lunes, 8 de septiembre de 2008

La Providencia paterna de Dios



La Providencia paterna de Dios
Para someternos a la voluntad de Dios más segura y perfectamente, queremos depender de María siempre y en todas partes.
Esta dependencia respecto de Nuestra Señora se manifiesta de muchas maneras, y reviste formas múltiples.
Hemos expuesto ya algunas de las formas de esta dependencia: vivir según las voluntades y los deseos de Cristo, dejarse conducir fielmente por la autoridad legítima, sobre todo la autoridad sobrenatural y religiosa.
Otra manera de manifestar nuestra sumisión a nuestra Madre y Señora amadísima, María, es aceptar humilde y apaciblemente todas las disposiciones de la Providencia divina.
Nada sucede, nada se produce en el mundo, absolutamente nada, al margen de la voluntad omnipotente de Dios. Nada se exceptúa a esta ley esencial: ni las reacciones ciegas e inconscientes de los minerales y de las plantas, ni las operaciones instintivas de los animales, ni los actos voluntarios de los ángeles y de los hombres. El mismo mal depende de la voluntad y de las decisiones divinas. Para hermosura del orden universal del mundo, Dios permite e incluso quiere el mal físico, y por lo tanto el dolor y el sufrimiento. El mal moral, el pecado, que como tal —como desconocimiento de sus leyes divinas— no proviene de El, no puede producirse sin su permiso; el cual, evidentemente, no es por eso mismo una aprobación.
En definitiva, pues, todo viene de Dios: no puede estallar la guerra ni concluirse la paz, no se pueden producir las prosperidades de las naciones o las crisis económicas aparentemente insolubles, sin el permiso de Dios. Ningún hombre muere, ningún animal nace a la vida, ninguna flor se abre, ningún pájaro canta, ninguna hoja cae del árbol ni ningún cabello de nuestra cabeza, sin la expresa disposición de la voluntad de Dios: en definitiva todo viene de El.
Ahora bien, puesto que todo ser obra, inconsciente o conscientemente, por un fin, es imposible que Dios, al suscitar todos estos seres o al permitir todos estos acontecimientos, no se proponga un fin. Este fin, en última instancia, es El mismo: la irradiación de su Ser, la comunicación de su Bondad, su gloria exterior en definitiva: «Todo lo ha hecho para Sí mismo», dice la Escritura .
Pero hay muchos fines inmediatos e intermedios que deben conducir a la realización del plan divino, que apunta en última instancia a su propia glorificación. Dios intenta la perfección de cada ser, y por este medio realiza un orden mundial magnífico. Este universo espléndido, con todo lo que lo compone y todo lo que se produce en él, está destinado a procurar la felicidad temporal, pero sobre todo la perfección espiritual y la felicidad eterna del hombre. A su vez, el bienestar temporal, espiritual y eterno del hombre está ordenado a la glorificación de Cristo y de su Madre y Esposa espiritual inseparable, María. Y el reino y la glorificación de Cristo y de María deben conducir de manera inmediata a la mayor gloria del Padre, al reino de Dios.
Esta es la magnífica coordinación y subordinación de los valores y de los seres, fijada por San Pablo en una de sus frases sublimes: «Todo es vuestro: … el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro. Todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo de Dios» .
Ahora bien, ordenar todos los seres y acontecimientos, aun los más humildes e insignificantes, a sus fines respectivos, inmediatos o último, es obra de la Providencia divina. Y la ejecución infalible de ese plan gigantesco, que abarca todos los mundos y todos los tiempos, pertenece al gobierno de Dios. Nada puede sustraerse a la dirección de esta sapientísima Providencia, ni resistir a este omnipotente gobierno: «Señor Dios, Rey omnipotente, de tu potestad dependen todas las cosas, ni hay quien pueda resistir a tu voluntad… Tú eres el Señor de todas las cosas, ni hay quien resista a tu majestad» .
Hemos de retener aún otra verdad importantísima en este orden de cosas: la Providencia de Dios es una Providencia paterna. Cuando Jesús nos exhorta a una confianza total y a un abandono absoluto respecto de Dios, y nos propone los encantadores ejemplos de las aves del cielo que no siembran ni cosechan, y sin embargo son abundantemente alimentadas; de las flores de los campos, que no trabajan ni hilan, y sin embargo son vestidas más ricamente que el rey más poderoso, añade: «No andéis preocupados…, pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso» .
Dios es nuestro Padre, y nosotros somos sus hijos. Su Providencia está inspirada y conducida por su amor. Debemos estar convencidos de que todo lo que nos sucede es obra del Amor, y debe conducirnos a nuestra verdadera felicidad; pues, según el decir de San Pablo, «todo concurre al bien de los que aman a Dios» .
Como cristianos y como esclavos de amor, tenemos que cumplir aquí una misión muy importante para nuestra perfección: reconocer y aceptar en todas las cosas las disposiciones amorosas de la Providencia divina.
Como siempre, el cumplimiento de este cometido, la aceptación fiel y generosa de todas las disposiciones divinas, y el abandono total a su Providencia paterna, será facilitado considerablemente por el reconocimiento teórico y práctico de la gran y hermosa misión que le corresponde aquí a María. En el siguiente capítulo expondremos cuál es el papel de la santísima Madre de Dios en este orden de cosas.
Además de la Providencia paterna de Dios, creemos en la providencia materna de María.