
La Esclava del Señor
Para comprender la vida interior de María, ante todo hay que estudiar su actitud para con Dios. Esto supera en importancia a todo lo demás. Esta es la clave de bóveda del edificio de su santidad y perfección. Todo lo demás no es más que medio, y debe servir a hacernos dar a Dios el lugar predominante que le corresponde.
Hay que notar que, cuando la Santísima Virgen tiene ocasión de definir y expresar su actitud para con Dios, no habla ni de filiación, ni de maternidad, ni de su condición de Esposa espiritual de Dios, de Cristo. Ella se declara su sierva, su humilde esclava: «He aquí la esclava del Señor… Porque miró la pequeñez de su esclava».
María reconoció claramente que Dios lo es todo. Ningún hombre ni ángel, ningún filósofo ni sabio, ningún justo ni santo comprendieron como Ella que Dios lo es todo, y que la creatura no es nada. El es el eterno Existente, el Ser infinito, la Perfección absoluta, la Plenitud de la vida, de la verdad, de la bondad y de la belleza. Comparado con El, todo lo demás es poca cosa, mínimo. Por lo tanto, es preciso que El sea adorado, alabado, obedecido.
Además, si Dios es el solo Ser necesario que existe por Sí mismo, y la plenitud de la vida y de la perfección, todo lo demás viene de El —y la Santísima Virgen lo comprende—, y por ende también su existencia y su conservación en la vida, todas las facultades, potencias y riquezas naturales y sobrenaturales que hay en Ella: todo viene de El sin cesar, y todo le pertenece. Nadie lo vio tan bien como la Santísima Virgen: tal como Ella es, con todo lo que es de Ella y con lo que hay en Ella, proviene de Dios, y por tanto le pertenece totalmente. Ella es su total e inviolable propiedad. Y por eso Ella debe depender de Dios de manera radical y continua. Y no podría expresar mejor esta pertenencia fundamental y esta dependencia total de Dios que por esta simple y profundísima frase: «He aquí la esclava del Señor», es decir, he aquí la total y eternamente Dependiente de Dios.
Sin duda que Ella es grande, y no puede ni debe ocultárselo a sí misma: «El todopoderoso ha hecho en Ella grandes cosas, y todas las generaciones la proclamarán bienaventurada». En Ella se han acumulado todos los tesoros de la naturaleza y de la gracia. Su cuerpo es una obra maestra de belleza, integridad y perfección. Su alma no será igualada jamás en riqueza de saber, en energía de voluntad, en poder de amor. Su alma, que permaneció limpia de la mancha original, se encuentra totalmente impregnada de la plenitud de la vida de Dios, y su santidad se eleva por encima de la de los hombres y ángeles, como las cumbres relumbrantes del Hermón superan a las montañas y colinas cercanas. Ella es Madre de Dios y entró en las más íntimas relaciones de familia con la adorable Trinidad. Ella es la Ayuda fiel de Cristo, Corredentora y Mediadora con El, Madre de las almas, Adversaria victoriosa de Satanás, Reina de los hombres, Reina del cielo y de todo el reino de Dios. Sí, se han realizado en Ella grandes cosas, pero todas estas cosas las ha hecho el Todopoderoso… Todo eso no es más que una mirada de condescendencia, bondad y predilección, que El se dignó echar sobre su humilde Esclava.
¡Qué profundamente penetrada se encuentra Ella de estas verdades! ¡Qué presentes las tiene continuamente a su espíritu! ¡De qué buena gana las proclama! ¡Y con qué predilección se reconoce ante El como lo que puede hallarse de más pequeño y de más humilde entre los hombres: «He aquí la esclava del Señor»!
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El lema de San Luis María de Montfort, que traducía el fin último y supremo de su vida, era: ¡Solo Dios!
Este debe ser también el nuestro: por María a solo Dios.
Debemos convencernos profundamente, y recordarnos frecuentemente, de lo que es Dios, y de lo que nosotros somos ante El. El es, y sólo El, el Ser inmenso, necesario, eterno, todopoderoso. Mientras que nosotros somos gusanos de tierra, miserables creaturas, despreciables átomos, nada por nosotros mismos.
En comparación con El no somos ni siquiera lo que la llama vacilante de una vela es enfrente de la luz deslumbradora del sol, lo que un grano de arena es junto a nuestras montañas gigantes, lo que una gota de agua es enfrente del océano.
Y ni siquiera somos una lucecita, un grano de arena y una gotita de agua por nosotros mismos, sino únicamente por El. Sin El no podemos subsistir la milésima fracción de segundo; sin El no podemos pronunciar una palabra, mover un dedo de la mano, formular el menor pensamiento; sólo «en El vivimos, nos movemos y existimos», dice el Apóstol San Pablo; todo, esencia y existencia, facultades y sentidos, bienes y acciones, nos viene de El, en todo instante y sin cesar.
¡Qué pequeños e impotentes debemos reconocernos ante El! Dependemos de El totalmente y en todas las cosas. Y por eso le pertenecemos totalmente, somos su propiedad del modo más radical, con todo lo que somos y todo lo que tenemos. Según la expresión de San Pablo, somos realmente los «servi Dei, los esclavos de Dios», total y eternamente dependientes de El, con la obligación de reconocer teórica y prácticamente esta sujeción, esta pertenencia; y eso es lo que queremos hacer fielmente y con amor.
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También nosotros podemos repetir con la Santísima Virgen, en cierto sentido, que «se han hecho en nosotros grandes cosas».
Es algo grande ser un hombre, poseer un alma inmortal, y como instrumento del alma, un cuerpo maravillosa y espléndidamente organizado.
Participar de la vida misma de Dios por la gracia santificante, poder crecer sin cesar en esta vida, poder realizar actos en cierto modo divinos; encontrarse como sacerdote, como religioso, como cristiano privilegiado, en circunstancias particularmente favorables a la manifestación en actos y al desarrollo de esta vida divina, es sin lugar a dudas algo elevadísimo.
Todos nosotros hemos recibido talentos. Tenemos aptitudes especiales en tal o cual materia. Tal vez nos hemos aplicado a adquirir la virtud, la perfección. Tenemos méritos respecto de nuestra familia, de nuestra Congregación, de la Iglesia o de la sociedad. Pero todo eso es obra de Dios mucho más que nuestra. Todo esto viene de Dios, y por lo tanto es de Dios y a El debe remontarse.
Un esclavo de amor debe evitar por encima de todo el orgullo, por el que o bien se sobrestima a sí mismo y desprecia a los demás, o bien (lo cual es mucho más grave) se atribuye a sí mismo lo que corresponde a Dios, a quien debe atribuirse en definitiva todo honor y toda gloria. Hay que volver siempre a la gran y grave expresión del Apóstol: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieses recibido?» .
Ninguna otra palabra, fuera de la de esclavo, indica tan clara y fuertemente nuestras relaciones de total pertenencia y de radical dependencia respecto de Dios. Por eso, al terminar estas consideraciones, repitamos humilde y amorosamente con nuestra divina Madre: «¡He aquí la esclava del Señor!»: ¡Aquí tienes, Señor, a tu siervo, a tu sierva, a tu esclavo de amor!
En la Sagrada Escritura hay una palabra que el mismo Jesús repitió mil veces, y que a nosotros debe sernos muy querida y gustarnos repetir a menudo con profunda convicción y gran amor: «Ego servus tuus et filius ancillæ tuæ: Yo soy tu esclavo y el hijo de tu Esclava» .
Señor, de buena gana reconozco mi dependencia total y mi pertenencia absoluta respecto de Ti. Concédeme la gracia de comprenderlo cada vez mejor y sobre todo de vivirlo más fielmente, según el ejemplo y con la ayuda de Aquella de quien tengo la dicha de ser su hijo.