un dolor de cabeza, por un ruido molesto, por un ladrido irritante, por una conversación aburrida, cuando nuestro trabajo no adelanta, cuando no se tiene en cuenta una recomendación que habíamos hecho, etc. Todo eso, en definitiva, viene de Ellos.
2º Hemos de reconocer y aceptar respetuosamente la cruz venga de donde venga, cualquiera que sea la causa inmediata que nos ocasiona el sufrimiento. Puede provenir de seres razonables o de creaturas sin razón, de los ángeles o de los demonios, de hombres perversos o de hombres piadosos. En resumidas cuentas, reconozcamos la cruz como impuesta por Dios y su dulce Madre incluso en las tentaciones de Satanás, en las inclemencias del tiempo, en los disgustos que nos provocan los caprichos y a veces la malicia de los hombres o su concepción singular y deformada de la piedad y de la virtud. Todo eso es la cruz que nos envía y presenta, en última instancia, el amor de Dios y de Nuestra Señora. Todo eso debe ser aceptado, y es materia de nuestro ¡Amén, así sea!
3º Este Amén podemos y debemos decirlo para el sufrimiento de que nosotros mismos somos causa, cuando es imputable a nuestra torpeza, a nuestra falta de previsión o de cuidado, a nuestras faltas en definitiva; cuando por ejemplo, sufrimos dificultades ocasionadas por los defectos de nuestro temperamento. Podemos y debemos aceptar como cruces preciosas y meritorias estas consecuencias penosas de nuestras faltas y defectos.
4º Hay diferentes grados en el modo de aceptar meritoriamente, de manos de Jesús y de María, lo que hemos recordado ser nuestra «cruz». Lo menos que se puede hacer, y ya es meritorio si se lo hace por un motivo sobrenatural, es no quejarnos, no murmurar, ni siquiera interiormente, ante las pruebas pesadas o ligeras que nos son enviadas. Es la aceptación pasiva o tácita de la cruz y del sufrimiento. Pero vayamos más lejos. Pues es mejor producir un acto positivo de aceptación del sufrimiento, repitiendo formalmente nuestro ¡Amén, así sea!: «Mi buena Madre, quiero lo que Tú quieres, como Tú lo quieres, y tanto tiempo como Tú lo quieras». Por fin, lo más perfecto es aceptar nuestra cruz con gratitud y alegría de voluntad. Tal vez sintamos vivamente el dolor físico o moral; pero por la voluntad, y eso basta, añadamos a nuestro Amén un enérgico «Deo gratias et Mariæ: ¡Gracias, mi buena Madre! Por nada querría verme privado de esta cruz».
Esto es lo que hay de mejor y de más elevado. Y ¿qué hijo y esclavo de María no desea tender a estas cumbres radiantes?