
Por el reino de Nuestra Señora
En los capítulos precedentes sobre la vida «para María» hemos constatado que San Luis María de Montfort, por medio de ella, reconoce a la Santísima Virgen el lugar que le corresponde en el orden tan importante de la finalidad. Decíamos que podemos hacerlo de dos modos: ante todo —y este aspecto ya lo hemos expuesto— realizando sencillamente las acciones para honra y gloria de la Santísima Virgen como fin próximo —siendo Dios nuestro fin superior y último—, por sus intenciones, por amor a Ella, para agradarla, etc.
Pero hay otro modo de vivir para la Santísima Virgen, tal vez más elevado y atractivo aún, y es realizar las acciones con un espíritu apostólico, por el reino de la Santísima Virgen , a fin de llegar así al reino de Cristo y al reino de Dios; pues, también en este orden, la Santísima Virgen está subordinada a Cristo y totalmente orientada a El. La aspiración de nuestro Padre de Montfort no tardará en convertirse en una de las súplicas clásicas de la piedad cristiana:
Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ!¡Para que venga a nosotros tu reino, venga el reino de María!
El consejo y la palabra de Montfort sobre este punto es claro y límpido. Totalmente en concordancia con el punto de vista inicial que él adopta en dos de sus obras marianas , a lo que había escrito sobre el «para María» en «El Secreto de María», y que retoma en su «Tratado de la Verdadera Devoción», añade en este último el aspecto del apostolado, el pensamiento del reino de la Santísima Virgen. En el fondo no hay tanta diferencia entre los dos aspectos, puesto que el reino de Cristo, en definitiva, se logra por la santificación de las almas. Pero el punto de vista del reino de Cristo, directamente mencionado, y que se debe alcanzar por el reino de su divina Madre, es en sí mismo más hermoso, más elevado, más rico, más desinteresado.
El texto «apostólico» de Montfort sobre la vida «para María» es el siguiente: «Es menester realizar todas las acciones para María. Pues, como uno se ha entregado totalmente a su servicio, es justo que se haga todo para Ella, como un criado, un siervo y un esclavo; no que se la tome por el fin último de nuestros servicios, que es Jesucristo solo, sino por el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a El. Tal como un buen siervo y esclavo, no se debe permanecer ocioso; sino que es preciso, apoyados en su protección, emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana. Es menester defender sus privilegios cuando se los disputa; es necesario sostener su gloria cuando se la ataca; es preciso atraer a todo el mundo, si fuera posible, a su servicio y a esta verdadera y sólida devoción; es menester hablar y clamar contra los que abusan de su devoción para ultrajar a su Hijo, y al mismo tiempo establecer esta verdadera devoción; no debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de estar unido por Ella a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y en la eternidad.
¡Gloria a Jesús en María!Gloria a María en Jesús!¡Gloria a Dios solo!» .
Pero ¿por qué «emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana»? ¿Por qué tratar de «atraer a todo el mundo a esta verdadera y sólida devoción»? Aquí también nos hacen falta sólidas convicciones para decidirnos a adoptar esta forma preciosa de devoción mariana. Sin duda, la estima y el amor que tenemos a nuestra divina Madre podrían bastar para decidirnos a este apostolado mariano. Pero hay mucho más que eso. Para comprenderlo, debemos convencernos de la importancia, sí, de la necesidad de este «regnum Mariæ», de este reino de María de que tan a menudo habla Montfort. A esta convicción querríamos llevar a nuestros lectores. De este modo habríamos contribuido a que nuestro Padre realice la misión principal que Dios le asignó para el mundo entero. Estamos persuadidos, y los hechos confirman sin cesar esta persuasión, de que Montfort es ante todo en la Iglesia de Dios, sin excluir a otros, el profeta y el apóstol del reino de María, y por medio de él, del reino de Cristo.
Por eso, en los artículos siguientes, comenzaremos por exponer las afirmaciones de nuestro Padre de Montfort sobre este reino de la Santísima Virgen en sí mismo y en sus relaciones con el reino de Cristo, afirmaciones que en su mayor parte son profecías. Luego nos esforzaremos por demostrar la verdad de estas afirmaciones y la probabilidad de la realización de estas profecías, que por otra parte ya se han cumplido parcialmente. Finalmente determinaremos la actitud que debemos tomar como consecuencia de estas consideraciones. Entonces estaremos sin duda firmemente decididos a vivir por el reino de María del modo más perfecto y completo.
El deber del apostolado
Todos podrán darse cuenta de que adoptamos así una de las actitudes más características de la vida cristiana en nuestra época: la orientación apostólica, la necesidad y el deber del apostolado. Esto está hoy en el aire. Vivimos en la época de la Acción Católica, que es esencialmente un movimiento de apostolado. Queda claro que el espíritu apostólico constituye una parte integrante de la vida cristiana, y existió siempre en la Iglesia, incluso entre los seglares. Pero la novedad hoy es la integración oficial en la vida de la Iglesia, bajo la acción inmediata de la Jerarquía, de estos esfuerzos de apostolado y de conquista por parte del laicado. Es una de las «cosas nuevas» que en el momento oportuno, al lado de las «cosas antiguas», el Padre de familia sabe sacar de su tesoro.
El apostolado seglar organizado es una verdadera necesidad para la Iglesia de hoy; pues en el estado actual de las cosas, el clero sería incapaz por sí solo de mantener las posiciones de la Iglesia en el mundo, y aún más de conquistar nuevas. Los Papas y los Obispos no dejan de decirlo en nuestros días: ¡el apostolado es un deber para todos los cristianos! Debemos convencernos a fondo de esta verdad, para que, después de haber comprendido ciertas verdades importantísimas en este campo, nos decidamos también a practicar generosamente el apostolado mariano.
La caridad hace del apostolado un deber
Amamos a Dios sobre todas las cosas, con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas. Ahora bien, amar es «velle bonum», desear y querer el bien para el ser amado. Por eso querríamos engrandecer y enriquecer a Dios, hacerlo más dichoso. Afortunadamente eso es imposible, puesto que El, en Sí mismo, ya es infinitamente bueno, rico, grande y dichoso. Sólo podemos aumentar su «gloria exterior», esto es, hacerlo conocer, amar, honrar y servir mejor por otros seres… Hacia esta meta han de tender todos nuestros esfuerzos, y esto es, a toda evidencia, hacer apostolado.
Con toda nuestra alma amamos también a Cristo, el Hombre-Dios. Como Dios es infinito en toda perfección; como Hombre está lleno de verdad y de gracia, y es perfectamente dichoso. Pero tiene derecho, también como Hombre, a ser conocido y glorificado. A causa de sus humillaciones y de su obediencia hasta la muerte, se le ha dado un Nombre, dice San Pablo, que está por encima de todo otro nombre; y a este Nombre toda rodilla debe doblarse en el cielo, y asimismo en la tierra y hasta en los infiernos. Todo nuestro apostolado lleno de amor debe contribuir a realizar este programa divino.
Además de esto, hemos de acordarnos que El vino para traer la luz, la verdad, la paz y la vida a las almas, y así glorificar a su Padre. Para eso vivió, y para eso quiso morir. Ahora bien, los hombres permanecen fuera de la influencia de Jesús por millones. Son casi innumerables quienes lo ignoran, quienes por consiguiente no lo aman y no se sirven de su vida llena de trabajos y sufrimientos, y viven por eso en las tinieblas y en el pecado, y son así desdichados en este mundo y se pierden por la eternidad. La obra de Cristo está inacabada, parece incluso un fracaso. Por lo tanto, nuestro amor por el Hombre-Dios debe decidirnos a darlo todo, a sacrificarlo todo por medio del apostolado, para suplir así a lo que en cierto sentido falta a la vida y pasión de Cristo.
Amamos a la Santísima Virgen con gran amor. Por consiguiente, debemos desear con toda nuestra alma que le sea atribuido todo lo que importa y conviene atribuirle. Y la obra de Jesús es la suya. Ella comparte, como nueva Eva, toda la obra redentora de Jesús. Los triunfos de Jesús son triunfo de Ella, los fracasos de Jesús son también fracaso de María. Las almas también son suyas, las almas que Ella redimió con Jesús, las almas de que Ella es realmente Madre. Y así, nuestro amor por Ella no podría sufrir que, si tenemos la oportunidad de conjurar esta desgracia, las almas se vean privadas de la vida divina, o no alcancen en esta vida el grado a que estaban llamadas. También por amor a la Santísima Virgen, queremos ser apóstoles.
Y el amor del prójimo, este amor que Cristo nos impone con asombrosa insistencia, nos hace del apostolado un deber. Esta caridad exige de nosotros que asistamos efectivamente al prójimo; debemos vestir a los desnudos, socorrer a los enfermos, alimentar a los hambrientos, dar de beber a los que tienen sed… Multitudes de hombres sufren de todo eso, mucho más en el plano espiritual que en el plano material. Por eso es para nosotros un deber elemental que, dondequiera nos sea posible, ayudemos espiritualmente a los ciegos a ver, a los sordos a oír; que tratemos de curar a los enfermos, de saciar a quienes tienen hambre y sed, de purificar a los leprosos y resucitar a quienes duermen el sueño de la muerte. Todo eso, en cierta medida, lo podemos: y por lo tanto lo debemos hacer.
Lo repetimos una vez más: por todos estos motivos, el apostolado es para nosotros un deber. Y a cada uno de nosotros se aplica en cierto sentido la palabra de San Pablo: «Væ mihi nisi evangelizavero!: ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» .
Todo esto lo haremos de manera excelente por y con María. Vivir en la santa esclavitud de María ya es una buenísima manera de ejercer el apostolado. Pues de este modo le damos todo a la Santísima Virgen, para que Ella disponga libremente de todos los valores comunicables de nuestras acciones para la conversión, santificación y felicidad de nuestro prójimo.
Todo esto lo haremos de manera más perfecta aún, si nuestra vida entera se impregna de este pensamiento del apostolado, si entregamos nuestros humildes tesoros a Nuestra Señora con una intención apostólica explícita, y si de todos los modos posibles intentamos conducir las almas a Nuestra Señora, a fin de darlas por Ella infaliblemente a Cristo; si, en otras palabras, nos esforzamos por establecer el reino de María en las almas, para edificar en ellas el reino glorioso de Cristo