
Ella en nosotros, nosotros en Ella
En los capítulos precedentes hemos hablado de la presencia espiritual de la Santísima Virgen junto a nosotros, en cierto sentido en nosotros, y de nuestra unión real con Ella.
No se trata en este caso, decíamos, de una presencia sustancial, gracias a la cual Nuestra Señora estaría en cuerpo y alma junto a nosotros, al modo como Dios con su Ser inefable vive directamente en nosotros por la gracia. María está junto a nosotros y en nosotros, como hemos visto, ante todo por el hecho de que Ella nos ve espiritualmente, y ve y conoce todo lo que nos pasa, todo lo que sucede en nosotros, todo lo que nos concierne tanto exterior como interiormente; y luego, porque Ella nos influencia, nos «trabaja», muy a menudo por la gracia actual, y sin cesar por la gracia santificante que, como instrumento vivo y consciente de Dios y de Cristo, Ella produce y mantiene incesantemente en nosotros. Esta influencia física de la Santísima Virgen, aunque de orden espiritual, es un verdadero toque en nuestra alma, un verdadero contacto de María con ella, por el que Nuestra Señora nos sigue estando estrechamente unida.
Comprendemos mejor ahora por qué San Luis María no habla solamente de vivir junto a María, en su compañía, sino de una vida de nosotros en María y de María en nosotros. En efecto, se trata aquí de una presencia espiritual, que comporta siempre una compenetración mutua de espíritu a espíritu, de alma a alma. Los cuerpos son impenetrables. La impenetrabilidad es una cualidad fundamental de la materia. Pero esta ley no vale para las almas, para los espíritus. De las almas y de los espíritus que están unidos uno a otro, hemos de decir que están uno en el otro. Y aunque de los seres espirituales unidos pueda decirse que viven recíprocamente uno en el otro, normalmente nos representaremos al ser inferior, menos perfecto, como viviendo en el ser superior, más perfecto, y nos expresaremos de este modo por analogía con los seres materiales, para los que el continente debe ser mayor y más vasto, por la naturaleza misma de las cosas, que el contenido. Podemos hablar aquí, pues, de María en nosotros y de nosotros en María. Pero de preferencia nosotros nos representaremos como viviendo en Ella, y hablaremos generalmente de nuestra vida en María, porque el ser de Ella, cuanto al don de naturaleza y de gracia, es incomparablemente más vasto, rico, grande y amplio que el nuestro.
Hablamos de María en nosotros, y no sólo junto a nosotros. Y es que la Santísima Virgen no nos ve de manera exterior y superficial; pues su mirada materna sondea los riñones y los corazones, como dice la Escritura, y penetra hasta lo más profundo de nuestra alma. Y su influencia espiritual de gracia, aunque se ejerce a veces, es cierto, sobre nuestros sentidos y pasiones, sobre nuestra memoria e imaginación, penetra mucho más allá y nos capta mucho más profundamente: Ella llega hasta nuestras facultades puramente espirituales, la inteligencia y la voluntad, en las que generalmente se produce la gracia actual, e incluso hasta la sustancia misma del alma, pues allí es donde reside la gracia santificante, por la cual la Santísima Virgen, juntamente con Jesús, ejerce su influencia materna sobre nosotros.
«
A pesar de todas las explicaciones teológicas que se nos puedan dar sobre este tema, nos es difícil, en las condiciones materiales de nuestra existencia terrena, concebir esta presencia espiritual como una unión verdadera. Nos aferramos siempre a la presencia material, local, fuera de la cual no puede haber unión verdadera entre hombres que viven en las condiciones de la tierra. Para facilitarnos la comprensión de la presencia de la Santísima Virgen y de nuestra unión con Ella, avancemos la siguiente propuesta que el poder divino podría realizar perfectamente. Tratemos de representarnos la cosa vivamente y de reflexionar en ella a fondo.
Por acción de las circunstancias vives lejos de tu madre, a 20, 100 o 150 kilómetros de distancia. Piensas en ella muy seguido, y ella aún mucho más en ti; pero salta a la vista que no hay ningún contacto verdadero, inmediato, ni siquiera espiritual, entre tú y ella; estáis separados, alejados uno del otro. No se podría hablar en este caso de una verdadera presencia mutua.
Pero supón ahora que, por una omnipotente y muy posible intervención de Dios, se realice lo que sigue. Con una mirada espiritual, pero muy clara y nítida, ves sin cesar a tu madre, todo lo que ella hace exteriormente, todo lo que ella piensa y siente en su interior. La ves en tal o cual habitación de la casa paterna, en esta o aquella actitud, ocupada en este o aquel trabajo. Puedes seguirlo todo en ella, incesante e indistintamente. Por su parte, ella tiene el mismo privilegio. También ella, con su mirada materna y afectuosa, te sigue en todo lo que haces y piensas, en todo lo que experimentas y sufres. Podéis comunicaros entre los dos; entre tú y ella hay un vínculo incesante; podéis charlar juntos e intercambiar vuestros pensamientos e impresiones.
Eso ya sería mucho. Pero supongamos que hay más. Tu madre puede consolarte, alentarte, darte buenos consejos; ella puede también sostener tu salud cuando se siente debilitada, puede incitarte a una vida más hermosa y más pura; en una palabra, puede ejercer sobre ti en todo instante una influencia beneficiosa y santificadora. De tu lado tienes las mismas posibilidades. Tú también puedes ayudar a tu madre y asistirla en el doble plano material y espiritual. Puedes restaurar sus fuerzas extenuadas, alegrarla en sus tristezas, aumentar un poco más su fervor y su generosidad, etc.
Si sabes hacer abstracción del modo como se realiza ordinariamente en este mundo la presencia mutua, y te penetras a fondo de la suposición que acabamos de hacer, reconocerás que en este caso vivirías realmente unido a tu madre, y que podrías hablar en este caso de verdadera presencia mutua, aunque vivierais corporalmente separados por una distancia de decenas o centenas de kilómetros. En esta hipótesis sólo te faltaría una cosa: poder contemplar a tu madre con tus ojos corporales, agarrar su mano, besarla afectuosamente… Pero en realidad estarías unido a tu madre de manera más verdadera, preciosa e íntima que si vivieras con ella bajo el mismo techo.
Todo esto, evidentemente, no es más que una suposición en relación con nuestra madre de la tierra. Pero es una verdadera y encantadora realidad en relación con nuestra Madre del cielo, como se deduce de nuestras explicaciones precedentes. Es cierto que, de nuestra parte, hay puntos flacos y lagunas en esta unión. En las páginas siguientes veremos cómo podemos remediar estas debilidades y colmar estas lagunas, al menos parcialmente.
«
Las explicaciones que acabamos de dar, por su supuesta novedad, pueden parecer sorprendentes e incluso extrañas a ciertas personas. Por eso da un gozo tranquilizador encontrar expuesta esta doctrina, de idéntico modo en cuanto al fondo, por autores muy antiguos y de la mayor competencia. Damos aquí la traducción de un extracto de un sermón de San Germán de Constantinopla († 773), una de las mayores figuras de la Iglesia oriental, tan profundamente devota de la santísima Madre de Dios.
«¿Cómo sería posible, santísima Madre de Dios, que, dado que el cielo y toda la tierra recibieron toda su belleza por Ti, al dejarnos hayas dejado a los hombres privados de tu vista?
Pero no, que cada día alegras e impresionas con la visión de Ti los ojos de las almas, como si estuvieras todavía corporalmente y realizaras acciones humanas entre nosotros. En efecto, así como viviste en la carne con los hombres del tiempo de antaño, así también vives ahora con nosotros por el espíritu; y la protección incesante con que nos cubres es un indicio de tu presencia entre nosotros; y nosotros escuchamos tu voz, y el sonido de tu voz llega a los oídos de todos. Y todos nosotros, que somos conocidos de Ti por tu protección sobre nosotros, reconocemos sin cesar esta beneficiosa protección. Pues Tú no has dejado a aquellos por quienes has sido causa de salvación; no nos has abandonado, reunidos juntos sin Ti. Tú nos visitas a todos, y tu mirada, oh Madre de Dios, reposa sobre todos nosotros. Por eso, aunque nuestros ojos no puedan verte, oh Santísima, Tú sigues viviendo en medio de todos nosotros, y te manifiestas de diversas maneras a quienes son dignos de Ti.
Pues la carne no se opone en nada a la virtud y a la eficacia de tu espíritu; ya que este espíritu tuyo sopla donde quiere, porque es puro y libre de la materia, incorruptible e inmaculado, y asociado al Espíritu Santo. Y tu cuerpo virginal es totalmente santo, completamente casto, enteramente el domicilio de Dios. Y por eso, Madre de Dios, creemos que realmente caminas con nosotros.
Sí, lo repito de nuevo en la exultación de mi alma: aunque hayas dejado la morada humana, no te has separado del pueblo de los Cristianos. No, Tú no te has alejado de este mundo envejecido» .
La lectura atenta y meditada de este texto espléndido convencerá a todo lector mínimamente instruido de que, para nuestro gozo y edificación, encontramos aquí todos los elementos de nuestras explicaciones precedentes sobre la naturaleza de la presencia de María.